
Del estallido social al nacional libertarismo: la paradoja de una fuga política
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La crisis que sacude al Partido Nacional Libertario (PNL) tras la carta de setenta militantes contra la inscripción de candidaturas vinculadas al estallido social no es solo un episodio interno de disputas partidarias. Es también un síntoma de la mutación política que ha experimentado parte del país desde 2019 hasta hoy: de la revuelta callejera que puso en jaque a la elite gobernante a la irrupción de fuerzas de extrema derecha que, paradójicamente, reclutan entre los desencantados de aquella misma movilización.
En la carta dirigida a Johannes Kaiser, diputado y candidato presidencial, los militantes denuncian que se han validado postulaciones de personas que hace pocos años apoyaban la protesta masiva contra la desigualdad, la vandalización de símbolos patrios o causas feministas y LGBT. El cuestionamiento es claro: ¿cómo es posible que quienes se identificaban con el estallido social sean hoy rostros de un partido que se define por su rechazo absoluto a esa experiencia?
El estallido sin dueños
El punto de partida para entender este fenómeno es que el estallido social de 2019 no estuvo nunca vinculado a un partido político. Ni la izquierda institucional ni las organizaciones sociales lograron canalizar aquella movilización que paralizó ciudades, sacudió la institucionalidad y abrió un proceso constituyente. Fue una explosión heterogénea, sin conducción ni programa, en la que convivieron demandas sociales históricas con expresiones insurreccionales contra la policía y el Estado.
Ese carácter autónomo fue su fortaleza inicial, pero también su talón de Aquiles. Con el paso de los años, los colectivos y liderazgos que emergieron en medio de la protesta se diluyeron hasta casi desaparecer. Los grupos más activos se fragmentaron, y quienes enarbolaron un discurso radical terminaron replegados, absorbidos por dinámicas locales o por la rutina de la sobrevivencia económica.
El vacío que dejó esa retirada lo ocuparon otros actores. Mientras la izquierda institucional se hundió en sus propias disputas internas, la derecha radical avanzó ofreciendo un relato claro: orden, restauración y un enemigo común —la política tradicional— que coincide con el mismo adversario que identificaban muchos en las calles de 2019.
El desencanto como combustible
Es aquí donde se produce la paradoja. El nacional libertarismo, un movimiento que reivindica la tradición autoritaria y rechaza de plano las demandas del estallido, se alimenta hoy del mismo caldo de cultivo que dio vida a esa revuelta. Lo hace apelando a los desencantados: jóvenes que se volcaron a la protesta y no vieron resultados; trabajadores que se ilusionaron con un cambio constitucional y luego presenciaron su fracaso; votantes que perciben que la clase política continúa girando en torno a sí misma, indiferente al malestar social.
Para estos sectores, pasar de un extremo a otro —de la radicalidad callejera a la ultraderecha— no es necesariamente una contradicción. Es, en el fondo, otra manera de ir contra el establishment político. Lo que ayer se expresó en cacerolas, barricadas y marchas multitudinarias, hoy se expresa en el apoyo a un partido que promete arrasar con la “casta” política desde la derecha más dura.
El PNL recoge así un resentimiento difuso, un rechazo transversal a la elite, y lo convierte en fuerza electoral. Lo hace bajo un discurso restaurador, pero con el mismo combustible que movilizó la revuelta: la desafección con el sistema.
La fragilidad de los proyectos
La crisis actual del PNL muestra los límites de esa estrategia. El ingreso de candidaturas con pasado en el estallido social ha generado un quiebre entre quienes buscan coherencia ideológica y quienes priorizan sumar músculo electoral. Para la militancia más doctrinaria, permitir que antiguos simpatizantes de la revuelta ocupen cupos parlamentarios es una traición al ideario fundacional. Para otros, en cambio, es una oportunidad de ampliar la base política con quienes, aunque provengan de un origen distinto, comparten hoy el mismo rechazo al orden vigente.
Lo que está en disputa no es solo una nómina electoral, sino el rumbo de un partido que intenta consolidarse en medio de la fragilidad general del sistema político chileno. La extrema derecha quiere capitalizar el desencanto, pero en su intento corre el riesgo de diluir su propio discurso.
De la revuelta a la reacción
El caso del PNL es ilustrativo de cómo la política chilena ha entrado en un ciclo donde las fronteras ideológicas se vuelven difusas. La revuelta que parecía abrir una oportunidad para la izquierda terminó dejando a muchos de sus protagonistas sin espacio ni representación. Y esos mismos actores, desplazados o frustrados, encuentran hoy en la extrema derecha un vehículo alternativo para su rabia y su distancia con la elite.
El tránsito del estallido social al nacional libertarismo no es un simple error de casting partidario. Es la muestra de que el malestar social en Chile sigue latente, dispuesto a ser capturado por proyectos políticos de signo opuesto, siempre que prometan combatir al establishment. Y esa es, quizá, la verdadera paradoja de nuestra época: que la revuelta insurreccional más grande desde la dictadura pueda terminar siendo alimento para la derecha más radical.
Simón del Valle
Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín






Serafín Rodríguez says:
Lo cierto es que entre un gobierno administrado por la derecha reaccionaria y uno administrado por la seudo-izquierda —la otra derecha según «El grito de Aguiló» del 2002, el cual eventualmente terminó en chillido—, las diferencias son realmente menores a estas alturas. Y así es como vamos, con el país de tumbo en tumbo, de un lado pa’l otro!