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Telescopio: ¿Qué poner en lugar de la PSU?

Aquellos que ya tengan algunos años, como el que escribe esta nota, recordará la lucha que en los años 60 dimos los secundarios de entonces contra la que era la prueba de Bachillerato. Una barrera que los que entonces egresaban de la enseñanza media tenían que superar para poder ingresar a cualquier carrera universitaria. Para aprobar había que obtener un mínimo de 20 puntos (nota promedio cuatro en las cinco pruebas de las que consistía el examen) y por cierto el máximo era 35 puntos (un siete en cada una de las pruebas), eso sí, el “cuatrito” de promedio tampoco servía de mucho. Esta era estrictamente una prueba de conocimientos diseñada para ser un “colador” que dejara fuera de la competencia a gran parte de los estudiantes, ya que las plazas en las universidades eran limitadas. Por cierto, en ese tiempo no había la gran oferta de universidades que hay ahora.  En algunas ciudades hay hoy tantas como fuentes de soda o farmacias.

 

La lucha estudiantil dio frutos y en esa misma década el detestado Bachillerato fue reemplazado por la Prueba de Aptitud Académica (PAA) que –basada en el Scholastic Aptitude Test (SAT) utilizado por gran parte de las universidades estadounidenses– significó un gran avance pedagógico. Esto porque la PAA, al revés del Bachillerato, no medía conocimientos adquiridos, los que por su propia naturaleza pueden variar mucho de un liceo público de excelencia o un colegio privado, a uno situado en un sector de bajos recursos. Por cierto, tampoco la PAA era un instrumento de medición perfecto. En los hechos ninguno lo es. El problema es cómo diseñar un proceso de calificación para la enseñanza universitaria que sea lo más justo posible, considerando factores que escapan a lo estrictamente educacional, como las diferencias socioeconómicas de las familias de los postulantes. Incluso esas ni siquiera son los únicos factores extraescolares que pueden influir en el rendimiento académico de un estudiante: situaciones emocionales derivadas de la vida familiar, condiciones derivadas de no sentirse parte del colectivo social (hijos de inmigrantes o de minorías indígenas en medios urbanos alejados de su territorio ancestral) pueden influir también de manera negativa.

Naturalmente, aun considerando la premisa de que no hay mecanismo perfecto en materia de acreditación académica, lo que ha hecho la PSU es que al ser un tan mal mecanismo, ha agudizado las condiciones extraescolares negativas, reforzando entonces su carácter discriminatorio y básicamente injusto.

Pero el problema persiste, porque aun quienes están en contra de la PSU saben que algún criterio de selección debe aplicarse para establecer ingreso a la enseñanza superior. Esto simplemente porque es evidente que aun si lográramos establecer un escenario donde “la cancha esté pareja”, es decir donde el nivel de la educación básica y media fueran de tal calidad que efectivamente proveyeran una adecuada capacitación para que sus egresados tuvieran iguales oportunidades de desarrollar sus aptitudes y talentos, siempre habría diferencias en las capacidades intelectuales o –para ser más preciso– en las capacidades específicas o talentos de los jóvenes egresados. Factores genéticos o biológicos hacen que algunos sean más buenos para las matemáticas u otros mejores para manejar el lenguaje, por ejemplo.

El otro problema es que para hacer la selección, al final lo que se hace es una medición, es decir, se aplica un método cuantitativo y no cualitativo. La razón es muy simple, mientras un método cuantitativo de evaluación, como lo es cualquier test standard, puede aplicarse en un tiempo breve y a miles de postulantes al mismo tiempo, un método cualitativo de evaluación para la selección universitaria a gran escala –por ejemplo una entrevista personal– requeriría tiempo y mucho personal especializado a un costo exorbitante, lo que lo hace imposible de poner en práctica.




