
Colombia, entre balas y capital: la lucha de los campesinos del Cimitarra por su territorio
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Actualmente, de gira por Europa, Yésica Méndez, lideresa social colombiana de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC-RAN), nos comenta los desafíos de la Zona de Reserva Campesina del Valle del Río Cimitarra (ZRC-VRC), un modelo de organización territorial impulsado por comunidades rurales para proteger la tierra, fomentar la soberanía alimentaria y resistir la violencia de los grupos armados y de las transnacionales.
El Valle del Río Cimitarra, ubicada en el Magdalena Medio colombiano, abarca territorios de los departamentos de Santander, Bolívar y Antioquia. Es una región de gran riqueza natural, con selvas tropicales, ríos caudalosos y suelos fértiles, de oro, petróleo y hidrocarburos, lo que la convierte en un espacio estratégico tanto ecológica como económicamente.
Desde mediados del siglo XX, ha sido habitada por comunidades campesinas desplazadas por la violencia, que llegaron buscando tierra para cultivar y construir una vida digna. Sin embargo, el territorio también ha sido escenario de intensos conflictos armados entre guerrillas, paramilitares y fuerzas estatales.
En respuesta a esta situación, en 1996, surgió la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC), una organización que ha sido clave en la defensa de los derechos humanos, la organización comunitaria y la promoción de un modelo de desarrollo rural alternativo. Gracias a su trabajo, se logró el reconocimiento legal de una Zona de Reserva Campesina (ZRC) en 2002, aunque fue suspendida y posteriormente reactivada en 2011.
Las Zonas de Reservas Campesinas
“Las ZRC, creadas por la Ley 160 de 1994, permiten que las comunidades campesinas gestionen su territorio de forma autónoma, regulen la propiedad de la tierra y desarrollen planes de vida que prioricen la sostenibilidad, la equidad y la participación democrática”, nos comenta Yesica Mendez, lideresa colombiana de la ACVC, actualmente de gira por Europa.
La creación de zonas de reserva campesina en Colombia representó, en su momento, una suerte de reforma agraria impulsada desde las bases. Fue una respuesta directa a las históricas demandas del campesinado por el acceso justo a la tierra y la regulación de su uso. Estas zonas siguen vigentes hoy y buscan enfrentar uno de los problemas más arraigados del país: la concentración de tierras en pocas manos, es decir, el latifundio, que ha sido sinónimo de despojo, desplazamiento y acaparamiento.
“El objetivo central es claro: desmontar el modelo latifundista y promover una distribución equitativa de la tierra. Para ello, se estableció una herramienta clave: la Unidad Agrícola Familiar (UAF). Esta figura permite definir cuántas hectáreas pueden ser tituladas a una familia campesina, evitando que se otorguen extensiones desproporcionadas —como las 500, 1.000 o incluso 5.000 hectáreas que se entregaban en el pasado— a un solo propietario”, nos comenta Yesica Mendez.
Además de regular la tenencia de la tierra, estas zonas de reserva campesina también garantizar la soberanía alimentaria y promueven la conservación ambiental. En regiones como el Valle del Río Cimitarra, desde los primeros procesos de colonización, se han delimitado áreas de bosque natural para su protección, reconociendo el papel fundamental que juegan los campesinos en la preservación de los ecosistemas.
Aunque las zonas de reserva campesina no son figuras de protección ambiental en sí mismas, en muchos casos han funcionado como barreras de contención frente al avance de intereses empresariales, especialmente multinacionales. En el Valle del Río Cimitarra, por ejemplo, las comunidades organizadas han logrado limitar la presencia de grandes compañías, aunque no del todo. Ecopetrol, la empresa estatal de hidrocarburos, opera en la región, donde existen pozos petroleros y subestaciones vinculadas a la actividad minero-energética. De hecho, Barrancabermeja, ubicada en esta zona, alberga la principal refinería de Colombia.
A pesar de ello, la explotación de oro por parte de multinacionales no se ha consolidado en la zona. Lo que sí persiste es la minería artesanal, junto con una creciente amenaza: la minería ilegal impulsada por actores armados, cuyas prácticas depredadoras ponen en riesgo los ecosistemas y los recursos naturales de la región.
Las organizaciones sociales defensoras de derechos humanos enfrentan hoy un doble desafío: resistir la presencia de grupos armados y proteger el medio ambiente. Para estas comunidades, la defensa de los derechos humanos va más allá de preservar la vida; implica también salvaguardar los territorios, los recursos naturales y las formas de vida campesina que han sido construidas colectivamente.
