Jamás en la historia de la humanidad, el fin de la existencia del planeta tierra y la especie humana, se hallan tan próximos. Bien podría desencadenarse un cataclismo a causa de una guerra atómica o nuestra civilización, debería sucumbir en los próximos 500 años. O antes, como lo vaticinó el reconocido científico Stephen Hawking. Dijo a la BBC que «el desarrollo de una completa inteligencia artificial (IA) podría traducirse en el fin de la raza humana». Es decir, la tierra quedaría vacía y muerta, sólo habitada por cucarachas, el alimento de los futuros robot.

Debido a semejante diagnóstico de terror, nos consuela observar el comportamiento de cuanto hoy sucede en nuestro planeta. En la primera guerra mundial, murieron 30 millones de personas; y como nada se aprende de las experiencias, en la segunda guerra, murieron 60 millones. Hay una fascinación por matar, que acompaña al hombre, desde cuándo empezó a caminar erguido. ¿Y qué sucedería en la tercera guerra mundial? Se ignora, pues nadie va a sobrevivir para contar los muertos.

Noam Chomsky, lingüista y filósofo norteamericano, manifestó hace unos días, que ve sombrío el futuro de la humanidad, por no decir, que no le ve futuro, y agrega que, nunca antes se vivió el peligro de su extinción. Numerosas personalidades de distintos países, observan en estas palabras, la proximidad del día del Apocalipsis.

Si regresamos a la realidad de hoy, las noticias que nos llegan a diario, nos hacen pensar, cómo la muerte y la destrucción, ocupan un lugar de privilegio. Nuevas guerras, terremotos, cambios climáticos, hambrunas y epidemias asuelan la humanidad. ¿Qué importa si la fiesta continúa?  Veamos unos ejemplos. Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, hizo construir una cárcel modelo, para albergar a 40 mil pandilleros, pertenecientes a la temida banda “Los Maras”. Dijo a los reclusos, en la inauguración del recinto, como si estuviese entregando viviendas populares a familias desamparadas: “Esta será su nueva casa, donde vivirán por décadas”. Su sentido de la ironía debemos reconocerlo. La cárcel, la más moderna de América Latina, se va a convertir en un centro de exacerbada delincuencia, hacinamiento y luchas por dirigir las bandas. Promiscuidad de por medio, lo cual degrada y envilece a la condición humana. ¿Qué importa si se trata de pandilleros, provenientes del lumpen?

Los Maras Salvatruchas, cuyo origen se establece en los Ángeles, Estados Unidos, su influencia se ha expandido a Canadá y México. Sus miembros se dedican a la extorsión, plagio, tráfico de drogas, homicidios y robos. A poco andar, entrarían a fabricar armas, el más lucrativo de los negocios. Los países afectados por su presencia, son Guatemala, El Salvador y Honduras y hubo un momento que, se sospechó de su aparición en Chile.




En vez de construir hospitales, viviendas, colegios y universidades, la tentación por encarcelar, sean opositores al régimen de turno o delincuentes, ha surgido desde siempre en nuestra cultura. Ejercer el pleno uso de la libertad de expresión, siempre ha sido un riesgo. En tanto, las causas de la delincuencia son numerosas, sin embargo, debemos mencionar las más importantes. Pobreza extrema, desempleo, educación restringida o nula; marginalidad social, bajo grado de cultura y entorno familiar negligente.

“¿Y dónde deja usted —me preguntó una poeta que vive en Requínoa— a la delincuencia de cuello y corbata y a los banqueros, que nos estrujan?” Tiene complejidades hablar del tema, estimada amiga, y me voy a referir a él, en otra oportunidad. Repetiré aquí, lo que dijo el escritor Edmundo Moure: “Robarle a un banco es casi un acto de justicia social”. Y a modo de redondear el sarcasmo, agregaré: “Jamás los banqueros se cortan las uñas. Se las afilan”.

¿De acuerdo?

 

Por Walter Garib

 

 

 



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