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La organización social como amenaza: anatomía de una operación política en marcha

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Lejos de disiparse, la ofensiva contra el Partido Comunista se ha intensificado en los días posteriores a la publicación de la declaración de su Comité Central. Lo que en un inicio parecía una reacción sobredimensionada ante un documento interno de balance político, hoy aparece con mayor nitidez como una operación articulada: instalar la idea de que la organización social constituye una amenaza para el orden democrático, y que dicha amenaza tendría un responsable identificable. Ese responsable, convenientemente, sería el Partido Comunista.

Conviene insistir en un punto básico que ha sido deliberadamente omitido por el debate mediático: el documento del PC no convoca a la violencia ni a la desestabilización institucional. Plantea, de manera explícita, la necesidad de fortalecer el trabajo de masas, de reconstruir vínculos con el mundo sindical, territorial y comunitario, y de transformar un capital electoral significativo —más de cinco millones de votos— en fuerza social organizada. Nada más y nada menos que una definición clásica de acción política en democracia.

Sin embargo, ese planteamiento ha sido reinterpretado —o más bien deformado— como una incitación a “tomarse las calles”, “incendiar el país” o “desconocer la institucionalidad”. La pregunta relevante no es por qué se produce esta lectura forzada, sino para qué.

La ficción del control político sobre la protesta

Las declaraciones recientes de Lautaro Carmona, presidente del Partido Comunista, introducen un elemento de racionalidad que el clima de pánico mediático busca neutralizar. Carmona ha sido claro: el PC no controla las organizaciones sociales, no dirige la protesta ni dispone de un aparato capaz de activar movilizaciones a voluntad. Las organizaciones territoriales, sindicales y comunitarias operan con autonomía, responden a dinámicas propias y expresan conflictos reales de la vida social.




Este punto es crucial desde una perspectiva sociológica. Las grandes movilizaciones contemporáneas —en Chile y en el mundo— no responden a lógicas de dirección partidaria vertical, sino a procesos de acumulación de malestar, precarización y frustración que encuentran formas de expresión colectiva cuando se cruzan determinadas condiciones materiales y simbólicas. El estallido social de octubre de 2019 fue precisamente eso: una irrupción masiva, heterogénea, sin conducción centralizada, imposible de reducir a la acción de un partido político.

Pretender que el Partido Comunista “maneja” ese mundo social no solo es falso, sino revelador. Revela una incapacidad estructural de las élites políticas y mediáticas para comprender la naturaleza de la acción colectiva en el siglo XXI, y al mismo tiempo delata una pulsión autoritaria: si no se entiende el fenómeno, se lo criminaliza.

Del análisis político a la construcción del enemigo

La operación en curso no se limita a descalificar al PC. Apunta a algo más profundo: reinstalar la figura del enemigo interno como mecanismo de ordenamiento del nuevo ciclo político. Esta figura tiene una larga tradición en la historia chilena y latinoamericana. Durante la dictadura, el enemigo interno fue el marxismo; en la transición, la protesta social fue tolerada mientras permaneciera contenida; hoy, en el umbral de un gobierno de ultraderecha, el enemigo es la organización popular misma.

El desplazamiento es sutil pero decisivo. Ya no se trata de perseguir a un sujeto armado o conspirativo, sino de asociar la mera existencia de tejido social organizado con una amenaza al orden. En ese marco, toda referencia a sindicatos, asambleas territoriales o movimientos sociales se vuelve sospechosa. La democracia queda reducida al acto electoral, y cualquier forma de participación que exceda ese ritual es presentada como peligrosa.

El rol disciplinador de los grandes medios

Nada de esto sería posible sin la intervención activa de los grandes medios de comunicación. La cobertura insistente, reiterativa y alarmista sobre el informe del PC cumple una función precisa: fijar el marco interpretativo. No se discute el contenido real del documento, no se contextualiza su lenguaje ni se lo compara con prácticas habituales de partidos en democracia. Se selecciona un fragmento, se lo exagera y se lo repite hasta convertirlo en “hecho”.

Mientras tanto, otros debates de fondo quedan relegados: el ajuste fiscal anunciado, la regresión en derechos laborales, la política migratoria de corte securitario, o la reconfiguración del poder económico. La atención pública es desviada hacia un peligro abstracto, convenientemente encarnado en un actor político que resulta funcional aislar.

Dividir a la oposición, disciplinar el campo progresista

Esta ofensiva no solo proviene de la derecha dura. Sectores del llamado socialismo democrático han reaccionado con incomodidad, marcando distancia del Partido Comunista y sugiriendo que sus planteamientos “dificultan la unidad”. En lugar de cuestionar la operación mediática, optan por administrar el miedo, asumiendo el marco impuesto y buscando demostrar moderación ante el nuevo poder.

El resultado es previsible: una oposición fragmentada, a la defensiva, más preocupada de desmarcarse del “radicalismo” que de elaborar una respuesta política y social a un gobierno de ultraderecha. El costo de esa estrategia no lo paga el PC, sino el conjunto de las fuerzas que dicen representar a las mayorías sociales.

Lo que realmente está en disputa

Lo que incomoda no es una amenaza concreta, sino una posibilidad. La posibilidad de que la derrota electoral no se traduzca en desmovilización, de que el malestar social no sea completamente absorbido por el orden institucional, de que la política vuelva a tener anclaje territorial y comunitario. En otras palabras, incomoda la idea de que la democracia no se agote en el Parlamento ni en La Moneda.

Por eso la organización social debe ser neutralizada antes de que el nuevo gobierno asuma plenamente. Por eso se instala el relato del caos, del desorden, de la conspiración. No para describir la realidad, sino para prevenirla.

En este contexto, la pregunta de fondo no es si el Partido Comunista pretende “tomarse las calles”. La pregunta es qué tipo de democracia se está dispuesto a tolerar. Una democracia sin pueblo organizado es una democracia frágil, administrada desde arriba y protegida por el miedo. Y esa, precisamente, es la democracia que este nuevo ciclo político parece dispuesto a ofrecer. Como desde 1990 en adelante pero sin duda más brutal.

Paul Walder



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Paul Walder

Periodista

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