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Las ejecuciones de Cañete y la inutilidad histórica de los crímenes de connotación política en Chile

El asesinato de tres carabineros en Cañete ocurre en un complejo escenario. Este tiene como uno de sus protagonistas al General Director de Carabineros, Ricardo Yáñez, que, cosa nunca antes vista, ha presentado todo tipo de recursos para evitar ser imputado y tener que dejar, como indica el sentido común, su alto cargo. Este general ha pasado por encima, de paso, del gobierno y del Presidente de la República en sus intentos de prolongar su mandato a la cabeza de la institución policial.

Otro hito que rodea este crimen es la culpabilidad en diversos delitos decretada contra el líder de la CAM, Héctor Llaitul, en un juicio oral culminado en los días previos al atentado. No obstante, en la ejecución brutal de los tres carabineros no se escucha una defensa de Llaitul ni una reivindicación de su proceder. Por el contrario, se observa una distancia abismal entre el actuar de la CAM -a través de atentados contra actividades de empresas forestales e intentos de ocupación territorial, pero sin planear el asesinato de personas– y la lógica brutal de los asesinos de los suboficiales Carlos Cisternas, Sergio Arévalo y Misael Vidal.

Pero es evidente que el conflicto mapuche está presente como trasfondo. A los que siguen pretendiendo negar su magnitud histórica, cabe recomendarles la lectura de las memorias de José Miguel Varela, en Un veterano de tres guerras, que nos recuerda la brutal ocupación de los territorios mapuche en el siglo XIX, llevada a cabo a sangre y fuego. Esta culminó en 1883, luego de la instalación de fuertes, que luego se transformaron en ciudades, a partir de los cuales  imperó literalmente un far west que está bien caracterizado en el testimonio de Varela como jefe de la Comisión Repartidora de Tierras, designado por el presidente José Manuel Balmaceda. Ese texto nos recuerda que, al hacer una denuncia sobre las irregularidades en la distribución de tierras que afectaron a familias conocidas de la zona -Mc Kay, Jarpa, Benavente, De la Maza, Alarcón, Ríos, Bunster y Anguita-, Varela fue sorpresivamente atacado con disparos en un camino por un piquete de sujetos con los rostros cubiertos, salvando su vida por milagro. Pero eso no fue todo: cuando entregó tierras con riego al lonco Domingo Coñuepan, se le vino el infierno y fue de nuevo atacado en su propia oficina por hacendados, quienes, además de recordarle que eso le costaría la cabeza, le reprochaban que estuviera “favoreciendo a un puñado de indios flojos, borrachos y asesinos, en perjuicio de agricultores pujantes y honrados”. Esa tensión entre hacendados y mapuches se mantuvo latente a lo largo de un siglo y volvió a hacerse evidente con los grandes procesos de transformaciones que afectaron al campo a partir de los años sesenta del siglo XX, en particular durante el gobierno de Allende, donde se despertó un león dormido: el pueblo mapuche que pidió ser actor de esas transformaciones mediante “las corridas de cerco” y “las recuperaciones de tierra”, iniciándose con el Cautinazo. No está demás recordar que la venganza de hacendados, carabineros y militares contra el mundo de “los cholos” fue brutal en la dictadura. De las 67 víctimas del campo en la región, 56 de ellas pertenecían a la etnia mapuche, contabilizándose entre ellos 32 detenidos desaparecidos y 24 ejecutados políticos. En algunos casos, alcanzaron núcleos familiares completos, como los Ramos Huaina en Melipeuco, los Coipihueque en Villarrica, los hermanos Yaufulem Mañil de Lautaro, entre otros.

Los acuerdos logrados por los equipos del presidente Aylwin con las comunidades mapuches en 1989 se tradujeron en la formación del Fondo de Tierras y Aguas y la redistribución de una porción de las tierras ancestrales a algunas comunidades. Pero el empecinamiento de la derecha en impedir el reconocimiento de los pueblos originarios y sus derechos colectivos en la constitución y la persistencia de la exclusión social y de formas variadas de discriminación, fue radicalizando a una parte de las nuevas generaciones de mapuche, que entre tanto accedían a la educación superior y a un conocimiento más vasto de su propia historia de resistencia.

Esa radicalización culminó en un cortocircuito con el nuevo gobierno de Gabriel Boric. Incluso en agosto de 2022, el notable historiador del pueblo mapuche, José Bengoa, en el contexto del plebiscito de salida del 4 de septiembre, llamó a la Coordinadora Arauco Malleco (CAM) a suscribir una tregua de 30 días en que suspendan las acciones directas. Esta «tregua» no es ni con el gobierno, ni con el Estado, es con nosotros, con el Pueblo de Chile y los mapuches que tienen otras posiciones”. La respuesta de la CAM al autor de Historia del Pueblo Mapuche fue brutal. Lo acusaron de “posicionarse académicamente” a costas del estudio de “la cultura mapuche”, mientras la misiva de respuesta de la organización liderada por Héctor Llaitul agregó que “debe ser que conoce solo la parte de la historia mapuche que le es útil para remodelar el multiculturalismo chileno y que resulta funcional al poder dominante. Su propuesta lo ubica en la típica posición del colonizador hablándole al colonizado, intentando mostrarnos el camino correcto en este escenario”. Ya asomaba el conflicto entre el propio grupo de Héctor Llaitul y grupos más jóvenes y más violentos, en una espiral de radicalidad.

