
“Parásitos” y la campaña para desmantelar el Estado: de la polémica a la estrategia política
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La columna titulada “Parásitos”, publicada por Cristián Valenzuela en La Tercera —vinculado al círculo de comunicaciones del candidato José Antonio Kast— encendió una nueva controversia pública al acusar a funcionarios públicos de vivir “a costa del erario”. La pieza se difundió en un momento sensible: la oferta de la candidatura republicana de aplicar recortes fiscales por US$6.000 millones en un año y medio persiste sin detalle público sobre qué programas se eliminarían o cómo se compensaría el impacto social. Esa mezcla de ataque retórico y huecos técnicos detonó la reacción del gobierno y abrió un debate mayor sobre el rol del Estado.
La ministra vocera, Camila Vallejo, respondió con dureza política: “Por respeto a otros funcionarios y funcionarias hay que medir un poco más las palabras”, dijo, y advirtió que este tipo de retórica puede servir de coartada para privatizaciones y para recortar la función pública. Paralelamente, el presidente del Partido Republicano, Arturo Squella, sectores cercanos al candidato y el mismo Kast han llegado a cuestionar la credibilidad de organismos técnicos como la Dirección de Presupuestos y el Ministerio de Hacienda, insinuando desconfianza en las cifras oficiales. Ese ataque a la “fiabilidad” técnica de las instituciones —cuando no su deslegitimación abierta— marca otro frente en la disputa: erosionar la confianza ciudadana en los datos y en los garantes institucionales.
Lo noticioso —la columna, la reacción oficial y las dudas sobre las cifras del recorte— es la punta visible de una estrategia política que excede el intercambio de opiniones. Cuando la narrativa dominante presenta al Estado como ineficiente, caro o parasitario, y cuando además se cuestionan públicamente las instituciones técnicas que deberían evaluar impactos y costos, el terreno queda preparado para medidas estructurales: cerrar organismos, privatizar funciones, externalizar servicios y reducir regulaciones.
¿Por qué importa el discurso antes que la medida?
La política opera en dos tiempos: el simbólico (cómo se habla de las cosas) y el técnico (las medidas concretas). Deslegitimar simbólicamente al Estado y a sus servidores públicos hace políticamente más fácil concretar recortes que, de otro modo, enfrentarían resistencia social y técnica. La narrativa es simple y poderosa: si “todo” el Estado está lleno de parásitos, entonces recortar, vender o cerrar es presentado como limpieza y eficiencia, no como desposesión de bienes públicos.
Esa lógica no es teórica: hay precedentes regionales. El caso argentino bajo la órbita del presidente Javier Milei mostró cómo una campaña retórica anti-Estado puede preceder la adopción rápida de reformas estructurales —privatizaciones, desregulaciones, ajustes fiscales— con consecuencias sociales inmediatas: aumento de la precariedad, desprotección social y aumento de la concentración económica. El ejemplo regional funciona como advertencia: desacreditar al Estado es la primera etapa de su desmantelamiento.
Objetivos concretos detrás del discurso anti-Estado
Más allá de la agresividad retórica, existen objetivos políticos y económicos que se alcanzan si se reduce drásticamente el tamaño del Estado:
Transferencia de decisiones al mercado. Servicios hoy definidos como derechos (salud, educación, agua, pensiones) pasan a regirse por lógicas de rentabilidad y consumo.
Apertura de mercados rentables. Cada privatización o externalización crea oportunidades de negocio para grupos privados —locales y extranjeros— en sectores antes regulados o administrados públicamente.
Debilitamiento de controles. Un aparato regulador reducido dificulta la supervisión de grandes empresas, facilitando prácticas de concentración y captura regulatoria.
Reconfiguración social. La ciudadanía deja de verse como sujeto colectivo con derechos y se transforma en consumidor individual, reduciendo las demandas de redistribución y protecciones universales.
Riesgos inmediatos para la sociedad
Los efectos no son hipotéticos: menores servicios públicos significan exclusión, desigualdad y mayor vulnerabilidad ante crisis. Menos Estado también implica menor capacidad de respuesta ante emergencias sanitarias, ambientales o económicas. Además, la pérdida de empleos públicos y el aumento de contratos precarizados golpean directamente a hogares que ya enfrentan alza del costo de vida.
¿Cuál es la salida?
La discusión exige dos niveles de respuesta: técnica y política. En lo técnico, la ciudadanía y la prensa deben exigir detalles: qué programas se recortarán, con qué criterios, y cómo se mitigarán impactos sociales. En lo político, es necesario preguntarse quién gana con cada privatización y por qué se pretende deslegitimar la función pública como punto de partida. La transparencia, la evidencia y la participación deben ser requisitos mínimos antes de cualquier reforma estructural.
Mientras la voz pública normalice llamar “parásitos” a quienes prestan servicios esenciales, el camino para desmantelar el Estado será más sencillo. Defender instituciones no equivale a defender el statu quo: implica, por el contrario, exigir mejores instituciones, más eficientes y más transparentes. Pero primero hay que impedir que la degradación retórica allane políticamente la pérdida de derechos. La pregunta central queda abierta: ¿queremos un Estado que sirva a la mayoría o un Estado reducido que deje al mercado decidir sobre lo esencial?
¿Porqué es tan interesante para la ultraderecha desmantelar el Estado? Kast lo ha dicho. Porque les reducirá los impuestos a las grandes corporaciones, a los más ricos, al 1%. La retórica política señala que con menores impuestos hay más inversión privada, más crecimiento económico, más empleo, producción y consumo. La realidad económica dice lo contrario: más apropiación y más concentración de la riqueza. Aún estamos en la etapa discursiva. Para la etapa técnica tenemos el ejemplo catastrófico de Milei.
Simón del Valle
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