Apenas Sócrates —no el filósofo— vio a aquella mañana a la joven que había citado, se aproximó en silencio. Ella hizo un gesto al percibir la cercanía y por prudencia, mantuvo la tranquilidad.

—Nunca en mi vida, querida muchacha, había observado atributos de tanta belleza.

—¿De verdad le gustan?

—Gustarme, sería nada. Los adoro.

—Me halagan sus palabras.




—Quiero agregar que, al contemplarla de cerca, sus ojos son como luceros de noche. Cuánto misterio encierran.

—Tantos elogios me conmueven.

—Debo expresar que sus pechos anidan la gloria, visión de cuanto deseamos tener a nuestra merced.

—Ah; si hasta me resultan poéticas sus expresiones. Gracias.

—Ni que hablar de sus hombros, donde cada curvatura es invitación a recorrer con la mirada, hasta el cansancio. O si se me permite la audacia, allegar el índice de este admirador de su belleza natural.

—Vaya, vaya, que temeridad veo en usted.

—¿Temeridad? Es franqueza, querida señorita. Jamás había visto reunido tanto esplendor en una sola mujer. Qué decir de su boca dispuesta a endulzar las palabras, el aire que nos rodea.

—Estoy anonada. Créame.

—Es el momento de quitarse la falda y enterarme de cómo son sus piernas, a partir del arranque desde la ingle.

—No podría negarme —y se desembarazó de la prenda.

Sócrates se enfrentó a la visión de algo que colmaba el apetito del sibarita del amor, de quien se rinde tras la belleza de la forma. Aquellas piernas, pródigas en sinuosidades, curvas y sombras, expresaban el delirio de la carne expuesta al deleite. En el vértice, donde se unen o separan los caminos del placer, se observaba a través de las calcillas transparentes, la entrada a la noria cubierta de hebras, donde se aquieta la sed de largas jornadas.

—Usted, señorita, me ha embrujado.

—Perdone, si he procedido con demasiada impertinencia.

—Por el contrario. He observado en usted, la justa disposición a mostrar sus atributos de los que me han hablado mis colegas. Ahora, por favor, quítese el resto de las prendas.

Sin alarde, la chica se sacó la blusa de popelín; enseguida el sostén; los zapatos de taco alto; las medias negras de encaje, y al final, el último cobijo de la feminidad. Atreverse a exhibir la desnudez de musa a cualquiera otra, la habría perturbado. Conocedora de su oficio se mantenía serena, expuesta a las necesidades de Sócrates, quien la observaba en silencio.

—Gracias, señorita. Ahora, debe tenderse en el sofá. Ponga las manos sobre el vientre, como si descansara. Ha llegado el momento de iniciar nuestra sesión de pintura.

 

Por Walter Garib

 



El Clarín de Chile

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