
Delincuencia organizada y el ocaso de la soberanía estatal
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La liberación de Osmar Ferrer Ramírez —cuyo verdadero nombre es Carlos Alberto Mejía Hernández—, sicario acusado de asesinar al “Rey del Meiggs”, no es un mero error judicial. Es síntoma de una estructura estatal que evidencia grietas profundas frente a la transnacionalización del crimen. Cuando las instituciones ya no logran sostener la ficción de control, el problema trasciende lo jurídico; se transforma en una cuestión política y sociológica. Política, porque interpela al poder, a la conducción del Estado, a la legitimidad democrática; sociológica, porque revela transformaciones más amplias en el tejido social: erosión de la confianza, emergencia de nuevas formas de dominación, normalización del miedo y aparición de zonas marcadas por una soberanía criminal.
Desde hace más de una década, las fronteras entre Estado y crimen organizado se han vuelto porosas. Ya no basta hablar de “infiltración”; más bien, se trata de una simbiosis funcional, en la que instituciones debilitadas permiten u omiten la acción de organizaciones con poder logístico, armado y territorial (no deja de sorprender, en este contexto, la liviandad argumentativa exhibida por la jueza Irene Rodríguez, del Octavo Juzgado de Garantía de Santiago). El avance del Tren de Aragua no responde a una ola migratoria caótica. Por el contrario, obedece a redes delictivas que se mueven por los mismos canales que la movilidad humana desprotegida. Si el Estado no regula ni discrimina con inteligencia, acaba por diluirse.
La liberación del sicario constituye un acto performativo. En términos de teoría performativa los actos no solo reflejan una situación, sino que la crean. Liberar a un sicario en este caso es hacer visible y material un quiebre en el aparato institucional. Mientras jueces y fiscales se reparten culpas en una escena más kafkiana que republicana, el crimen gana poder simbólico y territorial.
Podríamos remitirnos a la política exterior del segundo gobierno del expresidente Sebastián Piñera, que alentó flujos migratorios sin garantías institucionales ni resguardos efectivos. En julio de 2019, la entonces ministra Cecilia Pérez — hoy directiva de Azul Azul — afirmaba que Chile seguiría recibiendo migración venezolana “hasta que el país lo resista”. Lo que se desconocía por completo fue que por esas mismas rutas circulaban redes criminales ya estructurales desde cárceles como Tocorón. Las consecuencias eran previsibles. Pero este país, una vez más, parece condenado a olvidar.
Hoy, las respuestas han sido erráticas, es decir, hay una falta de dirección estratégica, improvisación o inconsistencia por parte del gobierno. No hay una línea clara de acción, solo reacciones dispares. La visita del exministro Manuel Monsalve a Caracas, en enero de 2024, permanece envuelta en silencio: nunca se ha sabido con certeza qué se firmó, qué se discutió o cuál fue la respuesta concreta de las autoridades venezolanas. La debilidad diplomática de Chile ante el gobierno bolivariano ha sido, en este sentido, inaceptable.
A ello se suma la ruptura diplomática por parte de Venezuela, lo que impide la aplicación efectiva de cualquier política efectiva de expulsión. Ese país se niega a recibir a sus connacionales condenados en tribunales chilenos. El problema no es político, sino también jurídico y operativo: sin vínculos diplomáticos normales, no existen canales institucionales viables para ejecutar deportaciones. Chile, en este escenario, opera en clara desventaja, sin capacidad de establecer condiciones ni exigir reciprocidad.
La crisis no se limita al ámbito de la seguridad; compromete también la gobernabilidad. Se ha insistido, con razón, en avanzar en una nueva Agencia Nacional de Inteligencia, pero el cuerpo parlamentario aún no logra articular un consenso mínimo. Ello revela una parálisis institucional, donde la urgencia no se traduce en acción, sino en inmovilidad. Una democracia como la nuestra, que no consigue decidir, es una democracia que pierde eficacia soberana. En ese contexto, la dispersión institucional se transforma en un terreno fértil para el crimen organizado.
¿Cómo explicar, entonces, que un grupo criminal extranjero haya logrado permear incluso a la Fuerza Área de Chile, institución que el imaginario nacionalista de extrema derecha ha considerado históricamente como la “reserva moral de la nación”? El hecho de que el mismo cuerpo haya sido infiltrado por redes delictivas demuele ese imaginario y confirma que ninguna institución del Estado está a resguardo de la corrupción.
Surgen así preguntas insoslayables. ¿Puede hablarse aún de “Estado de derecho” cuando el derecho no logra contener el desborde? ¿Qué tipo de soberanía se ejerce en ausencia de capacidad real de control? ¿Qué legitimidad puede conservar un sistema que guarda silencio ante la descomposición institucional? Estas interrogantes, además, permiten advertir un problema aún más persistente: el abandono histórico del Estado chileno respecto del Norte Chico y Grande. No se trata de una novedad ni de un hallazgo reciente. Es una denuncia sostenida desde hace años por las autoridades locales, obligadas a enfrentar en soledad —y con recursos escasos — las consecuencias de una desatención estructural.
Por ejemplo, si hablamos exclusivamente del Norte Grande del país, basta con observar ciertas situaciones evidentes —expuestas tanto en medios de comunicación como por autoridades políticas— para comprender la gravedad del problema. En Antofagasta, el senador Pedro Araya (PPD) —representante de dicha región— señaló en un programa de televisión, cuya grabación está disponible , una situación insólita: en pleno centro de la ciudad, una de las zonas más costosas para arrendar, existen locales dedicados a la venta de carcasas de celulares. Es evidente que ese tipo de comercio no justifica el elevado costo de arriendo. Sin embargo, allí están, funcionando a la vista de todos, sin fiscalización alguna. Según el propio senador, esta situación es indicio claro de lavado de dinero. Y lo más alarmante: las autoridades regionales lo saben.