Lo de los ejecutores de los tres suboficiales de Cañete se parece más al clásico libro del historiador británico Eric Hobsbawn, Rebeldes primitivos,  que evidencia  prácticas de bandoleros y rebeldes en el mundo rural, más que la referencia a grupos descolgados de la ultraizquierda más clásica, como ha ocurrido en nuestro siglo XX. Seguramente se mezcla la injerencia o influencia de grupos armados extranjeros tipo FARC, lo que incluye la práctica del tráfico de drogas para financiarse, además del criollo robo de madera en complicidad con empresarios inescrupulosos. Todo esto instala la lógica del “todo vale”, que se evidenció en la situación de Emilio Berkhoff, activista integrado a la insurgencia mapuche y detenido y condenado por intentar trasladar cocaína desde Coquimbo a Concepción.

Como otras “ejecuciones” en nuestra historia, el reciente crimen tiene un efecto regresivo-autoritario y ayuda a posponer la agenda social en nombre del control del orden. Ha producido un profundo rechazo en la sociedad chilena, dada su bestialidad, su falta de sentido y la nula empatía con los carabineros de a pie que sufren los rigores del modelo de exclusión social, como el resto de la población, poniendo de manifiesto, además, su absoluta torpeza al dar un pretexto adicional a las maniobras de perpetuación del general Yáñez.  Ya le había tomado el pulso al gobierno de Gabriel Boric y su carácter dubitativo, sacando siempre ventajas. A su vez, los medios dominantes han reafirmado su intencional construcción de una agenda omnipresente de seguridad, por supuesto no inocente, pese a que el delito de homicidio decreció en Chile en 2023. Este nuevo hecho agrega a la sensación de inseguridad alentada por esos mismos medios, mientras la derecha ha sacado nuevamente la voz pidiendo no solo la confirmación del general Yáñez sino también otorgar urgencia a su propio proyecto que “concede amnistía a los miembros de las fuerzas armadas y de orden y seguridad pública, por hechos acaecidos en el contexto del denominado ‘estallido social’”.

Por de pronto, además de que el propio gobierno ha reafirmado la continuidad del general Yáñez, la audiencia que daría lugar a su imputación el martes 7 de mayo posiblemente se va a posponer, a petición del Fiscal Nacional Valencia y del fiscal Armendáriz, a cargo de la persecución de los delitos cometidos por los altos oficiales de Carabineros en octubre de 2019 y meses posteriores.

Los crímenes de connotación política han costado  a Chile sangre, sudor y lágrimas y han tenido un efecto letal sobre la agenda progresista. El 8 de junio de 1971, en pleno auge del gobierno de la Unidad Popular que mostraba, hasta entonces, buenas cifras de desempeño económico y cuyo programa contaba con el apoyo de una buena parte de la democracia cristiana, solo a un mes de celebrar la nacionalización del cobre con el apoyo transversal del parlamento, fue asesinado el ex ministro del Interior de Eduardo Frei Montalva, Edmundo Pérez Zujovic,  por una facción escindida del MIR y otros grupos, la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP), que lideraban los hermanos Rivera Calderón. Un texto como “Secretos de última línea”, de Hernán Coloma, asocia el crimen a una intervención digitada desde la CIA. En todo caso, según testigos y protagonistas de la época, la ejecución de Pérez Zujovic dañó profundamente la línea de flotación de la administración Allende y alejó cualquier posibilidad de un entendimiento de más largo plazo entre la coalición oficialista y la Democracia Cristiana. Se fortaleció la línea freísta, que desde el triunfo de Allende se había mostrado contraria al proceso allendista, al punto de exigirle un estatuto de garantías constitucionales, no visto hasta entonces en nuestra historia política, el que no se exigió a Alessandri, como condición para otorgar su confianza en el congreso chileno. Protagonistas de esa historia, como Carlos Altamirano y Luis Corvalán, señalaron en sus memorias que esa tragedia arrojó a la DC a la deriva golpista que tan cara le resultaría luego a la izquierda chilena.