En la cuestión de cómo evaluar para admitir a la universidad, pues nos encontramos con una vieja disyuntiva metodológica que está siempre muy presente, especialmente en el ámbito de las ciencias sociales.  Como las ciencias de la educación pueden entenderse como una forma aplicada de estas últimas, se ven también tocadas por esa disyuntiva. De paso hay que decir que esta aproximación cuantitativa es muy preferida por las ciencias sociales cultivadas en Estados Unidos y Norteamérica en general, incluso algunos han llegado hasta proponerla en el área de las humanidades y hasta de la filosofía, lo que por cierto es llevar las cosas al absurdo de que un estudio literario cuantitativo de la obra de Neruda, por ejemplo, nos llevaría a investigar “cuántas veces las palabras ‘amor’ o ‘revolución’” aparecen en su poesía.

Por su parte el enfoque cualitativo está “asentado sobre una posición filosófica la cual es interpretativa en un sentido amplio, esto es, que se ocupa de cómo el mundo social es interpretado, entendido, sujeto de experiencia o producido…” (Jennifer Mason en Qualitative Researching, Sage Publications, Londres, p. 4, mi traducción). La autora apunta a que enfocando las diferentes versiones de un fenómeno o proceso, “veremos en ellas al menos algunos elementos significativos de un complejo, posiblemente multifacético, mundo social” (citado del mismo texto).

Naturalmente un instrumento evaluativo como la PSU o en este sentido cualquier prueba estandarizada no nos puede decir mucho de cada uno de los estudiantes aspirando a ir a la universidad, y mucho menos de si al obtener un determinado puntaje ello garantice su realización personal en términos de un rendimiento satisfactorio para ellos mismos y eventualmente de la formación de profesionales que a su vez contribuyan al conjunto de la comunidad. Eso no lo sabemos ni por el resultado de pruebas ni por ningún otro dato estadístico. Ciertamente alguien nos objetará que por datos estadísticos podemos constatar que los que tienen la oportunidad de estudiar en la universidad y eventualmente titularse, en general ganan más dinero que los que solamente hicieron estudios secundarios. Lo cual puede ser así, pero podrían haber otras preguntas cuyas respuestas no son fáciles de cuantificar: si todo eso los hizo más felices o también en términos cualitativos, si eso los hizo mejores personas. O, si queremos ir a un plano más allá del individual, si todo ese esfuerzo social en que una amplia masa de sus miembros puede acceder a la educación superior incidió en hacer mejor esa sociedad. La conciencia social no puede cuantificarse.

Pero el problema todavía está aquí: ¿Cómo seleccionar a los futuros universitarios? Para empezar, digamos que evidentemente, más allá de que quienes hemos pasado por la universidad podamos recordar con cariño aquellos años, en última instancia la enseñanza superior es un medio para lograr lo que la presente sociedad requiere: una acreditación profesional. Es decir, lo que se tiene en mente cuando alguien se matricula en una carrera universitaria, es que al final de su período de estudio el o la estudiante saldrá con un grado académico o un título profesional. Las motivaciones para la persecución de ese objetivo, a su vez pueden ser tan altruistas como el ejercicio de una profesión para beneficio de otros seres humanos o de los animales o del medio ambiente, como tan egoístas y simplistas como hacer montones de plata en una profesión que se considere altamente lucrativa. Sin tratar de ser cínico ni tampoco ingenuo, me inclino a pensar que para gran parte de los postulantes el objetivo es más bien sencillo: tener una profesión en la cual puedan encontrar campo laboral, que les dé al menos cierta satisfacción al ejercerla, mientras al mismo tiempo les proporcione medios de subsistencia decentes.

