
Muere Gonzalo Díaz: la intensidad de una obra que cruzó la memoria, el arte y la herida chilena
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La muerte de Gonzalo Díaz, Premio Nacional de Artes Plásticas (2003) y una de las figuras más influyentes del arte chileno contemporáneo, deja un vacío que no es solamente cultural, sino también moral y simbólico. Murió este jueves, a los 78 años, según confirmó la Universidad de Chile, institución donde enseñó por décadas, donde formó a generaciones de artistas y donde construyó un pensamiento visual que marcó a todo el país.
Cuando se escriba la historia del arte chileno del último medio siglo, su nombre ocupará un lugar central. No solo por su obra —tensa, crítica, conceptual, profunda— sino porque fue uno de los pocos artistas capaces de articular, con lenguaje propio, la fractura histórica del Chile dictatorial y postdictatorial. En sus pinturas, instalaciones, videos, objetos y textos, se movía siempre entre la filosofía, el psicoanálisis, la memoria y la política. Su obra nunca fue complaciente: Gonzalo Díaz pensaba contra corriente.
Nacido en Santiago en 1947, formado en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, fue parte de aquella generación que vivió en carne propia la ruptura del país tras el golpe de Estado de 1973. Su obra se volvió un laboratorio para tensionar el lenguaje visual, desmontar sus lógicas, fracturarlo, recomponerlo. Como si todo estuviera permanentemente en revisión. Como si el arte debiera interrogar sin descanso aquello que la sociedad prefiere no mirar.
Entre sus trabajos más recordados está “Lonquén 10 años” (1989), una obra que, en un Chile todavía bajo dictadura, abordó el hallazgo de los cuerpos de quince campesinos ejecutados por Carabineros en 1973. Aquella instalación —cruda y silenciosa— se convirtió en un hito: era la memoria entrando al museo, era el duelo entrando en el espacio público.

Décadas después, para la conmemoración de los 40 años del golpe de Estado, Díaz volvió a interrogar esa herida. Su obra a partir de la memoria y la imposibilidad de representarla plenamente, se centraba en la fractura, en la ausencia, en aquello que permanece incluso cuando parece borrado. Esa pieza —que muchos lectores recordarán y cuya imagen acompañará este artículo— es una síntesis perfecta de su pensamiento: el arte como pregunta, nunca como respuesta; el arte como tensión entre lo que se ve y lo que falta.
Pero Díaz no fue solo un creador, sino también un maestro. Profesor Titular de la Universidad de Chile, sus clases —exigentes, intensas, llenas de referencias teóricas— fueron semillero de artistas que hoy conforman parte fundamental del panorama visual del país. Quienes pasaron por su taller coinciden en que enseñaba a mirar: a desmontar los discursos, a entender que el arte no es decoración sino una forma compleja de pensamiento.
A inicios de 2025, la Universidad de Chile lanzó el Archivo Gonzalo Díaz, un repositorio digital con más de 700 registros de obras, documentos, publicaciones y textos. Él mismo participó de la organización del archivo, consciente de que el legado debía ser accesible, estudiado, revisitado. Era un gesto coherente con su trayectoria: la obra como un cuerpo vivo, abierto a nuevas lecturas.
En su lenguaje visual convivían múltiples capas: desde la pintura formal hasta la instalación conceptual, desde el uso de objetos cotidianos hasta referencias directas a episodios traumáticos del país. No era un artista hermético: era un artista exigente. Su obra demanda tiempo, exige al espectador un trabajo de lectura. Y por eso mismo perdura.
La noticia de su muerte llega en un momento en que Chile vuelve a discutir su memoria, su identidad política, sus heridas abiertas. La ausencia de un artista como él, justo ahora, hace más evidente el peso de su obra. Los museos, las escuelas y los propios espectadores deberán volver a ella para encontrar claves sobre cómo se piensa un país fragmentado.
Gonzalo Díaz fue muchas cosas: un conceptualista riguroso, un pintor que desconfió de la pintura, un instalador obsesivo, un maestro generoso, un intelectual agudo, un investigador de la imagen y sus trampas. Pero, sobre todo, fue un artista que no retrocedió ante la densidad histórica del Chile que le tocó vivir. Su obra no buscó respuestas fáciles: buscó incomodar, abrir grietas, poner el dedo en la llaga.
En una de sus entrevistas más recordadas, dijo que el arte era “la insistencia en lo que no sabemos decir”. Esa frase parece hoy una clave para leer su vida completa. Su obra insistió, una y otra vez, en lo indecible: el dolor social, la desaparición, la fractura, la violencia estructural, la memoria como proceso inacabado.
Muere un artista mayor. Pero queda su obra: un archivo de país, un mapa de las sombras que nos atraviesan y una invitación a pensar con seriedad, profundidad y valentía. Gonzalo Díaz no buscó tranquilizarnos. Nos obligó a mirar. Y ese gesto —tan simple, tan difícil— es el que convierte a un artista en un indispensable.





