
Sudán: la guerra que el mundo decidió olvidar
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Mientras las cámaras del mundo se enfocan en otros conflictos más mediáticos, Sudán se desangra en silencio. El último informe de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, publicado en septiembre de 2025, revela una intensificación brutal del conflicto armado en el país africano, con cifras que deberían sacudir la conciencia internacional. Pero no lo hacen. La guerra en Sudán se ha convertido en una tragedia invisibilizada, sostenida por la indiferencia global y la impunidad local.
Entre enero y junio de 2025, al menos 3.384 civiles fueron asesinados, principalmente en Darfur, Kordofán y Jartum. Esta cifra representa casi el 80 % de todas las víctimas civiles registradas en 2024, lo que sugiere una aceleración del conflicto y una profundización de sus consecuencias. El informe advierte que el número real de víctimas podría ser mucho mayor, dada la dificultad de acceso a ciertas zonas y la sistemática destrucción de pruebas.
La mayoría de las muertes (2.398) ocurrieron durante enfrentamientos armados en zonas densamente pobladas, donde las Fuerzas Armadas Sudanesas (FAS) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR) han desplegado artillería pesada, drones y ataques aéreos sin distinción entre combatientes y civiles. En abril, una ofensiva de las FAR en El Fasher y otras zonas de Darfur del Norte dejó al menos 527 muertos, incluyendo más de 270 personas en los campamentos de desplazados de Zamzam y Abu Shouk. En marzo, los bombardeos de las FAS en el mercado de Tora causaron la muerte de al menos 350 civiles, entre ellos 13 miembros de una misma familia.
Pero más allá de los enfrentamientos, el informe documenta un fenómeno aún más perturbador: la ejecución sumaria de al menos 990 civiles fuera de combate. Entre febrero y abril, estas ejecuciones se triplicaron, en gran parte como represalia tras la recuperación de territorios por parte de las FAS. En Jartum, niños de apenas 14 años fueron ejecutados por presunta afiliación a las FAR. Un video obtenido por la ONU muestra a combatientes de las FAR ejecutando a 30 hombres vestidos de civil en Al Salha, Omdurmán, algunos de los cuales parecían ser menores de edad.
Estas prácticas, lejos de ser excepciones, configuran patrones sistemáticos de violencia que podrían constituir crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. La violencia sexual, por ejemplo, aparece como una herramienta de guerra recurrente. El informe denuncia violaciones, esclavitud sexual y matrimonios forzados en el marco de ataques más amplios que incluyen otras violaciones graves de derechos humanos. La etnización del conflicto, alimentada por discursos de odio y desigualdades históricas, ha exacerbado las represalias contra comunidades específicas, como los zaghawa, fur, masalit y tunjur.
La dimensión humanitaria del conflicto es igualmente devastadora. Sudán enfrenta la mayor crisis humanitaria del mundo: 24,6 millones de personas sufren inseguridad alimentaria aguda, 19 millones carecen de acceso a agua potable y saneamiento, y el cólera se propaga sin control. En este contexto, los ataques contra bienes civiles no cesan. Hospitales, mercados, fuentes de agua y convoyes humanitarios han sido blanco de ataques deliberados. Treinta trabajadores humanitarios y sanitarios fueron asesinados en seis meses, algunos en ataques selectivos.
La represión no se limita al campo de batalla. El informe documenta detenciones arbitrarias generalizadas, muchas de ellas basadas en perfiles étnicos o acusaciones de colaboración con el enemigo. Figuras de la sociedad civil, voluntarios humanitarios locales y periodistas han sido objeto de persecución. Al menos siete trabajadores de medios fueron asesinados en el primer semestre de 2025, en lo que parece ser una estrategia para silenciar cualquier relato alternativo al discurso oficial.
Volker Türk, Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, no escatima palabras: “El conflicto de Sudán está olvidado, y espero que el informe de mi Oficina ponga de relieve esta desastrosa situación en la que se están cometiendo crímenes atroces, incluidos crímenes de guerra”. Su llamado a la rendición de cuentas y a la acción internacional urgente resuena como una advertencia: sin presión diplomática, sin justicia, sin ayuda humanitaria efectiva, Sudán se hunde en una espiral de violencia impune.
Pero ¿por qué Sudán ha sido relegado al olvido? La respuesta no es sencilla. En parte, se debe a la saturación informativa de otros conflictos más cercanos a los intereses geopolíticos de las potencias occidentales. También influye la complejidad del conflicto sudanés, que no se ajusta fácilmente a los esquemas narrativos de “buenos” y “malos” que dominan el discurso mediático. La fragmentación de los actores armados, la multiplicidad de agendas y la ausencia de una solución política clara dificultan la movilización internacional.
Además, Sudán no representa un interés estratégico inmediato para las grandes potencias. Su riqueza mineral, su ubicación geográfica y su historia de intervenciones fallidas han generado una fatiga diplomática que se traduce en indiferencia. Las sanciones internacionales, cuando existen, son insuficientes y mal dirigidas. La ayuda humanitaria, por su parte, enfrenta obstáculos logísticos y políticos que impiden su distribución efectiva.
En este contexto, la impunidad se convierte en norma. Los responsables de crímenes atroces siguen operando con libertad, mientras las víctimas son enterradas sin justicia. La comunidad internacional, atrapada entre la parálisis y la complicidad, observa desde lejos cómo se desmorona un país que alguna vez fue símbolo de resistencia panafricana.
La guerra en Sudán no es solo una tragedia nacional. Es un espejo de las fallas estructurales del sistema internacional de protección de derechos humanos. Es la prueba de que, sin voluntad política, los principios del derecho internacional se convierten en letra muerta. Es, en última instancia, una advertencia: cuando el mundo decide olvidar, las consecuencias son irreparables.