Más adelante, se preveía que el de 1986 sería el “año decisivo” para un sector de la oposición a Pinochet. Cursaba mi segundo año de pregrado en Universidad de Talca, y era, como muchos pobladores y estudiantes chilenos, protagonista de las protestas y actos civiles contra la dictadura. El 2-3 de julio fue una jornada masiva de protestas pero también de una brutalidad del régimen que ya se había explicitado en la ejecución en mayo de ese año del estudiante Ronald Wood. La protesta que convocó la asamblea de la civilidad logró paralizar en buena parte el país, aunque dejó decenas de víctimas, dos de ellas emblemáticas: Rodrigo Rojas de Negri y Carmen Gloria Quintana, quemados por una patrulla militar. El primero falleció a los pocos días y la segunda pudo sobrevivir, aunque con secuelas permanentes, transformándose en un emblema de los derechos humanos.

La dictadura, pese a la protesta generalizada, pudo aún sostenerse gracias al uso indiscriminado de la fuerza. Venía enseguida el emblemático mes de septiembre y ya el día 4 hubo protestas masivas, pero no de la intensidad de la anterior y ya con una oposición dividida. Mientras nos preparábamos para enfrentar nuestra segunda elección de federación, nos enteramos un domingo tarde, el 7 de septiembre, del intento de tiranicidio. Sin teléfonos, sin redes sociales, con una TV manipulada por el régimen, estábamos dubitativos ante lo que anunciaba radio Cooperativa. Con los días nos fuimos enterando de la veracidad del hecho y de algunas de sus aristas, como las cinco víctimas escoltas de Pinochet que fueron cobradas por la tiranía esa misma noche con las ejecuciones de opositores al régimen, entre ellos, el periodista Pepe Carrasco.

El intento de ejecución de Pinochet por parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), autorizado por el PC, quebró a la oposición y aisló por décadas a ése partido, e incluso terminó por dividir al FPMR, iniciando la facción militarista una serie de maniobras aventureras que terminaron por diezmar a esa organización y cobraron la vida de liderazgos jóvenes con sueños nobles pero que equivocaron el camino. Tuvimos la transición que tuvimos y que, con altos y bajos, sigue planteándonos desafíos aún pendientes.

Luego, en abril de 1991, el gobierno de Patricio Aylwin había dado a conocer el famoso informe de la Comisión Rettig, un primer intento por establecer la verdad respecto a los crímenes cometidos por la dictadura de Pinochet. En aquella ocasión, el presidente, con lágrimas en sus ojos, pidió perdón a nombre del Estado chileno a las víctimas de las violaciones a los derechos humanos.

La comisión, como se sabe, enarboló un conjunto de recomendaciones con el propósito de establecer iniciativas de reparación moral y material para las familias de los que perdieron la vida, a la vez que dictar medidas legales y administrativas que impidiesen la repetición de esos hechos y ayudaran a su prevención.

Pinochet, quien continuaba como comandante en jefe del Ejército, ya había desafiado al gobierno de Aylwin con el “ejercicio de enlace” en diciembre de 1990. Su entorno, y la derecha, cuestionaron los alcances y el carácter del informe, pero había un contexto adverso a los partidarios de aquel régimen: el descubrimiento permanente de osamentas que reiteraban, una y otra vez, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos cometidas bajo su responsabilidad.

Pero vino un regalo brutal a las aspiraciones de quienes no querían que se estableciera la verdad, la justicia y la reparación. El asesinato del senador Jaime Guzmán dio vuelta la agenda política y se dificultó durante años lograr grados suficientes de justicia.

No soy de aquellos que han bebido de mitologías en torno al pueblo mapuche. Incluso soy de los que no pasa por alto los resultados electorales, entre otros los de los dos últimos plebiscitos, para darse cuenta que, en una cierta proporción, abuelos, tíos y padres de los que pudieran estar involucrados en actos contemporáneos de violencia y, tal vez, en las ejecuciones de los suboficiales de Carabineros en Cañete, votan por la derecha por las rémoras de una lógica de subordinación que resultó de la derrota y expoliación del siglo XIX, en Chile y en Argentina, y la relación posterior de sobrevivencia con hacendados y oligarquías territoriales.

Cabe resaltar, primero, la inutilidad de la violencia como arma política en nuestra historia reciente para producir transformaciones sociales y económicas en beneficio de los más vulnerables, entre ellos el pueblo mapuche. Y, segundo, llamar la atención respecto a que, nos guste o no, este es un conflicto no resuelto por nuestra sociedad y nuestra institucionalidad y que, cada cierto tiempo, se repite con una extrema violencia que cobra nuevas víctimas. Puede ser sumergido por un tiempo, pero luego vuelve a reaparecer con mayor brutalidad. O las partes interesadas se toman, esta vez, en serio el problema, como no lo hemos hecho nunca, o seguiremos acostumbrándonos a la reiteración periódica de actos de barbarie, como el del fin de semana o los ocurridos a lo largo de nuestra historia y que, dicho sea de paso, han tenido como víctimas más numerosas a personas mapuche.

Si el conflicto histórico no se asume, habrá que reafirmar la tesis sobre un país que tiene una vocación irreprimible para repetir el uso sistemático de la violencia, aunque la autopercepción sea distinta.

 

Edison Ortiz

 

 

El Clarín de Chile

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