Sí, todos podemos estar de acuerdo en que el mar absorbió 70 por ciento de la explosión!, me anunció un amigo libanés esta semana, con una base científica interesante, aunque dudosa. Como todo en Líbano, su cálculo podría ser correcto. Porque Beirut, como Trípoli –y Haifa, para el caso–, está construida sobre uno de esos antiguos promontorios del este del Mediterráneo. El gran estruendo tal vez abarcó más agua de mar que edificios.

Pero mi conocido –un musulmán sunita, servidor civil de muchos años, lector de libros más que de memorandos– se apresuró a advertir: No veamos esto en términos de la guerra civil. Pero sí, los cristianos recibieron la peor parte porque viven junto al puerto, en el este de la ciudad, maronitas en su mayoría. Los del lado musulmán de Beirut perdieron sus ventanas; los cristianos perdieron la vida.

Pero ni siquiera eso era del todo cierto.

Los que dijeron que entre los muertos hubo libaneses de todos los credos también tenían razón. Hubo musulmanes –sunitas y chiítas entre los bomberos, tenderos y otros–, sin olvidar las docenas de refugiados sirios que podrían sumar la cuarta parte de las bajas. De hecho, los sirios de algún modo quedaron incluidos en la cuota mortal de Líbano. Pero hubo algo un tanto extraño en la forma en que esta tragedia se relató en Occidente.

En Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos –y, según noté, también en Rusia–, la narrativa (palabra que detesto) fue un poco diferente. Nos dicen que los libaneses protestan contra las élites y el gobierno –que han corrompido al país, llevado la economía a la bancarrota, han sido incapaces de proteger a su pueblo– y ahora exigen un nuevo sistema político, democrático, no sectario, incorrupto, etc, etc. Cierto. Lo que todo esto sugiere es que el elemento sectario en la vida libanesa –que permea la política, la economía, la sociedad y (¿me atreveré a usar la palabra?) la cultura del país– se está injertando en la detonación de la semana pasada. Ya es tiempo de que nos demos cuenta de eso antes de que vistamos la nube de hongo como un cuento infantil acerca de malvados políticos ambiciosos –o élites, como ahora oigo que los llaman– y de las calles de Beirut oriental como símbolos de todo el país.




La verdadera historia de esta nación exquisitamente atormentada y brillante, por supuesto, va mucho más allá.

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© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

Fuente: La Jornada



El Clarín de Chile

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