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Lorena Fries: “Lo que propone la derecha no es solo retroceso, es restaurar un orden conservador que amenaza los derechos humanos”

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La diputada Lorena Fries, reconocida abogada de derechos humanos, ex directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos y actual parlamentaria del Frente Amplio por el distrito 10, busca la reelección con una bandera clara: defender y profundizar los derechos humanos en un escenario político tensionado por el auge del negacionismo y de la ultraderecha. Su trayectoria ha estado marcada por la promoción de la igualdad de género, la memoria histórica y la lucha contra la discriminación, ámbitos que en la entrevista despliega con firmeza, advirtiendo sobre los retrocesos que amenazan la democracia chilena.

En esta conversación con El Clarín, Fries plantea la urgencia de una agenda robusta en derechos humanos que incluya a las mujeres, los pueblos originarios, la diversidad sexual y las comunidades históricamente postergadas. Sus definiciones más potentes atraviesan la necesidad de resistir los intentos de restaurar un orden conservador, la importancia de fortalecer la memoria frente al negacionismo, y la convicción de que los avances en justicia social y democracia solo serán posibles con una ciudadanía movilizada, capaz de presionar para que el Estado garantice los derechos en todos los ámbitos de la vida.

 

En estos años como diputada, ¿qué avances y retrocesos identifica en materia de derechos humanos? ¿Qué rol le ha tocado jugar en un Parlamento crecientemente tensionado por el auge de la ultraderecha?

Me tocó presidir durante un año la Comisión de Derechos Humanos y, por cierto, ahí logramos avances. Uno de ellos fue la aprobación del certificado de ausencia por desaparición forzada, que justamente ayer fue aprobado también en la sala. Avanzamos con proyectos que vinculan mucho más al Parlamento con el sistema universal de protección de derechos humanos, es decir, con la ONU. Entre ellos, presentamos una iniciativa para regular constitucionalmente el derecho a reunión y el derecho de los pueblos, incluyendo los derechos lingüísticos de los pueblos indígenas. Más recientemente, a propósito de septiembre, impulsamos el Plan Nacional de Búsqueda, que busca tener rango legal y evitar que la derecha desmantele la institucionalidad y los avances alcanzados en materia de derechos humanos.




Todo esto lo hemos hecho en un contexto muy adverso, donde incluso se cuestiona el propio concepto de derechos humanos. Se niega que hayan existido violaciones durante la dictadura y, con mayor fuerza aún, se relativizan o niegan las violaciones ocurridas en el marco del estallido social. Vemos, en muchos discursos, una copia del trumpismo, que intenta eliminar todo lo relacionado con género —al que llaman “ideología de género”— y promover una vuelta a la naturalización de los roles tradicionales de mujeres y hombres. Esto supone una amenaza constante a los derechos de las mujeres.

Lo que propone la derecha no es solo retroceso, sino también la restauración de un orden conservador que va en contra de los derechos de grupos históricamente postergados. Un ejemplo claro es la Ley Antidiscriminación: aunque durante mi presidencia en la comisión impulsamos su tramitación con bastante celeridad, hoy está estancada en comisión mixta. Son los sectores de derecha los que se niegan a reconocer una realidad evidente: que en la sociedad existen discriminaciones y jerarquías sociales, y que por lo tanto es necesario avanzar en igualdad y prohibir toda forma de discriminación.

El negacionismo como estrategia política

Hoy vemos en el Congreso a diputados que relativizan, minimizan o derechamente niegan las violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura. ¿Cómo interpreta este fenómeno y qué peligros representa para la democracia?

Lo que ha ocurrido en este tiempo es un cambio en la correlación de fuerzas y en la hegemonía cultural. Por eso veo con mucha preocupación —y lo considero de alto riesgo— que estos grupos sigan avanzando, que eventualmente lleguen a tener mayoría en el próximo Congreso e incluso la presidencia de la República.

Lo preocupante es que su forma de avanzar se basa en la polarización de la política, en la descalificación permanente. Y esa dinámica, al descalificar, conduce a procesos de deshumanización que, finalmente, pueden derivar en violencia. Lo que proponen, en el fondo, es una ruptura del pacto social, dejando fuera precisamente a las personas y comunidades históricamente más postergadas.

Además, no tienen una adhesión real a los principios democráticos. Ven la democracia únicamente como un sistema de acceso al poder a través del voto, pero una vez instalados, comienzan a erosionarla. Lo hemos visto en América Latina: llegan al poder con el voto y luego socavan, sobre todo, al Congreso, que es el espacio que refleja la diversidad social y política. Lo mismo ocurre con el Poder Judicial, al que tachan de sospechoso cuando las sentencias o fallos no se ajustan a sus intereses.

