
Claudio Fuentes: “La obsesión por más seguridad puede terminar debilitando la democracia”
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En Los temores de la calle, el académico de la UDP analiza cómo el miedo se volvió un eje estructurante de la vida cotidiana y de la política chilena. Advierte que las respuestas maximalistas —militarización, mano dura, restricciones de libertades— no solo son ineficaces, sino que pueden abrir la puerta a mayor corrupción, violencia y vulneración de derechos. Su propuesta apunta a políticas preventivas, fortalecimiento institucional y una mirada más compleja sobre la inseguridad.
Claudio Fuentes, profesor titular de la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Diego Portales y doctor por la Universidad de Carolina del Norte, es una de las voces más influyentes en el análisis del cambio institucional en Chile. Como director del Instituto de Investigación en Ciencias Sociales (ICSO-UDP) y especialista en dinámicas burocrático-organizacionales de las policías, su trayectoria ha estado marcada por el estudio crítico del uso de la fuerza en democracia, las reformas constitucionales y las tensiones entre Estado, sociedad y pueblos originarios. Su trabajo reciente, además, se ha concentrado en la legitimidad policial y las transformaciones en los aparatos de seguridad del Estado.
En Los temores de la calle, publicado este 2025 por Editorial Catalonia, Fuentes se adentra en una paradoja inquietante: aunque Chile presenta niveles comparativamente bajos de victimización, la sensación social de miedo se ha expandido con fuerza. El libro —escrito como una crónica reflexiva basada en recorridos por barrios populares, testimonios cotidianos y observación directa de plataformas digitales de alerta vecinal— propone que el temor no es solo un estado emocional, sino una experiencia profundamente arraigada en la habitabilidad urbana, la segregación y la presencia —o ausencia— del Estado en los territorios.
Pero quizás su advertencia más urgente apunta a las consecuencias políticas de ese miedo. Fuentes sostiene que las campañas electorales han capitalizado estas percepciones para promover soluciones maximalistas e inviables que, bajo la promesa de restablecer el orden, pueden terminar erosionando derechos y libertades básicas. La tentación de desplegar a las Fuerzas Armadas en tareas policiales, endurecer controles o normalizar regímenes de excepción no solo amenaza garantías democráticas: también abre la puerta a mayores niveles de corrupción institucional, escaladas de violencia y un deterioro profundo de la convivencia. Su llamado, en cambio, es a reconstruir políticas preventivas, fortalecer capacidades civiles e institucionales y combatir el crimen organizado desde la inteligencia y la profesionalización, no desde la militarización.
Usted parte de una “paradoja” central: aunque Chile es —comparativamente— uno de los países con menor victimización en la región, existe una sensación social de miedo muy potente. ¿Cómo llegó usted a plantear ese punto de partida y qué lo motivó para investigar ese fenómeno?
La motivación surge de un proyecto de investigación sobre el rol de la policía. En ese contexto he entrevistado a distintos actores —especialmente en Carabineros— y visitado varios barrios populares. Esa experiencia me permitió observar directamente cómo perciben las personas el temor y cómo lo viven en su vida cotidiana.
El libro parte de una paradoja evidente: Chile, comparativamente, tiene niveles bajos de victimización, pero una sensación de miedo muy alta. Esa contradicción me llevó a preguntarme por qué ocurre y a recorrer comunas, conversar con vecinos y conocer sus rutinas, su autocuidado y sus formas de enfrentar el día a día.
A partir de esas experiencias decidí escribir un ensayo con un tono más personal, que recogiera lo que realmente experimenta la gente al salir a trabajar, desplazarse o simplemente vivir en sus barrios
En el libro usted combina crónica de observación directa (mercados, barrios, trayectos laborales) con una metodología de recolección de voces ciudadanas. ¿Podría explicarnos cómo fue ese proceso metodológico: cómo seleccionó los testimonios, qué tipo de preguntas utilizó, qué criterios usó para interpretar esos datos?
En cuanto a la metodología, desde el inicio aclaro que el libro no busca una rigurosidad académica ni trabajar con una muestra representativa. Más bien se trata de encuentros surgidos en la vida cotidiana: personas que fui conociendo en distintos barrios y conversaciones que aparecieron de manera espontánea.
Por ejemplo, en Quinta Normal participé en una reunión con un comité de seguridad vecinal —a la que llegué invitado por autoridades del municipio— y a partir de ahí surgieron varios testimonios. Así se fue configurando un registro basado en experiencias más que en categorías sociológicas estrictas.
