Comienzan los preparativos dieciocheros y, con todas las cautelas sanitarias, el pueblo recibe un balde de agua fría, uno de muchos: el precio de la carne está por las nubes y por las arbitrariedades del “mercado” se anticipa que en fiestas  patrias comer un asado saldrá sobre un 25% más caro que el año pasado, pese a que los salarios de los afortunados que cuentan con un trabajo se mantienen invariables.

Cual pandemia incontrolable la inflación que también embiste agresivamente a los chilenos – hoy en sus peores cifras en cinco años –  está destruyendo a un sinnúmero de familias que no disponen de recursos para afrontar este proceso depredador ante el cual la autoridad económica se desentiende y solo observa sin indicios de querer contenerlo o entregar a la población afectada los medios necesarios para combatirlo con éxito.

La vorágine de candidatos y candidaturas que se inscribieron para las elecciones presidenciales y parlamentarias no llega a ocultar los desastrosos efectos de la variante inflacionaria sobre tantas  y tantos que van de una calamidad a otra, acentuando la miseria dura que agobia a amplios sectores precarizados y a mucha gente desposeída y desprotegida.

Los de abajo todavía esperan políticas públicas que permitan la instalación de un potente sistema de seguridad social que defienda  y proteja a la población, pero el presidente de la República mira para el lado contrario: viene de entregar a Carabineros 666 nuevos vehículos cuyo costo fue de 16 mil 515 millones de pesos, además de 9 mil millones de gastos de mantenimiento.

Si se decide actuar, este gobierno llega atrasado a todas partes: la excesiva tardanza en modificar  el mecanismo de estabilización de precios, al cabo de 35 semanas consecutivas de alzas de los combustibles, refleja el desinterés del oficialismo por el encarecimiento desmedido de todo lo indispensable, uno de los factores del descontento generalizado en su contra.




En esta hora de definiciones electorales y  de elaboración de una nueva Constitución Política es crucial empezar a abordar con seriedad uno de los mayores problemas  que empobrecen a las clases populares que reciben a diario el violento impacto de la carestía no reconocida  por las elites dominantes que tampoco compensan  por la vía monetaria a millones de damnificados.

Las grandes mayorías no son tomadas en  cuenta por los administradores del modelo neoliberal que dejan las políticas de precios en manos del libre mercado desregulado, esto es, de los intereses financieros de los todo poderosos dueños de Chile que únicamente buscan acrecentar sus enormes fortunas sin considerar el daño que provocan a la masa consumidora. Lo que fue el poder adquisitivo de los trabajadores se diluyó completamente, ya que no hay presupuesto hogareño que llegue a fines de mes.

A ello se agrega la información de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, según la cual a nivel mundial los valores de los alimentos están registrando alzas que son las mayores  en los últimos 10 años. No corresponde  continuar negando o soslayando la existencia de este fenómeno que angustia a hombres y mujeres que no provienen precisamente del barrio alto.

El IPC de julio empujó a la inflación a su mayor nivel desde 2016: llegó al 0,8% con lo que alcanzó un 2,8% en los primeros siete meses del año. Estas son cifras oficiales que distan considerablemente de las reales que se cobran en supermercados,  negocios,  almacenes y ferias libres,  y que deben pagar las familias chilenas con gran esfuerzo.

De nada sirven  que irrumpan tecnócratas del Banco Central – de la mano con los administradores del modelo – que se apoyan en estudios de operadores económicos de entidades bancarias y financieras para ignorar la cruda realidad de las dueñas de casa de barrios y poblaciones,  e insisten en la cantinela de que “la inflación está controlada”. Por de pronto anticipan que a fines de año el costo de la vida no superará el 4,2% vaticinio que se asocia a una oscura manipulación del IPC.

Gran parte de los productos alimenticios, frutas y verduras, han subido su precio abusivamente en menos de un año, la leche es aquí más cara que en países europeos, el valor del pan sube continuamente, los medicamentos están entre los más caros del mundo,  los artículos para el hogar y los materiales de construcción parecen sobrevalorados, etc. Los servicios que antes fueron públicos  reajustan sus tarifas según lo determinan las transnacionales que son sus dueños, con total impunidad.

La sostenida ola alcista que sufre el pueblo ya castigado por la crisis sanitaria,  merece al menos una compensación económica de parte del gobierno, al que aún  le queda tiempo para dejar iniciado un proceso democrático de redistribución de la riqueza. Se necesita creación de empleos formales, mejores salarios,  nuevos IFES reajustados de acuerdo a las circunstancias y bonos especiales para que la ciudadanía soporte con dignidad la violencia inflacionaria.

 

Por Hugo Alcayaga Brisso

Valparaíso



El Clarín de Chile

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