Cuando la doctora Izkia Siches, hace meses, tuvo el coraje de acusar de infelices a los empleados de la oligarquía, se debió enfrentar a la violencia de esta manada. Entre chillidos y el llanterío de rigor, la tildaron de imprudente, lenguaraz y de abusar de su cargo. Como buenos patrones, aunque en su mayoría son asalariados, le exigieron pedir perdón. Ella, accedió en beneficio de la paz social. Evitó enfrentarse a esta recua de sinvergüenzas. No debió haberlo hecho. Ser infeliz, es más bien una condición de suerte adversa, no feliz. Bondadoso y apocado.
¿Dónde está la ofensa? Aun cuando los infelices, jamás transigen y viven al aguaite, en estos últimos días han regresado a la polémica. La disfrutan como si fuese un látigo para flagelarse, por ser masoquistas. Disfrazados a menudo de monaguillos, sacristanes o trotaconventos, empezaron a gemir y rasgar vestiduras, al sentirse ofendidos.
Como deben redondear los honorarios de su trabajo, ya sea en el parlamento o en calidad de cagatintas, despertaron de una relativa siesta. Se despercudieron bajo la borrasca, mientras salían de sus cloacas. Y desde el infeliz que, proviene del medio pelo, cuya ferocidad horripila, hasta el señorito de tertulias decimonónicas, se unieron para atacar al gobierno. Hijos de papá, que saben cuándo recurrir a sus sirvientes y deslizarles la propina de rigor.
Se les ve bien aseados, vestidos a la moda y mejor perfumados. No escatiman gastos para acicalarse. Utilizan la voz propia de consueta y saben gesticular. La pasión por demostrar elegancia y oler a santidad o incienso, ha sido siempre un recurso en sus vidas parasitarias. Algunos de ellos, emparentados a la oligarquía, hija de la glotona depredación y el descarado abuso, a regañadientes comparten mesa con los advenedizos. Es decir, con ese medio pelo que, a codazos y patadas, logró integrarse a los eternos servidores del poder económico. Desde los albores de nuestra independencia han sabido medrar, servir al amo y renegar del pasado. Sus apellidos a menudo inventados, donde abundan las erres, los delata.
En su mayoría, nietos de inmigrantes y aventureros, al cabo de los años, ascendieron en la resbaladiza escala social. Supieron encumbrarse a costa de la negación de su ascendencia. Se olvidaron que, sus estirpes, vendían en la calle, baratijas en canastos y habitaban en conventillos. El dinero, junto al servilismo, contribuye a limpiar el pasado y da prestigio social. Si encuentran un vendedor ambulante, lo observan con desprecio y gustosos lo insultarían. Ser de esta estirpe advenediza, no borra rasgos genéticos, pero sí los mitiga, cuando se producen cruzamientos.
De esta hermandad trepadora y olvidadiza, surgieron durante la colonia, los primeros infelices. Mucho de ellos, emparentados ahora con nuestros actuales amarillos, viven un romance de telenovela. Lo niegan, pero igual les hacen guiños de enamorados. A menudo se ven contritos, dedicados a la meditación y al ayuno, igual gimen y dicen sentirse solitarios. Cargar el San Benito de infelices, les produce escozor y sarpullido, aunque de por medio, haya santidad.
Apiñados y financiados bajo el auspicio de El Mercurio, despotrican. Gimotean y se flagelan, movidos por ese fervor tan propio de quienes, viven a costillas del pueblo. Se horrorizan, cuando se habla de infidelidad, ya sea en la política o en el matrimonio. En ambos campos la practican, escondidos en hoteles parejeros o visitando la casa chica. Por algo, adhieren a pie juntillas al aforismo del escritor Dionisio Albarrán: “La fidelidad es una invención de quienes creen en el matrimonio”. Vamos a tener infelices para rato.
Por Walter Garib
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Las voces de los infelices, aunque las engolen, son chillonas y moreiras e insultates kaiser y tratan de asustar con sus apellidos compuestos de la carrera, pérez de arce, de sonoridades erréticas larrainescas...........y siguen siendo infelices!