Además de estas crónicas territoriales, incorporé observación de redes sociales. Me uní a una plataforma llamada SoSafe para ver qué comentaba la gente sobre seguridad y los incidentes que se reportan en la ciudad.
Las historias que relato provienen, en su mayoría, de sectores populares —que son la mayor parte del país— y se concentran principalmente en Santiago y Valparaíso.
Usted identifica tres planos de explicación que se alimentan mutuamente: la experiencia individual (ansiedad, cuidado), las condiciones sociales (segregación urbana, deterioro del espacio público) y un “Estado intermitente” que no logra restituir confianza. ¿Podría profundizar en cuál de esos planos considera que actúa como gatillo inicial y cuál como amplificador del miedo social?
Respecto de los tres niveles, creo que el principal gatillante del miedo social está en los entornos. El espacio físico donde una persona vive es determinante: el pasaje, la presencia o ausencia de rejas, si hay árboles o plazas, si la esquina está ocupada por una botillería, si las calles están pavimentadas o si existen veredas y medidas de seguridad. Todo eso configura la experiencia vital de cada barrio.
En entornos que transmiten protección, la gente se siente más tranquila y menos alerta. En cambio, en espacios deteriorados —con murallas rayadas, poca iluminación o infraestructura precaria— se instala una sensación constante de vulnerabilidad.
Al recorrer Santiago es evidente que existen “dos Chiles”: uno de nivel medio y medio alto, con mejores condiciones urbanas, y otro —la gran mayoría— marcado por la segregación y por barrios difíciles. Esa habitabilidad desigual es el primer gatillante de las percepciones de temor. El segundo es el Estado, cuya presencia y protección son mucho más débiles en los sectores populares.
Una de las consecuencias que usted describe es que el miedo se convierte en un “organizador silencioso” de nuestras decisiones: modifica rutas, horarios, sociabilidades e incluso la política. Esto es evidente en las campañas electorales actuales: en el debate del lunes pasado los candidatos de derecha competían por quién ofrecía la medida más extrema y punitiva. ¿Cómo interpreta usted este fenómeno? ¿Hasta qué punto el miedo no solo condiciona la vida cotidiana de los ciudadanos, sino que también estructura la oferta política y las narrativas electorales en Chile?
El miedo se ha convertido en un gatillante central de nuestras formas de socialización, y eso se refleja con mucha fuerza en las campañas electorales. Las campañas no se construyen por intuición: se basan en encuestas, focus groups y estudios que detectan las principales preocupaciones ciudadanas. En esta elección, el temor ha marcado completamente el debate. Todas las candidaturas ponen la inseguridad como tema prioritario. Así, el miedo no solo moldea nuestras percepciones individuales, sino que también organiza el modo en que funciona la política. La oferta política se ha vuelto maximalista: sacar a los militares a la calle, expulsar migrantes en masa, encarcelar a “todos” los delincuentes. Son propuestas extremas e irrealizables, pero que generan una sensación de esperanza entre personas que buscan una salida rápida a esta cadena de temor.
Ahí aparece la gran contradicción de esta elección: ofertas poco creíbles que, sin embargo, se vuelven atractivas porque prometen resolver el conflicto de manera inmediata y drástica. El miedo termina estructurando la política más que cualquier programa o diagnóstico serio
En el contexto mediático usted señala el papel de los videos, las cadenas de WhatsApp, la velocidad de circulación de imágenes y mensajes de amenaza, así como la percepción de una justicia lenta o desigual. ¿Hasta qué punto considera que ese “bombardeo” mediático modifica la realidad del delito, o más bien amplifica una sensación que ya existía? ¿Y qué papel puede tener en las políticas públicas de seguridad?
En relación con los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, hoy vivimos una transformación profunda. Antes uno se enteraba de un delito porque alguien lo comentaba o porque aparecía en un diario, y muchas veces simplemente no se enteraba. Ahora, con cámaras instaladas en casas y espacios públicos, y con plataformas donde puedes compartir esas imágenes en tiempo real —como SoSafe—, la exposición es inmediata y constante.
Yo mismo, al usar SoSafe, recibo alertas en el teléfono de situaciones que ocurren a 200 metros: un intento de robo, a 100 metros: un perro perdido; a 50 metros: una persona “sospechosa” caminando. Esa inmediatez crea un estado de alerta permanente que amplifica radicalmente las percepciones de temor. Es una alerta constante, cotidiana.
