Si a quien se dedica a escribir, sea novelista, cuentista, poeta o periodista, se le tilda de escribidor o cagatintas, de seguro se va a ofender. Desde luego, están involucrados ambos sexos. Expresar las opiniones en forma verbal o escrita, siempre se encuentran bajo la amenaza de doña censura. Su largo brazo, hace enmudecer hasta quienes se jactan de saber cómo burlarla. Criticar y denunciar es un riesgo latente en una sociedad, inmadura como la nuestra.

Ha de saber usted, que hace algunos años, si en una novela, cuento o artículo periodístico iban a figurar las palabras puta, prostituta o pelandusca, se ponía: p. Así de sencillo. No quedaba en la nebulosa el sentido de la frase, sin embargo, satisfacía al odioso puritanismo de nuestra beata sociedad. ¿Escenas de alcoba? Por ningún motivo. La cama, el sagrado lecho, sólo servía para dormir, nacer y morir. Lo demás, es decir el coito o placer sexual, entraban en la nebulosa.

Sin embargo, las obras de escritores extranjeros, que llegaban al país y escribían en forma desembozada, libertina sobre el sexo y sus complejidades numéricas, seducían a nuestra elite. En los hogares de este privilegiado pelaje y a menudo ocioso, existía la biblioteca destinada al deleite de los caballeros. Autores como el Marqués de Sade, Georges Bataille y Las Mil y una noches, en su versión no expurgada, eran leídos en la intimidad.

En Chile, quienes escribían sobre la miseria de la vida cotidiana en conventillos o bajo los puentes del río Mapocho, a menudo se veían tachados por los editores. Convertidos en odiosos censuradores, pulían y limpiaban los textos de palabras obscenas. Así, entre otras expresiones carnales, como pederasta, cabrón, gigoló y maricón, desaparecían del léxico. Podían figurar en el diccionario, no en la literatura.

Hoy, aunque duela, la censura persiste y se las ingenia en mantenerse activa. Vive la gloria, agazapada en la mente del censor. Desde los diarios, semanarios, TV y otros medios de expresión, controla cuanto se opina. En tal caso, escribir es labor de saber cómo escabullirse; utilizar un lenguaje mentiroso, a menudo donde impera la oscuridad y la utilización de vocablos, por la mayoría desconocidos. Cualquier palabra empleada, puede ser definida como agresión, insulto o racismo, lo cual obliga a quienes escriben o hablan, a medir el lenguaje. Así, utilizamos los eufemismos y en vez de decir culo, hablamos de trasero, en un constante ejercicio mentiroso, destinado a ocultar la verdad. La expresión “situación de calle”, al menos a mí, me enerva. ¿Quién inventó esa frase idiota y siútica, para referirse a quienes ejercen la mendicidad o viven en la calle? Surge entonces la autocensura, donde la veracidad, sufre otro traspié.




El fantasma de la dictadura se mantiene latente en Chile, aunque nos pese y se diga lo contrario. Si en aquella época escribir y criticar a la tiranía, constituía un delito y el riesgo de ser silenciado para siempre, hoy tiene sus matices. Nefasta herencia que involucra a toda nuestra sociedad. Ahí, se sitúa el ejemplo de la periodista de un canal de televisión, que por recurrir a un vocablo familiar, de uso cotidiano en la jerga popular, fue cesada en su trabajo. Dijo paco en vez de carabinero. La censura, como misericordiosa y amada hija de la oligarquía, sabe disfrazarse de bienaventurada y defensora de la moral. Quienes conforman nuestra elite, es decir el pijerío, si quieren referirse a los integrantes de las clases populares, utilizan la expresión: rotos; y si se trata de las mujeres, las califican de chinas. Se olvidaron que sus abuelos inmigrantes, venidos de Asia y Europa, eran vendedores ambulantes. A modo de corolario, podría agregar: si me acusan de escribidor, no me ofendería, pues tienen razón. Vamos de tumbo en tumbo.

 

Por  Walter Garib

 

 

 

 

 



Walter Garib

Escritor

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