A menudo en los palacios reales del mundo se cambia a la servidumbre, por razones de buen funcionamiento. Si al Rey, cuyos caprichos deben ser satisfechos por tratarse de una divinidad terrenal, se le ocurre cambiar al chambelán, lo destituye, encarcela o manda a cortarle la cabeza. En las monarquías de estas latitudes, no se llega a semejantes excesos. Como vivimos en una democracia andrajosa, los ineptos escapan ilesos.

Así, el pobre chambelán, al ser arrojado de su quehacer por incapaz, aunque no lo sea, nunca va a encontrar trabajo, ni de pastor de borregos. Desde hace semanas los lacayos del palacio, se habían rebelado y se negaban a cumplir su labor. Actitud que inquietaba a la monarquía, pues habían formado un partido político, inspirados en la Revolución Francesa. Ni hablar del cochero de la calesa real, de los palafreneros, orejeros, domésticos y del bufón, encargado de espantarle el esplín a su majestad.

¿Y de donde tanto cotorreo en un país donde hay monarquía disfrazada de república y quien manda es el Rey? En este punto, vamos a suponer que manda. Y si no manda, ¿quién manda? Bien podría tratarse de una venenosa suposición, donde todo es suposición. La pandemia ha provocado en la cúpula empresarial, es decir en las altas autoridades de gobierno, la sensación de vacío. Dicen una cosa y a la mañana siguiente, se desdicen.

Ya un ministro parlanchín, educado en universidades de prestigio, dio hace unos días una charla sobre fútbol, que ni el propio Bielsa habría realizado. ¿Acaso erró su profesión? No es ni será el último. Equivocarse es asunto normal en la vida. Desde hace veinte años en las “elecciones de autoridades del país” —en comillas, pues más parecen selecciones— se ha elegido en su mayoría a una casta de inútiles, que no necesitan demostrarlo. La mediocridad, tampoco.

Este último gabinete, y basta observar los nombres de los actuales sirvientes, se parece a los neumáticos recauchados. Otra pirueta en el vacío, de los saltimbanquis de turno. Artimaña destinada a engatusar a la borregada y darle tranquilidad a la monarquía. Si Su Alteza Real necesitaba ministros para continuar el funeral de su administración, hasta el fin de su mandato, tenía que haber incluido a los renovados. Ahí se encuentran quienes, por ahora, pueden salvar de la hecatombe a su monarquía, de la inminente revolución, que asecha al reinado. Le habrían dado un respiro, meses de gracia, mientras se prepara a viajar rumbo al exilio. Son otros los tiempos y el descontento popular, en este caso la plebe, se manifiesta segundo a segundo, e incluso miembros de la realeza, quieren renunciar a sus títulos, para salvar el pellejo.




Hace unos meses al interior del Palacio se hablaba y discutía. Ahora, con o sin mascarilla, se grita, vuelan las descalificaciones adornadas de insultos, escupitajos y puntapiés por debajo de la mesa. Menudean las pullas, las acusaciones de traición y Su Majestad, en medio de la ensordecedora trifulca, con características de estampida general, se acuerda del día que su papá lo llevó al Club de Equitación a andar a caballo.

En la soledad de su Palacio, ya no se mira al espejo veneciano del salón. Ni siquiera al del baño, pues se afeita de memoria. Teme horrorizarse si comprueba su aspecto exangüe, a causa de noches de insomnio, donde ahora las ojeras le alcanzan los pómulos. Debido a esta realidad, más bien irrealidad, piensa abdicar. Mil veces se lo ha comunicado a su almohada. ¿Se lo permitirán quienes sostienen su reinado? Como aún no terminan de enriquecerse, mientras saquean las arcas reales, le exigen mantenerse en el poder. ¡Majestad, aún nos queda el raspado de la olla! Cuando ocurra la auténtica abdicación y la fecha se empieza a escribir en los muros de la historia, donde siempre se expresa la verdad, no quedará en el granero real, ni un grano de trigo. El plebiscito, donde el apruebo vencerá en forma rotunda, le señalará el camino del adiós.

Por Walter Garib

 



El Clarín de Chile

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