El riesgo es evidente: ninguna política pública podrá eliminar por completo esos temores porque siempre habrá algo desconocido, alguien que no reconocemos en el barrio. Es decir, pasamos de ser una sociedad con miedo a una sociedad con desconfianza estructural, donde el temor al otro termina dañando la convivencia social.
Esto tiene efectos directos sobre las políticas públicas. Aunque existen iniciativas municipales que promueven la cooperación, el diálogo y la organización vecinal, esas medidas chocan con un ambiente generalizado de desconfianza, donde hablar con el vecino ya no parece natural. Así, la política pública enfrenta el enorme desafío de contrarrestar temores que se expanden más rápido —y resultan más atractivos emotivamente— que cualquier propuesta de seguridad.
Usted advierte que culpar simplemente a la televisión o prometer “mano dura” no basta. Desde su punto de vista, ¿qué tipo de políticas públicas propondría usted —o considera necesarias— para abordar el miedo ciudadano sin erosionar la democracia ni caer en soluciones fáciles?
Creo que culpar únicamente a los medios no basta. Los medios llevan años instalando la preocupación por la seguridad y, aun así, las sensaciones de temor siguen aumentando. Entonces, ¿qué se puede hacer desde la política pública?
Primero, es clave reconocer que los mayores temores están asociados a los delitos violentos, que efectivamente han aumentado en los últimos años en Chile. Por eso, una política pública seria debe partir por el control del tráfico y uso de armas. Se necesita un sistema mucho más estricto y sofisticado para las licencias, porque cerca de la mitad de las armas usadas en delitos provienen del mercado legal y terminan pasando a lo ilegal. Ese es un primer frente urgente.
En segundo lugar, se requieren políticas focalizadas en niños, niñas, adolescentes y jóvenes. Ellos suelen ser el primer eslabón en la cadena del delito y del crimen organizado. Programas de educación, de prevención del consumo de drogas y de apoyo comunitario deben ser masivos y sostenidos, porque ahí se puede romper el círculo de la violencia.
Y, en tercer lugar, es fundamental mejorar las condiciones de habitabilidad en los barrios: espacios urbanos cuidados, plazas iluminadas, infraestructura digna. El entorno importa, y mucho. Ese es el punto de partida para disminuir de verdad las percepciones de temor.

En su libro usted advierte contra las soluciones fáciles. Sin embargo, vemos que en la agenda política actual predominan propuestas extremas, muchas de ellas punitivas, que podrían poner en riesgo derechos humanos básicos y afectar a personas inocentes. ¿Qué riesgos observa usted en esta deriva? ¿Hasta dónde puede tensionarse la democracia en nombre de la seguridad?
Creo que es importante advertir que las políticas más punitivas no solo pueden afectar derechos —como restringir libertades o imponer toques de queda—, sino que plantean riesgos mucho más profundos. Involucrar a las Fuerzas Armadas en el control del delito, por ejemplo, aumenta la posibilidad de corrupción —algo de lo que ya vemos señales— y puede provocar una escalada de violencia por parte de grupos criminales. Con ello, la propia democracia pasa a desarrollarse en un ambiente más violento.
Enfrentar al crimen organizado requiere lo contrario: más inteligencia, más capacidades de alerta temprana y una policía mucho más profesionalizada. No hay manera de abordar este desafío en democracia sin fortalecer a las policías, pero con controles internos y externos, y con un trabajo coordinado entre justicia, Ministerio Público y todas las instituciones que conforman el ecosistema de la seguridad. Esto va mucho más allá de simplemente poner militares en la calle.
¿Qué espera que hagan los lectores de este libro al cerrar la última página? ¿Cuál es la invitación que deja para la ciudadanía, los líderes políticos y quienes diseñan la política pública respecto del miedo en la calle y la vida urbana?
Espero que, al cerrar el libro, el lector comprenda que las soluciones a la violencia, la inseguridad y el temor son mucho más complejas que las recetas que hoy dominan el debate: poner más policías en la calle, construir más cárceles o cerrar las fronteras. Ninguna de esas medidas resuelve el problema; y sacar a los militares tampoco.
Lo que realmente se necesita es anticiparse. La anticipación significa desarrollar políticas preventivas que reduzcan los riesgos antes de que estallen: evitar que los jóvenes entren al circuito del delito, frenar el aumento del consumo de drogas y controlar el tráfico de armas. Sin ese enfoque preventivo, cualquier respuesta será superficial y temporal.
Paul Walder