¿Y qué hay envuelto en el aprendizaje de una profesión? Básicamente cuatro elementos: la teoría, la técnica (la parte práctica), las aptitudes naturales y la vocación. Estos son los elementos que habría que tratar de explorar al seleccionar a los futuros universitarios. Puede haber diversas interpretaciones sobre el grado en que cada uno de estos elementos está presente en cada carrera universitaria, pero de alguna manera están presentes en todas ellas. Habrá seguramente cierto consenso en que en carreras como la medicina, teoría y técnica –ambas adquiribles durante su adiestramiento profesional– deben estar en iguales proporciones y para ello aptitudes naturales (el talento para adquirir y retener información, pensamiento analítico y crítico) serán igualmente indispensables, mientras la vocación es el factor más subjetivo, pero a su vez el motor para diferenciar entre quien será un dedicado profesional o un simple mercader de la salud. Por otro lado en carreras como el teatro, la música, las artes visuales, la literatura o el periodismo, las aptitudes naturales son el factor dominante, mientras el adiestramiento universitario puede proveer elementos teóricos y técnicos, pero no de manera exclusiva. En general, aquí talento natural y la vocación serán determinantes, tanto que –como bien sabemos– estas son también profesiones a las que muchos acceden sin haber tenido una formación universitaria.

¿Qué tiene esto que ver con el o los instrumentos para acceder a la enseñanza superior? Mucho: esto nos debería llevar a una propuesta de mecanismos múltiples para determinar la selección a la enseñanza superior. Las notas de los cuatro años de enseñanza media (algunos preferirían sólo de los dos últimos años, lo cual también puede ser) debería ser un factor a ponderar. (En los hechos aquí en la provincia de Quebec, Canadá, se ingresa a la universidad en base a las notas de college, un nivel de educación superior intermedio entre la escuela secundaria y la universidad, que dura un promedio de dos años, pero para evitar distorsiones o diferencias muy marcadas entre notas de un establecimiento y otro, el Ministerio de Educación aplica una fórmula estadística que modifica los promedios de los postulantes en función de factores tales como el promedio general del college en el cual estudiaron).

Sin duda habrá quienes objeten a que las notas de secundaria sean el único factor a considerar y clamarán por tener también un instrumento más objetivo (léase cuantitativo). En este sentido el diseño de una prueba del mismo estilo de la Prueba de Aptitud Académica puede ser lo más adecuado, esto es un instrumento que sólo mida aptitudes naturales, no conocimientos (bueno, en estricto sentido, para responder las preguntas se debe tener algunos conocimientos, pero muy básicos: en lenguaje, un cierto manejo de vocabulario y de lecturas, y en matemáticas limitarse a las cuatro operaciones básicas y geometría también de nivel básico).

Las diversas facultades o escuelas universitarias a su vez podrían aplicar métodos cualitativos de exploración de aptitudes y vocación, ya que el número de postulantes en este caso sería de un número menor, por tanto manejable. Podría ser a través de algún tipo de test exploratorio o, si los números y personal disponible lo permiten, entrevistas personales con los postulantes. En buenas cuentas, un sistema de selección basado en dos variables básicas: notas de enseñanza media y test de aptitudes,  más –en casos discrecionales– algún mecanismo exploratorio de aptitudes y vocaciones de corte cualitativo.

Por supuesto, los problemas extraescolares que en estos momentos afectan a los estudiantes en Chile van a seguir pesando por algún tiempo. Por lo menos hasta cuando no se introduzca un nuevo modelo de sociedad y éste empiece a producir sus frutos. La educación, al fin de cuentas, no hace sino reflejar las condiciones existentes en la sociedad y en eso la sala de clases tiene posibilidades acotadas. Una sociedad que ha reverenciado el mercado y el consumo obviamente genera una educación que busca satisfacer y acomodarse a esas demandas.

El hecho que los estudiantes de hoy levanten su voz contra la PSU, como en los 60 del siglo pasado nosotros lo hicimos contra la prueba de Bachillerato, es sin duda un hito importante en el proceso de transformación política de Chile. Sin embargo, este cuestionamiento tiene que tener también fundamentos sólidos, en el entendido que la meta de seguir una carrera universitaria tampoco es una panacea, ni una suerte de traje que sirve a todas las tallas.  Hay que pensar un nuevo concepto de educación donde otras alternativas deben también ser valoradas: la tantas veces mencionada formación técnica, el adiestramiento en el medio laboral mismo, la formación cultural (más que educacional) continua, son algunas de esas otras posibilidades que deben ofrecerse a los jóvenes e incluso al conjunto de la población.

 

 

Por Sergio Martínez

 



El Clarín de Chile

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