Al menos 37 migrantes subsaharianos murieron en el intento de cruzar la valla que divide a Marruecos de la ciudad autónoma de Melilla, pero la cifra podría incrementarse en las próximas horas debido a que 35 personas más se encontraban heridas de gravedad. De acuerdo con las autoridades españolas, al menos 2 mil personas participaron en la desesperada tentativa de alcanzar suelo europeo en este enclave hispánico en el norte de África; la mayoría de ellas fueron contenidas por gendarmes marroquíes, alrededor de 500 alcanzaron la cerca y 133 lograron franquear la frontera, todas las cuales fueron detenidas por agentes de la Guardia Civil.

El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, calificó los hechos como un “asalto violento y organizado por mafias” que constituye “un ataque a la integridad territorial de su país”, y afirmó que el operativo de contención fue “un extraordinario trabajo por parte de las fuerzas y cuerpos de la seguridad del Estado español y de los de Marruecos”. Posteriormente, reiteró que su primera reacción ante la tragedia consistió en “mostrar su solidaridad y reivindicar el trabajo que hicieron las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado”, así como en reconocer la colaboración de la gendarmería marroquí en la neutralización del “ataque”.

La postura de La Moncloa resulta incomprensible, cuando hay imágenes que documentan la inhumana brutalidad con que la gendarmería de Rabat arremete contra los buscadores de refugio: en un video se observa cómo, sucesivamente, se lanzan gases lacrimógenos para hacerlos caer de la valla (la cual tiene una altura de entre seis y 10 metros), se les dispara con balas de goma cuando ya se encuentran en el suelo, y se les propinan golpizas; otra filmación recoge el momento en que dos agentes lanzan piedras contra un migrante que permanece aferrado a la cerca para obligarlo a descender, y después lo llevan a empujones y golpes a donde ya se amontonaban otras personas detenidas previamente. De acuerdo con organizaciones no gubernamentales que operan sobre el terreno, a los detenidos se les negó cualquier atención médica por horas.

Pero la violencia desmesurada no es exclusiva de las fuerzas de Marruecos, cuyo régimen es bien conocido por su talante autoritario. En marzo pasado, la cadena de televisión RTVE difundió una grabación en la que agentes españoles rodean y golpean con sus toletes a un joven que cayó de la cerca, y días antes se había dado a conocer otro video donde se muestra a uniformados pateando en el suelo a dos muchachos que intentaban huir.

En este contexto, las palabras del mandatario dan cuenta de un discurso maniqueo que pretende convertir la necesidad de millones de personas que huyen del hambre, la guerra, el crimen, la persecución política y la falta de oportunidades en una amenaza para la “integridad territorial” de las naciones ricas, narrativa articulada con la finalidad de eludir sus responsabilidades humanitarias y el cumplimiento de los derechos humanos. Asimismo, el contraste de la actitud de los líderes y algunos sectores de las sociedades occidentales frente a los migrantes provenientes de África, Asia y Medio Oriente con la que mantienen hacia los refugiados ucranios deja traslucir que sus posturas están salpicadas de una enorme hipocresía y no poco racismo.




Además de merecer una firme condena de la comunidad internacional y los organismos de derechos humanos, episodios como éste terminan por borrar cualquier rastro de autoridad moral en la pretensión de las naciones ricas por dictar al resto del mundo la manera en que deben proteger las garantías individuales de sus ciudadanos.

 

Editorial de La Jornada



El Clarín de Chile

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