“Yo no vengo a vender, vengo a regalar” se ha convertido en un estribillo pegajoso. En diferentes lugares del mundo, lo vocean los vendedores ambulantes y a cualquiera, seduce la magia de su contenido. Nadie se resiste a un regalo y se ignora quien es el autor de la frase. Quizá se trate de un juglar de la Edad Media que, para sobrevivir, vendía objetos de artesanía y sus poemas escritos en hojas de papel. El estribillo, debido a su burlona armonía e invitación, endulza las orejas de cualquiera. Siempre, después de regatear el precio, el comprador cree haber adquirido una ganga. Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos comprado a los ambulantes. Somos, por naturaleza, compulsivos compradores de baratijas y objetos de algún valor.

Hay quienes sueñan hallar un dibujo a lápiz de Pablo Picasso o de Roberto Matta, ofrecido en el Mercado Persa, por una suma irrisoria. En cierta oportunidad, encontré a la entrada de un centro comercial, a un vendedor de libros usados. Para mi sorpresa, entre novelas, libros de historia y revistas infantiles, ofrecía en mil quinientos pesos, el libro de poemas “El molino y la higuera” del chileno Jorge Teillier. En Internet, cuesta 50 mil pesos y más, y no siempre hay ejemplares disponibles. Lo adquirí y regresé feliz a casa. Esa misma noche, disfruté de la lectura.

Desde Nueva York, pasando por Roma, Madrid y París, los vendedores ambulantes se han apoderado de las calles, plazas o sitios de frecuente turismo. Comprar, parece ser una de las debilidades compulsivas del ser humano, pues significa tenencia de algo, aunque sea una bagatela. ¿Quién no lloró en la infancia, para que sus padres le compraran un juguete? Ni siquiera el Vaticano se halla libre de semejante actividad, antigua como la prostitución o la venta de armas. Hay quienes comercializan ahí, trozos de la sotana de San Bosco, la falange de un dedo de un romano que abrazó el cristianismo o rosarios bendecidos por el Papa. Si usted quiere adquirir agua bendita, se la ofrecen en botellitas ambarinas.

De ahí que, sorprende la actitud de quienes gobiernan Chile, sean amarillos, verdes o rojizos, obsesionados por combatir el comercio ambulante. A punta de garrotazos, empujones o amenazas, conseguirán desalojar a quienes venden en las calles. Entre gritos, los afectados clamarán justicia y dirán: ¿Acaso quieren que a cambio nos dediquemos a robar? A la semana, volverán donde mismo o se cambiarán de sitio, como si fuesen turistas.

En nuestro país, y a mucha honra, la mayoría tiene a un familiar que fue o es vendedor ambulante. Revise usted la historia de sus antepasados y no podrá negar la existencia de un buhonero. El hecho de vender o comprar es una actividad compulsiva. Poseer algo, da garantías de estabilidad, aunque se trate de una cinta para amarrarse el pelo. Nadie viene a Chile en calidad de magnate, a no ser un ladrón de bancos, dispuesto a vivir de la holganza. América del sur se convirtió en refugio de estafadores y de quienes huyen de la justicia, por crímenes de guerra. Ahora, sus descendientes han fundado bancos y agradecen el esfuerzo de los abuelos.




¿Y cuál sería la solución para acabar con el comercio ilegal? Por ahora, no existe posibilidad alguna, y quizá en varios siglos más, cuando la vida en la tierra se convierta en anarquía. Época, donde todos los vendedores ambulantes van a esfumarse, pues no habrá qué vender. ¿Se ha logrado combatir la prostitución, la venta de drogas, armas, celulares y autos robados? Actividades lucrativas por excelencia. Vicios sociales que han conseguido sobrevivir, pues el ser humano es un compulsivo comprador. La sociedad capitalista estimula poseer bienes materiales, aunque no sirvan de nada. Mientras tengamos cesantía, miseria y marginalidad, continuarán las ventas callejeras. A mí, me gustaría vender libros usados y elixires para el amor. Productos que ayudarán a la convivencia en nuestro país, dañado por los vendedores de ilusiones.

 

Por Walter Garib

 

 



El Clarín de Chile

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