
Seis años desde la Revuelta: lo que no se ha olvidado
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Han pasado seis años desde que las calles de Chile se llenaron de cuerpos, gritos, colores, rabia y esperanza. Seis años desde que el alza de 30 pesos en el metro se convirtió en el catalizador de una revuelta que venía gestándose por décadas. Hoy, mirando hacia atrás, no puedo sino preguntarme: ¿qué cambió realmente? ¿Qué permanece? ¿Qué nos sigue doliendo?
Lo que vivimos en octubre de 2019 fue mucho más que una protesta. Fue una ruptura profunda, una irrupción del pueblo en el espacio público, una reapropiación de la calle como lugar de memoria, de denuncia y de resistencia. Fue el momento en que la dignidad dejó de ser una palabra abstracta para volverse grito, cuerpo, urgencia. Los cantos, los lienzos, las ollas comunes, los ojos mutilados, los pasos firmes: fue una verdad colectiva que desbordó los márgenes del relato oficial.
La consigna “No son 30 pesos, son 30 años” se volvió diagnóstico, pero también interpelación. Porque lo que estalló no fue solo el alza del metro, sino un modelo económico y político que lleva más de cuatro décadas precarizando la vida. Como dijo el historiador Sergio Grez en los primeros días del estallido, no fueron 30 años, sino 46 años y medio: desde la dictadura de Pinochet hasta hoy, el modelo neoliberal ha sido el hilo conductor de la violencia estructural en Chile.
Ese modelo —impuesto por la dictadura y perfeccionado por la transición democrática— privatizó la salud, la educación, las pensiones, el agua, la vida misma. Convirtió derechos en mercancías y ciudadanos en clientes. Y cuando ese modelo fue cuestionado en las calles, la respuesta del Estado fue la represión: asesinatos, traumas oculares, torturas, detenciones arbitrarias. La ley Naín Retamal, aprobada en 2023, legaliza el uso letal de la fuerza por parte de Carabineros, consolidando una política de seguridad que criminaliza la protesta y normaliza la violencia institucional.
Hoy, mientras se impulsa una nueva propuesta constitucional que busca reemplazar el texto vigente, se intenta cerrar el ciclo abierto por la Revuelta de octubre de 2019. Sin embargo, esta propuesta no recoge las demandas populares que dieron origen al estallido, ni representa una ruptura con el modelo neoliberal que lo provocó. Por el contrario, parece ser la culminación de un proceso de contención institucional iniciado con el llamado Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019 —un acuerdo que, lejos de abrir un camino transformador, estableció límites que anularon la posibilidad de cambiar realmente el sistema.
Este marco legal, diseñado para canalizar el descontento dentro de los márgenes de lo permitido, ha terminado por reforzar las estructuras que la ciudadanía cuestionó en las calles: la mercantilización de los derechos, la concentración del poder, la represión como respuesta al conflicto social. La promesa de una nueva Constitución se ha convertido en una herramienta para restaurar el orden, más que en una oportunidad para imaginar un país distinto.
El proceso constituyente como estrategia de contención
Durante mucho tiempo se nos dijo que el proceso constituyente era una conquista ciudadana, una oportunidad histórica para refundar Chile. Pero hoy, con la perspectiva que da el tiempo veo ese proceso como una maniobra del sistema para perpetuar su hegemonía. No fue una apertura real, sino una estrategia de contención institucional frente a una revuelta que desbordó los márgenes de lo permitido.
La Convención paritaria, con escaños reservados para pueblos originarios, fue presentada como un gesto de reparación. Pero en la práctica, estuvo marcada por límites estructurales, presiones mediáticas, y una lógica de administración del conflicto. El rechazo del texto constitucional en 2022 no fue simplemente una derrota del progresismo, sino la confirmación de que el sistema había logrado reabsorber la energía transformadora del estallido, canalizándola hacia una vía controlada, predecible, y finalmente estéril.
La clase política —de izquierda y derecha— se replegó en sus trincheras, blindando el modelo neoliberal con nuevos ropajes. La derecha volvió con fuerza, sí, pero nunca se había ido. La criminalización de la protesta, la política del garrote, la retórica del orden, son síntomas de un sistema que no tolera la disidencia profunda. Y mientras tanto, las causas del estallido siguen vivas: la desigualdad, la precarización, la exclusión.
Lo veo en cada entrevista que realizo, en cada testimonio que recojo: jóvenes sin futuro, abuelas endeudadas, migrantes invisibilizados, mapuche perseguidos. El modelo neoliberal no solo sobrevive: se adapta, se refuerza, se internacionaliza. Y el proceso constituyente, lejos de ser una ruptura, fue una operación de maquillaje institucional para salvarlo.
La herida abierta: cuerpos, memorias y justicia pendiente
El estallido no fue un capítulo cerrado. Fue —y sigue siendo— una herida abierta que sangra en cada rostro marcado por la represión, en cada familia que espera justicia, en cada joven que perdió la vista, la libertad o la vida. No puedo escribir sobre estos seis años sin nombrarlos. Sin reconocer que la Revuelta dejó un saldo humano que el relato oficial intenta borrar, minimizar, justificar.
Los presos de la revuelta son el símbolo más claro de esa herida. Jóvenes, en su mayoría de sectores populares, que fueron detenidos en el contexto de las protestas y que aún enfrentan procesos judiciales largos, arbitrarios, marcados por la criminalización política. El Estado utilizó el aparato penal para castigar la disidencia, aplicando medidas desproporcionadas, negando beneficios, y construyendo una narrativa de “enemigo interno” que recuerda los peores momentos del autoritarismo.
