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Después de la derrota: una oposición atrapada en la lógica de la transición

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A menos de una semana del triunfo de José Antonio Kast, los primeros movimientos del oficialismo derrotado y de los partidos que integraron el pacto Unidad por Chile confirman un hecho que resulta tan evidente como inquietante: la derrota electoral no ha sido asumida como un quiebre histórico, sino administrada como un traspié coyuntural. Lejos de abrir una reflexión profunda sobre el fin de un ciclo político, la respuesta que comienza a perfilarse desde los partidos de centroizquierda y del progresismo institucional parece orientada a recomponer el mismo esquema que gobernó Chile durante la transición, como si el país siguiera siendo el de ayer.

Los debates que han emergido esta semana —ampliamente recogidos por la prensa tradicional— giran en torno a la reorganización de bloques parlamentarios, la eventual rearticulación de alianzas entre partidos históricos y la definición de una “oposición firme pero constructiva” frente al nuevo gobierno de ultraderecha. El problema es que en ninguna de estas discusiones aparece una lectura clara del momento político que vive Chile, ni una comprensión cabal de las razones que explican el triunfo del pinochetismo en las urnas.

Según trascendió en La Tercera, desde el PPD se ha planteado la posibilidad de conformar un bloque de centroizquierda que agrupe a la DC, al propio PPD, al Partido Liberal y a los restos del Partido Radical, mientras que el PS, el Frente Amplio y el Partido Comunista podrían actuar coordinadamente como un bloque de izquierda en el Congreso. En el PS, sin embargo, no existe consenso: algunos sectores promueven una alianza tipo Nueva Mayoría —sin el Frente Amplio—, mientras otros apuntan a excluir al Partido Comunista. El debate, en definitiva, se reduce a una disputa por quién se sienta con quién, no a qué proyecto político se quiere ofrecer al país.

Más revelador aún resulta el reconocimiento, desde sectores del propio PPD, de que existen esfuerzos deliberados por contener el debate sobre las causas de la derrota, con el fin de evitar fricciones internas, proteger al gobierno en sus últimos meses y no aislar al Frente Amplio. La advertencia —“ojo con que los cuidados del sacristán no terminen matando al señor cura”— expresa una verdad incómoda: el progresismo institucional parece más preocupado de administrar su propia sobrevivencia que de enfrentar con honestidad política el fracaso de su proyecto.




En ese contexto, no sorprende que comience a instalarse una narrativa que desplaza las responsabilidades hacia atrás, particularmente hacia el estallido social de 2019 y la fallida Convención Constitucional. El diputado socialista Daniel Manouchehri lo expresó con crudeza al señalar que el factor determinante del actual escenario político es el plebiscito del 4 de septiembre de 2022, describiendo el proceso constituyente como una “borrachera” cuya “resaca” se estaría pagando hoy. Según esta lectura, las fuerzas progresistas “se farrearon” una oportunidad histórica, generando desilusión en su propia base social.

Esta interpretación, ampliamente compartida en sectores del socialismo y del antiguo eje concertacionista, tiene consecuencias políticas profundas. En primer lugar, despolitiza el estallido social, reduciéndolo a un exceso irresponsable, sin hacerse cargo de las demandas estructurales que lo originaron y que siguen vigentes: desigualdad, precariedad, abusos, desprotección social. En segundo término, exonera al gobierno de Gabriel Boric de su propia trayectoria, marcada por una renuncia progresiva a su programa original y por una adaptación explícita al marco neoliberal heredado. Finalmente, refuerza la idea de que el problema no fue la falta de transformaciones, sino haber intentado ir “demasiado lejos”.

Desde el gobierno, el tono no es muy distinto. El ministro del Interior, Álvaro Elizalde, ha señalado que la tarea ahora es construir una oposición “firme pero constructiva”, orientada a fiscalizar, proponer alternativas y defender las reformas alcanzadas durante el actual mandato, como la jornada laboral de 40 horas o la reforma previsional. Sin restar valor a esos avances parciales, la pregunta de fondo es si ese tipo de oposición es suficiente —o siquiera pertinente— frente a un gobierno de ultraderecha que llega al poder con un mandato explícito de regresión en derechos, fortalecimiento del aparato represivo y profundización del modelo neoliberal.

El problema no es solo estratégico, sino histórico. Lo que se niega a reconocer el progresismo institucional es que la transición política iniciada en 1990 ha llegado a su fin. La derrota de la centroizquierda tradicional y la disolución de Chile Vamos como eje dominante de la derecha no son episodios aislados, sino síntomas de un agotamiento estructural. El nuevo clivaje ya no es entre centroizquierda y centroderecha, sino entre un neoliberalismo autoritario, encarnado por Kast, y un campo progresista que aún no logra redefinirse más allá de la gestión responsable de un modelo que prometió cambiar.

En este escenario, insistir en fórmulas del pasado —alianzas amplias sin contenido, oposición institucional sin pueblo, moderación sin horizonte— equivale a preparar una derrota prolongada. Kast no enfrenta, por ahora, una oposición que cuestione el corazón de su proyecto, sino un conglomerado político más preocupado de resguardar su lugar en el sistema que de reconstruir un vínculo real con las mayorías sociales.

Lo que brilla por su ausencia en estas discusiones es la pregunta esencial: ¿por qué millones de personas dejaron de creer en el progresismo? Sin responder eso, no hay reorganización posible. Sin una autocrítica profunda sobre la renuncia programática, la desmovilización social y el vaciamiento político de los últimos años, cualquier oposición corre el riesgo de convertirse en un actor funcional al nuevo orden.

La paradoja es evidente: mientras la ultraderecha ha sabido leer —y manipular— el malestar social acumulado, el progresismo institucional parece empeñado en cerrar el debate histórico justo cuando más urgente se vuelve abrirlo. El resultado es una oposición que nace debilitada, fragmentada y sin relato, enfrentando a un gobierno que, más allá de sus propias contradicciones, sí tiene claro a quién representa y qué intereses está dispuesto a defender.

El fin de la transición no es solo una consigna: es un hecho político. La pregunta que queda abierta es si la izquierda institucional será capaz de entenderlo a tiempo, o si persistirá en administrar los restos de un ciclo que ya no convoca, mientras el país entra en una etapa de mayor conflictividad, incertidumbre y disputa por el sentido mismo de la democracia.

Paul Walder

Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín

 



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Paul Walder

Periodista

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