Y lo cierto es que, aunque suene duro, este camino termina en una forma de “golpes de Estado blandos”: se llega con el voto, pero después se concentra el poder en una sola figura, el presidente de la República, dejando a un lado los contrapesos institucionales.

La reacción de la ultraderecha frente al caso de Bernarda Vera, relativizando su desaparición y asesinatos como ella, ha sido calificada como oportunista y negacionista. ¿Qué lectura hace de este episodio y de la forma en que la política lo abordó?

El caso de Bernarda Vera fue utilizado como un anillo al dedo por los sectores de derecha, en el marco del proceso de negacionismo en que se encuentran respecto de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos cometidas durante la dictadura. Hasta hace algunos años existía un consenso mínimo: reconocer lo ocurrido, algo que el propio Estado de Chile ha hecho de manera oficial. Ese consenso hoy está quebrado. La derecha ha pasado de relativizar a derechamente negar, e incluso a festinar y glorificar el golpe de Estado y el régimen dictatorial de Pinochet, pero lo hacen sin evidencia.

En ese contexto aparece este caso, que les brinda una mínima base para instalar un manto de duda sobre todo el trabajo realizado en materia de desaparición forzada. La verdad es que este caso solo pudo haber sido identificado gracias a la existencia de un Plan Nacional de Derechos Humanos, que por primera vez sistematiza toda la información disponible sobre una persona detenida desaparecida: su trayectoria de vida, datos que ayuden a ubicar su paradero, pero también registros que permitan cruzar identidades. En el caso de Bernarda Vera, lo que existe hasta ahora es un alcance documental con otra persona del mismo nombre.

Mientras el juez no resuelva lo contrario, ella sigue siendo una detenida desaparecida. Además, se omite que desde 2016–2017 existe una resolución de la Contraloría que permite que casos no acreditados en el Rettig se reconozcan igualmente como víctimas con acceso a beneficios reparatorios, cuando hay sentencias que lo establecen. Ese es el caso de Luis Pino en el norte, y hay al menos otros cuatro o cinco casos en la misma situación. Pero de eso no se habla. Y si se miran las cifras, son incluso más los casos acreditados posteriormente que los casos dudosos como el de Bernarda.

Creo que es lamentable la instrumentalización política de este episodio. El gobierno, en cambio, lo ha abordado con discreción y respeto hacia la familia de Bernarda Vera. Y lo esencial es que este caso no puede ni debe llevar a cuestionar lo que es una verdad de Estado en Chile: que hubo violaciones graves y sistemáticas a los derechos humanos durante la dictadura.

¿Crees que el Congreso debería establecer límites más claros frente a discursos negacionistas? ¿Qué medidas concretas podrían implementarse para proteger la memoria y los derechos humanos en el debate parlamentario?

Esta es una discusión antigua que surge tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Alemania, por ejemplo, incorporó normas constitucionales que sancionaban el negacionismo, y hay otros países que también lo hicieron. Sin embargo, en la práctica no han tenido gran efectividad. Creo que la razón es que, cuando se llega a estos niveles de negacionismo como los que hoy vemos en Chile, la pregunta de fondo es: ¿dónde falló la democracia?

En nuestro caso, pienso que hubo una falla desde el retorno a la democracia en 1990. No se puso suficiente énfasis en la formación y la educación en derechos humanos y en democracia, que debieron haber sido pilares fundamentales de la reparación, precisamente como garantía de no repetición. Esa es la única forma de que un pueblo no repita lo que pasó en Chile —y que también ha ocurrido en otros países—: la educación, la formación ciudadana y la claridad respecto de cuáles son los límites en una democracia.

Por eso, no soy partidaria de sanciones penales generales al negacionismo, salvo cuando se trata de funcionarios públicos. Porque si el Estado reconoce una verdad —en este caso, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos—, entonces quienes ejercen funciones públicas están obligados a respetarla. En ese sentido, sí establecería sanciones específicas para aquellos funcionarios que niegan la dictadura, relativizan sus crímenes o incluso glorifican el régimen

Derechos humanos hoy

Cuando se habla de derechos humanos muchas veces se piensa en las violaciones de la dictadura. Sin embargo, en democracia también persisten vulneraciones graves: la desaparición de Julia Chuñil y la poca transparencia del caso, la prisión de más de 20 años para Héctor Llaitul bajo leyes antiterroristas, y la continuidad del estado de excepción en el Wallmapu. ¿Cómo interpretas estas situaciones y qué dicen sobre la vigencia real de los derechos humanos en Chile?