Pero no se trata de un caso aislado. En la misma ciudad de Antofagasta —en particular, en la zona sur, en sectores como Paranal— operan mafias dedicadas a la toma ilegal de terrenos. Estas agrupaciones promocionan sus servicios en redes sociales, como Facebook, ofreciendo «asesorías» para tomarse predios a cambio de una cuota. Testimonios difundidos por la televisión local [Antofagasta TV- ] relatan la presencia de individuos que recorren estos terrenos en motocicleta, inspeccionando lotes y fomentando estas prácticas delictivas. También en este caso las autoridades locales conocen lo que ocurre, pero la situación no ha sido contenida.
El patrón se repite en otras regiones. En el centro de Coquimbo, por ejemplo, he podido constatar personalmente un fenómeno similar: en una sola cuadra de la calle Camilo Henríquez, funcionan tres barberías. No se encuentran una al lado de la otra, sino distribuidas en ambas veredas, en una concentración francamente inverosímil. ¿Quién necesita tantos cortes de pelo en un solo tramo? Muchas de estas barberías cumplen otras funciones encubiertas. Sin embargo, tampoco hay fiscalización. Los alcaldes lo saben, pero no actúan. O bien no saben cómo actuar, o simplemente no pueden.
O quizá un ejemplo aún más cercano a Santiago sea el siguiente: todo el mundo sabe que los celulares robados en distintas calles de la ciudad terminan en el comercio informal del Persa Bío-Bío (Franklin), donde operan verdaderas mafias organizadas. Esta situación es ampliamente conocida, incluso por las propias autoridades. Allí participan personas en situación migratoria irregular, muchas de las cuales, además, están involucradas en actividades que perjudican directamente a otras personas.
Gracias a los sistemas de geolocalización (GPS) que traen incorporados muchos de estos dispositivos, las víctimas pueden rastrear sus teléfonos y constatar que, tras ser robados, aparecen precisamente en ese lugar. Y, sin embargo, no hay fiscalización efectiva. No hay operativos disuasivos. Algo ocurre. Hay un bloqueo, un freno que no terminamos de comprender. A mi juicio, lo que se impone es una clara falta de voluntad política. Y insisto en ello: sin voluntad política, no hay control posible.
Lo que se revela aquí no es sólo una falla operativa, sino una profunda crisis de voluntad política. Cuando no existe voluntad para enfrentar al crimen organizado, lo ilegal se vuelve habitual, y lo habitual se normaliza. Lo primero que se requiere es decisión política. Por ejemplo, es fundamental levantar el secreto bancario para seguir la ruta del dinero. Pero eso no ocurre. ¿Por qué? Porque hay sectores políticos —particularmente en la derecha— que se oponen abiertamente. La razón es evidente: estas medidas también pueden afectar ganancias de origen dudoso que circulan en zonas grises de la economía legal.
Todo esto forma parte de una lógica más amplia: la expansión de un capitalismo sin regulación, donde el crimen organizado se convierte en su versión más radical y desinhibida. En ese marco, el Estado de Derecho es reemplazado por el poder del dinero a cualquier costo. Y, paradójicamente, muchos de los valores que la derecha proclama —defensa del mercado, libertad de empresa, maximización de ganancias— son utilizados también para justificar o encubrir prácticas ilícitas. En efecto, se configura una continuidad ideológica entre el discurso promercado y ciertas formas de criminalidad económica: ambos persiguen el lucro, rechazan los límites y erosionan toda frontera ética o legal.
Como escribí en una columna publicada en El Desconcierto hace un tiempo atrás [Crimen organizado, capitalismo y la advertencia de Giovanni Falcone – 10/05/2025], el crimen organizado representa la vanguardia del capitalismo. Si no se toma una decisión efectiva para desarticular esta economía subterránea —que moviliza miles de millones y corroe el tejido institucional desde dentro —, entonces sí: estaremos completamente perdidos.
Finalmente, y he aquí mi posición normativa. No quiero que en mi país a futuro los niños terminen involucrados como “soldados del narco”. Tampoco quiero que, frente al desempleo estructural que atraviesa Chile desde hace muchos años, los jóvenes de sectores populares opten por ganar dinero de cualquier forma, a cualquier costo. Mucho menos quiero que Chile se transforme en un lugar donde, como en México, los periodistas sean amenazados, asesinados o incluso descuartizados por hablar de estos temas. No podemos normalizar secuestros, la extorsión ni este clima de violencia. Simplemente, no es aceptable.
Fabián Bustamante Olguín
Doctor en Sociología. Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte






Felipe Portales says:
Este caso no hace otra cosa que confirmar -¡por enésima vez!- que los grados de corrupción institucional alcanzados en nuestro país no tienen nada que «envidiarle» a la generalidad de los países de la región. Llama, sí, mucho la atención (¿o no tanto?) la escasa cobertura que los medios hegemónicos le han dado a la noticia de que la Contraloría General de la República detectó que, desde enero de 2023, Carabineros de la Región Metropolitana ¡no incautó 626 automóviles que detectó que eran robados; ni tomó preso a 144 personas que detectó que tenían órdenes de detención pendientes! ¡¡¡!!!