A ellos se suman las víctimas de traumas oculares, más de 460 personas según cifras del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH). Cuerpos marcados por balines, por perdigones, por una violencia que apuntó deliberadamente al rostro, a la mirada, al derecho a ver. Cada uno de esos casos es una historia de dolor, de lucha, de resiliencia.
Y están los muertos. No podemos olvidar a Alex Núñez, Abel Acuña, Mauricio Fredes, entre otros. No podemos aceptar que sus nombres se diluyan en el tiempo, que sus muertes se conviertan en cifras. Cada uno representa una vida truncada por la violencia estatal, una familia rota, una comunidad herida. La justicia para ellos sigue pendiente, y el silencio institucional es una forma de impunidad.
Pero la Revuelta también fue una escuela. Una escuela de organización, de creatividad, de solidaridad. Aprendimos a cuidarnos, a escucharnos, a que aún es posible construir desde abajo. Surgieron ollas comunes, brigadas de salud, medios alternativos, redes de apoyo mutuo. En medio del caos, floreció una resistencia que no se dejó domesticar.
El sistema ha intentado absorber esa energía, convertirla en trámite, en protocolo, en reforma superficial. Pero sigue latiendo en los territorios, en los colectivos, en las memorias vivas. Porque la Revuelta no fue solo un evento: fue una transformación subjetiva, una ruptura del miedo, una afirmación de que la vida vale más que el mercado.
Chile y el mundo: espejos rotos
Lo que pasó en Chile no fue aislado. En mis reflexiones más globales, he vinculado la revuelta con otras luchas: Palestina, Colombia, Sudán. Todas enfrentan formas de ocupación, de extractivismo, de violencia neoliberal. Todas resisten desde la dignidad, desde la memoria, desde el cuerpo. El modelo globalizado que se impuso tras el fin de la Guerra Fría ha mostrado sus límites: crisis climática, migraciones forzadas, concentración obscena de la riqueza, erosión democrática. Y sin embargo, sigue operando, blindado por tratados, por algoritmos, por discursos que naturalizan la desigualdad.
El neoliberalismo no es solo una política económica. Es una forma de vida que nos fragmenta, nos individualiza, nos hace competir en lugar de cuidar. Nos enseña que el éxito es acumular, que el valor está en el mercado, que la vida es un bien transable. Y en ese modelo, los cuerpos que no producen, que no consumen, que no se adaptan, son descartables. Lo vemos en los migrantes que mueren en el Mediterráneo, en los pueblos que resisten el extractivismo, en los jóvenes chilenos que perdieron la vista por exigir dignidad.
No tengo respuestas definitivas. Pero sí convicciones. Hay que construir narrativas que desafíen el silencio y la impunidad. Hay que apostar por otras políticas y economías. Sin embargo, el cambio no gusta: ni a la derecha ni a la izquierda institucional. Porque el cambio real implica renunciar a privilegios, desmontar estructuras, abrir grietas en el muro.
La revuelta fue un momento de apertura, de posibilidad. Hoy, esa posibilidad sigue viva en los gestos cotidianos de resistencia, en los medios alternativos, en los espacios de arte y cultura popular, en las ollas comunes, en las brigadas de salud, en las redes de apoyo mutuo. No se trata de idealizar el pasado, sino de aprender de él para imaginar futuros más justos.
Yo sigo escribiendo, traduciendo, acompañando. Porque creo que las palabras pueden abrir grietas en el muro. Porque creo que la memoria es un acto de resistencia. Porque creo que otro Chile —y otro mundo— son posibles.
Y mientras haya presos, mutilados, muertos sin justicia, esa herida seguirá abierta. No por nostalgia, sino por compromiso. Porque recordar es resistir. Porque nombrar es reparar. Porque escribir es también una forma de cuidar.
Elena Rusca






Renato Alvarado Vidal says:
Para un nuevo proceso constituyente debemos tener presente que la ASAMBLEA debe ser soberana, no acotada por la casta política como en el proceso anterior, y tan importante como esto es que no podemos volver a saltarnos la etapa fundamental, la más larga e imprescindible: la discusión en las bases.
Un nuevo proceso constituyente debe comenzar necesariamente por la discusión cara a cara, en los cabildos y asambleas en los que el propio pueblo se convoque, solamente así podremos eludir la influencia tóxica de los medios de comunicación y las redes en manos del rival.
Serafín Rodríguez says:
Lo que verdaderamente cuenta, importa y vale es «la constitución real» del país; es decir, los factores reales y efectivos de poder que lo rigen. Esto es lo que hay que cambiar. La constitución escrita o de papel dura mientras haciendo uso de ella no se atente de ninguna manera crítica contra los intereses de tales poderes, básicamente el empresariado nacional y extranjero asentado en el país y los poderes del Estado, los medios de comunicación hegemónicos y las fuerzas armadas que mantienen, sirven y protegen la institucionalidad estatal —»lo que hay” y que actualmente no es más que el sistema neoliberal a ultranza impuesto por la dictadura y mantenido y perfeccionado por los gobiernos de posdictadura, incluído éste y 7 de los candidatos que buscan ser gobierno con la excepción de la candidatura testimonial de Artés con su 1% de apoyo también testimonial.
Por supuesto, otra cuestión muy distinta y muy diferente es que se pueda cambiar la correlación de los poderes reales y efectivos que rigen al país dentro de la institucionalidad a su servicio.
Serafín Rodríguez says:
Más bien, lo que el gobierno de Boric y la candidatura de Jara no han logrado hacer olvidar sino que todo lo contrario al plegarse, respectivamente, a la burda, grotesca e infame socialdemocracia de posdictadura en la ejecución de sus políticas públicas y campaña presidencial.