Me parece que, por los ejemplos que señalas, es evidente que seguimos teniendo un déficit importante en materia de derechos humanos. Y ese déficit, además, se inscribe en un contexto global de retroceso. En América Latina, por ejemplo, hemos visto una peligrosa concesión respecto del rol de las Fuerzas Armadas en democracia, lo que pavimenta el camino a la derecha.

En el Parlamento yo he votado —en realidad me he abstenido, lo que equivale a votar en contra— de los estados de excepción, porque sabemos cuándo entran los militares en funciones que no les corresponden, pero nunca cuándo se van. Y el hecho concreto es que hemos tenido un gobierno de cuatro años, de centroizquierda e izquierda, que ha puesto a los militares a custodiar conflictos que tienen un origen claramente político, como en el sur. Son conflictos que pueden estar mezclados con crimen organizado, pero que no corresponden a materias que deban ser resueltas por las Fuerzas Armadas.

Nuestros déficits en derechos humanos siguen teniendo una raíz muy excluyente. En Chile persisten graves problemas de discriminación: hacia las mujeres, los pueblos indígenas, las diversidades sexo-genéricas, y también hacia niños, niñas y adolescentes. Esto ha sido documentado tanto por Naciones Unidas como por el Instituto Nacional de Derechos Humanos. Y, aun así, no hemos podido sacar adelante una ley antidiscriminación robusta.

Creo que, en algún momento, habíamos logrado avanzar y superar la visión histórica que vinculaba las violaciones de derechos humanos solo a los derechos civiles y políticos —que en parte se restauraron con el retorno a la democracia—. Sin embargo, hoy seguimos teniendo un déficit enorme en la garantía de derechos sociales. Y es fundamental recordarlo: cuando hablamos de derechos humanos, no hablamos solo de poner límites al abuso de poder del Estado. También hablamos de un conjunto de derechos que deben asegurar condiciones materiales dignas para toda la población. Esa deuda persiste, y golpea con más fuerza a quienes forman parte de comunidades históricamente discriminadas.

Como feminista, ¿cómo articulas la defensa de los derechos humanos con la agenda de género y las violencias estructurales que viven las mujeres y disidencias en Chile?

No es que existan, por un lado, los derechos de las mujeres y, por otro, los derechos humanos. Los derechos de las mujeres son parte inseparable de los derechos humanos. Esa es, justamente, la mirada feminista: avanzar hacia la igualdad de género, entendida como una redistribución real del poder entre hombres y mujeres.

En este sentido, se repite una máxima que atraviesa todo el campo de los derechos humanos: lo que se busca es la emancipación, es decir, que las mujeres puedan ejercer plenamente todos sus derechos sin limitaciones. Sin embargo, la mitad de la población —las mujeres— sigue viviendo bajo un orden social de subordinación frente a los varones.

El desafío es precisamente ese: romper con esa subordinación, que tiene explicaciones históricas, teóricas y prácticas desde los distintos feminismos. Y desde la perspectiva de los derechos humanos, la pregunta central es qué puede y debe hacer el Estado para derribar esas cadenas que mantienen a las mujeres sometidas al patriarcado

¿Crees que las instituciones actuales —Poder Judicial, Fiscalía, Fuerzas Armadas, Carabineros— están preparadas para garantizar plenamente los derechos humanos? ¿Qué cambios estructurales son necesarios?

Cuando se analiza la vigencia de los derechos humanos en un país, hay que mirar al menos tres niveles.

El primero es el normativo. Si bien la Constitución de 1980 garantiza ciertos derechos, también es cierto que muchos reconocidos en tratados internacionales —de los que Chile es parte— no están incluidos en ella. El derecho a la vivienda, al agua, a la no discriminación (que aparece muy débil en la Constitución) o a una educación garantizada, más allá de la mera libertad de enseñanza, son ejemplos claros de esas falencias. Además, los mecanismos disponibles para exigir el cumplimiento de los derechos ya reconocidos son limitados: los recursos judiciales no cubren todas las garantías. Es cierto que los tribunales han ido incorporando los tratados internacionales como fuente de derecho, pero lo hacen en un contexto de hegemonía cultural de la derecha, lo que ha derivado en fallos que a veces bordean —o derechamente se sitúan fuera— de lo que establece el marco de derechos humanos. Aquí falta un vínculo más sólido entre el Poder Judicial y los tratados que Chile ha suscrito.

