Chile fue considerado por más de dos décadas como el ejemplo de progreso social y económico de América Latina. Brillaba por sus indicadores de superación de la pobreza, modernización de su economía, estabilidad política, indicadores de probidad y fortaleza institucional.
Pero algo sucedió. De pronto sus instituciones dejaron de funcionar con la pulcritud que se indicaba; la ciudadanía se empoderó y comenzó a protestar en contra de los abusos; y comenzaron a emerger signos de transformación social. En octubre de 2019 las cosas se aceleraron abruptamente y del ciclo creciente de protestas que se experimentaban en la última década, se pasó a un estallido social que presionó al sistema político a tomar una decisión histórica: cambiar la Constitución.
Hace doce meses era muy difícil de imaginar lo que ocurrirá este domingo: por primera vez desde la independencia en 1810, la ciudadanía será convocada a definir su destino constitucional.
Existen diversas interpretaciones respecto de lo sucedido en Chile en los últimos meses. Una de las explicaciones tiene que ver con la tesis de la modernización y surgimiento de una nueva clase media que comenzó a realizar mayores demandas en la medida en que iba educándose y subiendo en la escala social. Una interpretación no excluyente señala la fuerte desconexión entre las élites políticas y económicas y la sociedad en su conjunto. La modernización de la sociedad se hizo a costa del esfuerzo individual y aquello implicó altos niveles de endeudamiento familiar, precarización de las fuentes laborales, y un regular o pobre acceso a determinados derechos sociales (pensiones, vivienda, salud, educación).
A lo anterior se suma una historia no menor de abusos y escándalos de las grandes empresas en materia de colusión, casos de corrupción en las fuerzas armadas y la policía, financiamiento ilegal de la política y abuso de poder en distintas reparticiones del Estado. La protesta social fue gradualmente creciendo desde el 2005-2006 y abarcando diversos ámbitos y actores sociales: pueblos indígenas, medioambiente, violencia de género, pensiones, educación de calidad, corrupción, entre otros.
El estallido social del 18 de octubre de 2019 comenzó inicialmente como una protesta de jóvenes estudiantes frente a un alza de pasajes en el transporte público. Pero rápidamente escaló y se transformó en una manifestación social en contra de un modo de vida. El lema que se hizo más popular decía: “no son 30 pesos, son 30 años”, aludiendo a que la protesta no se refería tan solo un alza pequeña del transporte público, sino que a la acumulación de demandas y frustraciones sociales desde el retorno de la democracia.
Luego de un mes de intensas protestas, prácticamente la totalidad de los partidos políticos representados en el Congreso Nacional establecieron un acuerdo para iniciar un proceso constituyente. Fue la respuesta política a las protestas sociales. El acuerdo, que posteriormente fue ratificado por el Poder Legislativo en una reforma constitucional, establecía un itinerario de cuatro etapas:
El acuerdo incluyó una serie de disposiciones para regular el financiamiento electoral de los candidatos y candidatas a la convención, normas para resolver conflictos en la Convención, la aceptación de los Tratados Internacionales firmados por Chile y el hecho que el país es una república democrática.
El escenario de crisis política y social abrió discusiones relevantes propias de otros procesos constituyentes que se han experimentado en la región. La primera y más inmediata discusión se refirió a la posibilidad de abrir oportunidades para que diversos sectores sociales se incluyan en el proceso. Así, luego de una fuerte presión social, el Congreso Nacional aprobó normas para:
Así, el primer desafío democratizador ha sido el abrir el sistema de elecciones para permitir la inclusión de sectores de la sociedad que han estado históricamente subrepresentados en las estructuras de poder. Para ilustrar esto, el 75% de los congresistas son hombres mientras en la sociedad el 52% son mujeres. Por otra parte, solo el 2,5% de los congresistas se autoidentifican como indígenas, cuando en la sociedad la población indígena alcanza al 12,8%. La sociedad quiere verse reflejada en sus representantes (representación descriptiva), y hoy sin duda esa representación está distorsionada por sexo, etnia, y condición socioeconómica y territorial.
El segundo desafío de democratización alude ya no solo a la representación, sino a la participación. Desde el año 2016 la sociedad chilena viene autoorganizándose en espacios locales a través de lo que se denominan “cabildos autoconvocados”. Se trata de microespacios de diálogo y deliberación que se activaron con particular vitalidad a partir del 18 de octubre de 2019. Una vez que sea convocada la Convención, ésta deberá definir mecanismos de participación ciudadana para incluir las propuestas que emerjan desde la sociedad civil.
Todavía no sabemos qué tipo de instrumentos se utilizarán. Tampoco sabemos si la Convención incluirá mecanismos de participación ciudadana verdaderamente incidentes y relevantes para el proceso. El gran desafío de este proceso es que la ciudadanía perciba que su voz es escuchada y atendida por élites que durante muchos años no consideraron la opinión de la gente.
En este sentido, el proceso constituyente chileno abre una oportunidad para redefinir las fronteras de la democracia. Eventualmente, este proceso podría generar una profundización democrática siempre y cuando se establezcan mecanismos efectivos y eficientes de participación, deliberación y decisión ciudadana.
El debate sobre una nueva Constitución, tal cual ha sucedido en otros países, abrirá oportunidades para redefinir ciertos elementos básicos de la convivencia social. En el caso de Chile, los temas más gravitantes se relacionarán con el modo en que se distribuirá el poder (el debate sobre el régimen de gobierno); la redefinición del equilibrio del Estado-mercado en una serie de derechos sociales (pensiones, salud, educación, vivienda); el debate sobre el carácter unitario vs. descentralizado del Estado (desconcentración del poder territorial del centro hacia las regiones); la protección de los recursos naturales incluyendo el agua; y el reconocimiento de los pueblos originarios, tema pendiente en Chile ya por tres décadas.
Como es posible advertir, se trata de cuestiones muy sustantivas que en algunos casos cuestionan el modelo de la Constitución creada por Pinochet en 1980 (en la cuestión Estado-mercado), pero que en otros casos se trata de debates que han acompañado a la república desde su fundación.
El proceso constituyente, en este sentido, será una oportunidad para debatir y redefinir ciertas premisas básicas respecto de las cuales se ha organizado la convivencia en el país.
La gran novedad de esta historia es que mientras en el pasado siempre fueron las élites o los militares los encargados de demarcar lo que éramos (1833, 1825 y 1980), es primera vez en la historia que la ciudadanía chilena tendrá la oportunidad de decir algo.
La versión original de este artículo fue publicada por el Centro de Investigación Periodística (CIPER) de Chile.
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El artículo desconoce el elemento central que impedirá que la voluntad mayoritaria del pueblo pueda elaborar y aprobar efectivamente una Constitución democrática: El fraude -inmodificable por los convencionales electos- del quórum de los dos tercios que vulnera grave y flagrantemente la regla democrática básica de que las decisiones las adopta la mayoría; al hacer equivalente el poder de decisión de 34 con el de 66.