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OIT: el fracaso del contrato social global

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Treinta años después de la Cumbre de Copenhague, que proclamó la justicia social como piedra angular del desarrollo humano, el mundo se enfrenta a una contradicción inquietante. Las estadísticas globales muestran avances innegables: la pobreza extrema ha descendido del 39 % al 10 %, el trabajo infantil se ha reducido a la mitad, y más de la mitad de la población mundial cuenta con algún tipo de protección social. Sin embargo, detrás de esta fachada de progreso, persisten desigualdades estructurales que no solo resisten al cambio, sino que se consolidan en nuevas formas.

El informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), La situación de la justicia social: progresos en curso, publicado en vísperas de la Segunda Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social en Doha, ofrece una radiografía inquietante del estado actual del mundo. Aunque más educado, más sano y más conectado que nunca, el planeta sigue atrapado en un modelo de desarrollo que excluye sistemáticamente a millones de personas del acceso a la dignidad, a las oportunidades y al reconocimiento.

El peso del origen: desigualdad desde el nacimiento

Uno de los datos más reveladores del informe es que el 71 % del ingreso de una persona está determinado por factores de nacimiento: el país, el género, el entorno familiar. En otras palabras, la movilidad social sigue siendo una ilusión para la mayoría. Nacer en un país del Sur global, ser mujer o pertenecer a una familia sin recursos continúa siendo una condena silenciosa que limita el acceso a la educación, al empleo formal, a la salud y a la participación política.

Este dato no solo cuestiona la narrativa meritocrática dominante, sino que revela una arquitectura global profundamente injusta. Las políticas redistributivas, cuando existen, son insuficientes para contrarrestar las fuerzas estructurales que perpetúan la desigualdad. El sistema económico global, basado en la competencia y la acumulación, sigue premiando el privilegio y castigando la vulnerabilidad.




Informalidad y precariedad: el rostro oculto del trabajo

La informalidad laboral afecta al 58 % de los trabajadores en el mundo. En dos décadas, esta cifra apenas ha disminuido dos puntos. Esto significa que más de 2 000 millones de personas trabajan sin contrato, sin seguridad social, sin derechos laborales. La informalidad no es un fenómeno marginal, sino la forma dominante de inserción laboral en muchas economías del Sur global, y cada vez más en sectores periféricos del Norte.

La precariedad no solo se traduce en bajos ingresos, sino en inseguridad vital: sin pensión, sin cobertura médica, sin posibilidad de planificar el futuro. La informalidad perpetúa la pobreza, debilita la capacidad de los Estados para financiar políticas públicas y erosiona el tejido social. Es, en muchos sentidos, la expresión más cruda de la desigualdad estructural.

La brecha de género: una deuda histórica

La desigualdad de género sigue siendo una constante. La brecha de participación laboral entre hombres y mujeres se ha reducido apenas tres puntos desde 2005, situándose en el 24 %. En términos salariales, la brecha permanece estancada, y al ritmo actual, se necesitaría un siglo para cerrarla. Las mujeres siguen enfrentando barreras estructurales en el acceso al empleo formal, a la promoción profesional y a la conciliación entre vida personal y trabajo.

Además, están sobrerrepresentadas en los sectores más precarizados: trabajo doméstico, cuidados no remunerados, comercio informal. Esta distribución desigual del trabajo refuerza la dependencia económica, limita la autonomía y perpetúa estereotipos que obstaculizan el cambio cultural. La igualdad de género, lejos de ser una realidad, sigue siendo una promesa incumplida.

La erosión del contrato social: entre la frustración y el desencanto

Desde 1982, la confianza en las instituciones ha caído de forma sostenida en todo el mundo. Esta erosión refleja una frustración creciente ante la falta de reconocimiento justo del esfuerzo individual y colectivo. La percepción de que “el sistema está amañado” alimenta el desencanto, la polarización y el rechazo de las formas tradicionales de representación.

La OIT advierte que, si no se refuerza el contrato social —ese pacto implícito entre ciudadanos, instituciones y actores económicos—, la legitimidad de los sistemas democráticos podría verse comprometida. En un contexto de crisis climática, transformación digital y envejecimiento poblacional, la cooperación internacional y la gobernanza inclusiva son más necesarias que nunca. Pero sin confianza no hay diálogo; sin diálogo no hay pacto; sin pacto no hay democracia.

Transiciones que excluyen: el riesgo de un futuro desigual

El mundo atraviesa tres grandes transiciones simultáneas: ambiental, digital y demográfica. Cada una de ellas plantea desafíos estructurales que, sin políticas deliberadas, podrían profundizar las desigualdades existentes.

  • Transición ambiental: La lucha contra el cambio climático exige una reestructuración profunda de sectores como la energía, el transporte y la agricultura. Sin medidas de acompañamiento, millones de trabajadores podrían perder sus empleos o quedar atrapados en sectores en declive.
  • Transición digital: La automatización y la inteligencia artificial están transformando el mercado laboral. Los empleos rutinarios y de baja cualificación son los más vulnerables, mientras que los nuevos empleos requieren habilidades técnicas que no están al alcance de todos.
  • Transición demográfica: El envejecimiento de la población en muchas regiones plantea desafíos para los sistemas de pensiones, salud y cuidados. En otras regiones, el crecimiento demográfico exige una expansión masiva de servicios básicos y oportunidades laborales.

Estas transiciones no son neutras. Si se gestionan con políticas activas —como inversión en capacidades, protección social universal, sistemas salariales justos y diálogo social— pueden convertirse en motores de inclusión. Pero si se dejan al libre juego del mercado, podrían consolidar un modelo de desarrollo excluyente.

Justicia social como brújula política

El informe de la OIT propone una hoja de ruta para situar la justicia social en el centro de todas las políticas públicas: desde la fiscalidad y la política industrial hasta la salud y el cambio climático. Esto implica repensar el modelo económico dominante, que ha privilegiado la eficiencia sobre la equidad, y reconstruir las bases de un contrato social inclusivo.

La justicia social no es solo un imperativo moral, como subraya Gilbert F. Houngbo, Director General de la OIT. Es una condición para la seguridad económica, la paz social y la sostenibilidad democrática. En sus palabras: “El mundo ha progresado de manera innegable, pero no podemos ignorar que millones de personas siguen excluidas de la oportunidad y de la dignidad en el trabajo.”

¿Una coalición global por la equidad?

Las conclusiones del informe alimentarán los debates de la próxima Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social en Doha. Allí, la Coalición Mundial por la Justicia Social —una plataforma liderada por la OIT que reúne a gobiernos, empleadores, sindicatos y otros actores— buscará acelerar la acción y la cooperación hacia sociedades más justas e inclusivas.

Pero el desafío es inmenso. Requiere voluntad política, movilización social y una visión de largo plazo. Requiere reconocer que el progreso no puede medirse solo en términos de crecimiento económico, sino en la capacidad de garantizar derechos, dignidad y oportunidades para todos.

En un mundo más rico, más educado y más conectado que nunca, la persistencia de las desigualdades es una anomalía histórica. Superarla no será fácil, pero es posible. Y sobre todo, es urgente.



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Elena Rusca

Periodista, corresponsal en Ginebra

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