El segundo nivel es el de la formación de los funcionarios públicos. Aunque la Constitución obliga a los poderes del Estado a velar por los derechos humanos, el conocimiento real, informado y sistemático sobre ellos es muy escaso. Incluso en el Congreso, muchas veces se perciben como aspiraciones abstractas o deudas pendientes, y no como un campo disciplinario que debe implementarse mediante leyes concretas.

Y el tercer nivel es el cultural. Ha habido avances, porque la ciudadanía demanda cada vez más derechos, pero no existen canales suficientes para hacerlos efectivos. El estallido social mostró con claridad esa presión ciudadana: surgieron demandas diversas que pedían más garantías, más reconocimiento. Eso explica por qué se llegó a la idea de una nueva Constitución que incorporara estos elementos.

En resumen, se trata de un entramado donde lo normativo, lo institucional y lo cultural se retroalimentan. Pero el motor principal de cualquier avance en derechos humanos es siempre la ciudadanía organizada y movilizada, presionando para que sus derechos sean reconocidos y garantizados.

 

Los dos procesos constituyentes fracasados han cerrado la posibilidad de  plantear por tercera vez un cambio constitucional, sin embargo es también evidente que la política nacional está en crisis. ¿Cómo te planteas ante este escenario?

Efectivamente, hoy parece clausurada la posibilidad de abrir un nuevo proceso constitucional. Sin embargo, quiero destacar un hecho: en la comisión de expertos, todos los partidos —salvo Republicanos— llegaron a ciertos acuerdos que incluían el reconocimiento de derechos que hoy no están en la Constitución. Ese es un primer dato importante, porque demuestra que desde el Parlamento aún es posible avanzar mediante reformas que incorporen nuevos derechos a la actual Constitución.

Lo segundo es recordar que, en materia de derechos, nada ha sido regalado. Tal como mencioné antes, los avances suelen ser fruto de luchas sociales históricas que logran instalar nuevas demandas o exigir que los derechos ya reconocidos se hagan efectivos. Muchas veces el problema no está en la norma, sino en que el Estado no garantiza su cumplimiento, lo que termina dejando esos derechos en letra muerta.

Por eso creo que estamos frente a una dinámica democrática sana: la ciudadanía es el actor clave para activar el reconocimiento y la garantía de derechos. El Estado, por su parte, tiene la obligación de canalizar esas demandas, normarlas y asegurar mecanismos de exigibilidad. Esa tensión entre movilización social y respuesta institucional es, en definitiva, lo que permite que los derechos avancen.

Con el avance de proyectos autoritarios y conservadores, ¿qué mensaje le gustaría entregar a quienes ven con preocupación el debilitamiento de la memoria y el auge de la ultraderecha?

Ningún proyecto de futuro —y la izquierda siempre plantea un futuro mejor, no un regreso al pasado como lo hace el mundo reaccionario— puede renunciar a la justicia social. Esto significa garantizar que las mayorías más vulnerabilizadas tengan condiciones mínimas de vida. Pero, al mismo tiempo, debemos enfrentar una embestida autoritaria que puede traducirse en persecución, deshumanización y violencia hacia amplios sectores de la población.

Por eso creo que necesitamos combinar dos actitudes: el despliegue, que es seguir avanzando en derechos y justicia, y el repliegue, que es resistir al retroceso. Esa tensión entre avanzar y resistir debería ser una consigna aquí en Chile: sostener lo ya conquistado, recoger la memoria de los dolores de nuestro país para que no se repitan, y proyectar un futuro que vuelva a abrir espacio para los sueños.

Porque algo que este sistema y la derecha nos han quitado es precisamente la capacidad de soñar. Y esa capacidad es consustancial a los seres humanos. Frente al avance del autoritarismo, no podemos responder con la misma lógica de descalificación. A esos sectores hay que enfrentarlos con ideas, con movilización y con la insistencia en nuestros propios puntos de vista. Solo así se defiende la democracia: sin renunciar a los sueños y sin claudicar en la memoria.

 

Paul Walder



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Paul Walder

Periodista
  1. Serafín Rodríguez says:

    Ésta es la que como «subsuche» de DD.HH. durante la administración del estatus quo de Bachelet II se dio el gusto de bloquear toda posibilidad de mejora de las pensiones de hambre de los prisioneros políticos de la dictadura. Hoy, la gran mayoría de ellos ya ha muerto, muchos como allegados, en situación de indigencia. Gracias por resolver el problema, doña! Ahora puede dedicarse a llenarse la boca y hacer gárgaras con los DD.HH.

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