Política Global

Sudán, anatomía de una guerra prolongada

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El colapso de El Fasher, tras 540 días de asedio y su toma por las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) el 23 de octubre, condensó la lógica implacable de un conflicto que devora a la sociedad sudanesa: violencia sistemática contra civiles, destrucción de servicios esenciales y desplazamientos masivos. La guerra, iniciada en abril de 2023 entre las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) y las RSF, desbordó rápidamente los márgenes de una pugna militar por la integración de milicias en el ejército, para convertirse en un proceso de descomposición estatal con profundas raíces económicas y geopolíticas. La crisis de desplazamiento —más de 12 millones de personas, incluidos 8,6 millones de desplazados internos y más de 3 millones de refugiados— y la confirmación de hambrunas en zonas como El Fasher y Kadugli evidencian la magnitud de una catástrofe que se agrava día tras día.

Anatomía de la violencia y continuidad histórica

En el Darfur —escenario de masacres desde comienzos de los años 2000— la guerra actual reactiva dinámicas de persecución étnica, con patrones de ataques contra comunidades específicas y uso de violencia sexual como estrategia de dominación. Los relatos que emergen de El Fasher describen ejecuciones sumarias, violaciones grupales y expulsiones forzadas de civiles de refugios y campamentos. La repetición del trauma social recuerda que los mecanismos de protección nunca se consolidaron y que las milicias —hoy reorganizadas como RSF— han preservado redes, alianzas y fuentes de financiación pese a ciclos de negociación y presión internacional.

La persistencia de ataques contra campamentos de desplazados, hospitales y convoyes humanitarios responde a una lógica de guerra sobre la población: el control territorial se traduce en control social, y la devastación en un recurso para forzar lealtades y negociar posiciones. Este patrón, ya documentado en conflictos previos de la región, se ve amplificado por tecnologías militares como drones y por la fragmentación de mandos locales, que reduce la capacidad de imponer altos el fuego reales y verificables.




Economía política del conflicto: oro, puertos y rutas

La base material de la guerra se asienta en tres pilares: control del oro, acceso a puertos y dominio de rutas comerciales internas y transfronterizas. El oro de Darfur —extraído en condiciones precarias, con redes informales y grupos armados— funciona como divisa del conflicto, permitiendo a las RSF y a actores asociados obtener liquidez, armas y apoyo externo. Varios análisis señalan los vínculos entre la comercialización de oro y circuitos que conectan con Emiratos Árabes Unidos, a través de intermediarios y empresas pantalla, con efectos directos en la prolongación de la guerra y el debilitamiento fiscal del Estado sudanés.

El segundo pilar es el acceso a puertos del Mar Rojo y a corredores logísticos (Port Sudan, rutas hacia Chad y Sudán del Sur). El control de estas arterias estratégicas define la capacidad de importar armamento, exportar recursos y regular la entrada de ayuda humanitaria. La competencia por estos nodos y la economía criminal asociada (peajes, extorsión, contrabando) sostiene una guerra que se financia en buena medida fuera del presupuesto estatal, desplazando el centro de gravedad de la autoridad hacia estructuras armadas semiautónomas.

El tablero regional: apoyos, rivalidades y “proxy” en la sombra

La prolongación del conflicto depende del apoyo externo. Egipto ha sido identificado como un respaldo clave del liderazgo del ejército (SAF), en coherencia con su prioridad de seguridad fronteriza y su aversión a milicias autónomas que puedan desbordar el orden estatal. Emiratos Árabes Unidos aparece con frecuencia vinculado a redes de financiación, suministro y comercio de oro que benefician a las RSF, articulando intereses económicos con cálculos de influencia regional. Irán y Turquía, con agendas de proyección y ventas de sistemas, figuran en el mapa de proveedores y mediadores, reflejando un escenario de alianzas superpuestas y competencia entre polos de poder.

A nivel diplomático, hubo momentos de convergencia —como propuestas de tregua impulsadas por Estados Unidos, Egipto, Arabia Saudita y Emiratos— que la RSF dijo aceptar; sin embargo, la distancia entre anuncios y cumplimiento sobre el terreno reveló los límites de estas iniciativas en ausencia de mecanismos verificables y costes creíbles por violar los acuerdos. La crítica central, repetida por observadores, apunta a que las agendas de los patrocinadores (seguridad, acceso a recursos, competencia por el Mar Rojo) no siempre son compatibles con una pacificación inclusiva, y que la inversión en capacidades militares supera la inversión en instituciones de paz y ayuda humanitaria.

En paralelo, la narrativa internacional osciló entre el alerta y el silencio mediático: algunos recuentos estiman decenas o cientos de miles de muertos, y magnitudes de desplazamiento inéditas, mientras los focos globales permanecen en otros conflictos. Este desequilibrio informativo, subrayado por análisis y reportajes, afecta la presión pública y la energía diplomática disponible para sostener iniciativas de protección de civiles y acceso humanitario.

La dimensión humanitaria y el desorden regional

El Soudan se ha convertido en el epicentro de la mayor crisis de desplazamiento contemporánea: ciudades vaciadas, campamentos atacados y niños en situación de desnutrición aguda. La hambruna confirmada en núcleos urbanos y áreas rurales refleja la convergencia de bloqueo de rutas, destrucción de infraestructura y colapso de la cadena de suministros. El impacto se desborda hacia Chad, Sudán del Sur y Etiopía, tensionando sistemas de acogida y multiplicando los riesgos de inestabilidad fronteriza. Organismos internacionales han reiterado que la guerra “aplasta a los civiles”, y han advertido sobre el deterioro acelerado de indicadores de salud, educación y seguridad alimentaria.

La combinación de crisis humanitaria y economía de guerra produce un círculo vicioso: cuanto mayor es el desastre social, más rentable se vuelve para actores armados controlar la ayuda, tributar corredores y condicionar el acceso. El resultado es una estatalidad mínima, con jurisdicciones de facto y un gobierno incapaz de proyectar autoridad más allá de enclaves bajo fuego.

Salidas posibles: condiciones, incentivos y verificación

Cualquier vía de salida exige tres capas simultáneas.

  • Acceso humanitario y protección de civiles: corredores seguros, vigilancia internacional in situ y sanciones automáticas por ataques a servicios esenciales, con monitoreo independiente.
  • Desconexión de la economía de guerra: trazabilidad del oro, control de exportaciones e importaciones críticas, y mecanismos regionales de bloqueo de flujos de armas, acompañados de incentivos económicos a cambio de cumplimiento verificable
  • Arquitectura política transicional: integración condicionada y secuenciada de fuerzas, justicia para crímenes graves y garantías para actores que entreguen capacidades militares, combinando presión y seguridad jurídica.

Sin estos pilares —y sin convergencia real entre los patrocinadores externos— los anuncios de tregua seguirán atrapados entre declaraciones y hechos sobre el terreno. La historia reciente del Soudan muestra que la paz requiere alterar la estructura de beneficios que hoy premia la violencia. Cerrar las válvulas de financiación, asegurar los puertos y rutas para la ayuda, y reconstruir capacidades civiles son condiciones necesarias para detener la espiral. La alternativa es la prolongación de un conflicto que, en El Fasher y más allá, ha hecho de la sociedad sudanesa su principal campo de batalla.

 

Elena Rusca

 

 



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Elena Rusca

Periodista, corresponsal en Ginebra
  1. Pensaba comentar, pero estoy empezando a sospechar que nadie lee los comentarios en este sitio ; internet es «opaco» : no hay manera de confirmar o descartar esa sospecha

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