Este contexto se enmarca en un país que, aunque firmó un acuerdo de paz histórico en 2016 con una de las guerrillas más emblemáticas de América Latina, sigue enfrentando la presencia de múltiples actores armados: bandas criminales, grupos insurgentes y estructuras paramilitares que perpetúan el conflicto. “El Acuerdo de Paz fue un paso importante, pero la construcción de una paz duradera sigue siendo un camino lleno de obstáculos”, declara Yesica Mendez: “Nadie niega que el acuerdo de paz en Colombia ha sido uno de los mejores acuerdos de paz que se ha hecho incluso en el mundo y que esto requiere de unas voluntades de todos, de todos y todas y de todos los sectores del país. Como lo dices, una firma es un principio de algo, no el fin”.
La guerra por el territorio ya no es ideológica: es económica
A pesar del Acuerdo de Paz, persiste la presencia de grupos armados ilegales que disputan el control de economías ilícitas, generando violencia, desplazamientos y amenazas contra líderes sociales como Yesica Mendez. Hoy, la violencia contra activistas sociales en Colombia sigue en aumento, con más de 1.370 asesinatos registrados desde la firma del Acuerdo de Paz en 2016. Esta violencia ha dificultado la implementación de proyectos comunitarios y el ejercicio pleno de los derechos humanos.
La explotación de recursos naturales, tanto legal como ilegal, ha intensificado la presión sobre el medio ambiente y el territorio, con impactos negativos en la biodiversidad y los cultivos tradicionales.
Las licencias para explotar estos recursos son otorgadas por entidades estatales como el Ministerio de Ambiente y la Agencia Nacional de Minería, pero el proceso suele carecer de transparencia y consulta efectiva. Aunque existen espacios de diálogo entre comunidades, empresas y el Estado, persisten preocupaciones sobre el impacto ambiental, la pérdida de autonomía territorial y el incumplimiento de compromisos por parte de actores externos.
En diversas regiones del país, la presencia de actores armados como el Clan del Golfo, el ELN y las disidencias de las FARC responde principalmente al interés por controlar economías ilegales. Según líderes comunitarios, la disputa ya no se basa en motivaciones ideológicas, sino en quién domina el narcotráfico, la producción de hoja de coca, la comercialización de pasta base y la explotación de minería ilegal.
Las actividades extractivas se realizan sin consideración por el impacto ambiental. Se reporta el uso de dragas, contaminación de fuentes hídricas y deforestación, todo con el objetivo de obtener beneficios económicos a partir de los recursos naturales del territorio.
“Ahí para nosotros no hay nada ideológico ya. Es un tema de quién controla el narcotráfico, quién mantiene las matas de coca, quién vende la base de hoja de coca para hacer el negocio con los narcotraficantes, quién explota la minería ilegal, a costa de qué, no les importa”, afirma Yesica Mendez.
Las comunidades han manifestado su rechazo a estas prácticas y a la presencia de grupos armados. Solicitan que se respete el Derecho Internacional Humanitario, que establece que los actores armados deben mantenerse a distancia de la población civil. También denuncian el reclutamiento forzado de jóvenes y la imposición de actividades extractivas en contra de su voluntad.
“Las comunidades le están diciendo no queremos estar en medio del conflicto, aléjense de nuestras comunidades”, agrega Yesica. “No queremos minería, no nos importa. Aquí va a haber la minería, dicen ellos, pero nosotros no la queremos”.
Los líderes comunitarios advierten que estos actores armados operan en función del control de las economías ilegales, aprovechando la biodiversidad y los recursos naturales para financiar una guerra que, según ellos, solo beneficia a quienes se lucran de ella.
Esta dinámica revela una transformación profunda en el conflicto armado colombiano: lo que antes se justificaba bajo discursos ideológicos, hoy se sostiene por intereses económicos vinculados a actividades ilegales. En territorios ricos en biodiversidad y recursos naturales, las comunidades campesinas enfrentan no solo la amenaza directa de los grupos armados, sino también el despojo ambiental y social que estas economías generan. La resistencia local, articulada desde la defensa de los derechos humanos y del entorno, se convierte en una respuesta urgente frente a una guerra que ya no busca transformar el país, sino explotarlo.





