Columnistas

La (anti)estética del fascismo

Tiempo de lectura aprox: 4 minutos, 27 segundos

¿Qué es lo bello? Ya desde los tiempos de los filósofos clásicos se hacía esta pregunta. Platón señalaba que lo bello era lo “medido, armonioso y proporcionado”. En el diálogo Hipias Mayor, Platón recoge las ideas base de su maestro, Sócrates, sobre el tema. Aristóteles, por su parte, insistió en que, contrariamente a lo que muchos creían (y aún creen), la belleza podía ser medida de manera objetiva. Esto último sigue siendo materia de discusión. En términos prácticos, ese debate suele resolverse recurriendo a la dicotomía entre lo subjetivo—el gusto—y lo objetivo—la apreciación—, especialmente cuando se trata de discusiones en materia de expresiones artísticas. Así, aparentemente, todos pueden quedar contentos. Una salida conciliatoria que deja espacio para que a algunos les guste el regatón (horroroso como puede ser desde una visión estética que aspira a cierta objetividad), mientras, por otro lado, educadores musicales o de las artes plásticas (en los pocos colegios donde esas materias aún se enseñan) traten, quizás infructuosamente, de que sus estudiantes se interesen en por lo menos oír algún fragmento de Mozart o echarle una mirada a algún cuadro de Van Gogh. Esto, con el objetivo de cultivar la capacidad de apreciación estética.

En sociedades donde se vivieron experiencias de dominación de corte fascista, como la chilena, se produjo también una fuerte represión en materia cultural y, con ello, se destruyó gran parte de la educación estética que, de manera formal (escuelas) o informal (medios de comunicación, literatura, otras instancias informales a nivel comunitario, etc.), se había logrado establecer.

Una de las maneras de afianzar la dominación sobre las grandes mayorías, además de la represión, el terror y la pobreza, es mantener a esa gente en la ignorancia y sumergida en el consumo de productos culturales que destacan por su vulgaridad. Un ambiente donde lo chabacano deviene la norma; posiblemente el ejemplo más notorio de ello lo da la mayoría de los humoristas que actúan cada verano en el Festival de la Canción de Viña del Mar. Una práctica que, de paso, da continuidad al objetivo de la dictadura: mantener a la gente revolcándose en el lodo de la tontería masificada mediante el chiste vulgar.

El efecto de esta degradación de lo bello, en aras de satisfacer los gustos muy básicos de gente que ha sido “deseducada” por décadas, se traduce en una suerte de culto por lo feo (el “feísmo” lo llaman algunos), lo que incluso llega a manifestarse en acciones destructivas. En este escenario, los blancos del ataque de la “incultura” son tanto objetos naturales como culturales. En el noticiero chileno veía cómo uno de los fenómenos naturales más hermosos que se dan en Chile, el “desierto florido”, un evento que, para que ocurra, requiere condiciones muy especiales y poco usuales—lluvia en un paraje muy seco—, fue objeto de un violento ataque por parte de enemigos de lo bello. Fascistas enemigos de la estética, pudiéramos llamarlos. El reportaje mostraba cómo algunos sujetos, montados en motos u otros vehículos, se internaron en el paisaje de flores con el único propósito de causar daño.




En estos mismos días, en otra nota informativa, se mostraba cómo, después de un largo tiempo de renovación, se recuperaba el que probablemente sea el monumento público más bello de la ciudad de Santiago (que, a decir verdad, no se distingue por tener muchos espacios de belleza escultórica o arquitectónica), la llamada Fuente Alemana en el Parque Forestal. Al poco tiempo, sin embargo, el conjunto escultórico fue vandalizado. ¡Ah, y no se piense que, porque las consignas escritas allí hacían referencia a reivindicaciones de lucha popular, ellas reflejen un pensamiento o un accionar de izquierda! Muy lejos de eso. Lo más seguro es que los que causaron ese daño sean individuos sin mayor formación ni conocimiento de política, probablemente se trata de elementos del lumpen que ya tuvieron triste figuración, desvirtuando los objetivos del estallido social de 2019 y, de hecho, haciendo el trabajo sucio de la derecha y de las fuerzas represivas.

Es curioso ver cómo esa actitud fascista ante la estética, ante lo bello, ha calado tan hondo en la sociedad chilena que sujetos que, aunque de modo muy tangencial, intentan situarse del lado contestatario, la han asimilado en su comportamiento concreto. Como algunos se hacen llamar anarquistas, quizás deberían empezar por leer a Bakunin o Kropotkin, o al menos las referencias que Manuel Rojas hace en sus relatos sobre los reales anarquistas chilenos del siglo pasado.

En este debate cultural también debe tenerse presente el valor de los productos creados en diversos momentos de la historia de Chile y que, no por haber sido producidos en tiempo de dominio oligárquico, merecen ser destruidos o vandalizados, como algunas mentes torpes parecen pensar. Al respecto, recuérdese el cuidado que tuvieron los bolcheviques durante el asalto al Palacio de Invierno en Petrogrado (San Petersburgo), punto inicial de la Revolución Rusa, de resguardar todos los objetos de arte que el Palacio albergaba. Los revolucionarios no destruyen, sino que rescatan para el pueblo los objetos de valor estético elaborados por generaciones anteriores. Lo mismo es válido en general para todos los objetos en los que la belleza se hace presente, sean naturales, como el desierto florido, o culturales, como los (pocos) monumentos y edificios públicos de valor patrimonial en diversas ciudades del país.

El levantar este llamado crítico en defensa del patrimonio cultural no significa negar la legitimidad de la protesta. Pero atención: la protesta viene de tiempos inmemoriales y no la inventaron los muchachos del estallido social—con toda la consideración que su causa nos pueda merecer, aunque no siempre sus métodos—, sino que tiene una larga trayectoria. Quien escribe esta nota también tuvo una participación activa en inolvidables jornadas en los años 60, pero con la salvedad de que a nadie entonces se le ocurría destruir semáforos o buses, porque se entendía que ello no hacía ningún favor a la causa que defendíamos. Mucho menos atacar bienes públicos que, además, tenían valor cultural, como nuestras propias instalaciones liceanas o universitarias, por ejemplo, o los múltiples monumentos que adornan apenas nuestra pobre ciudad.

Como podemos ver, el fascismo en Chile cambió muchas cosas; entre ellas, desarticuló la relación del pueblo con la cultura, hasta el punto de que, en su reemplazo, levantó el culto a lo feo y a lo chabacano. En Santiago se demolieron hermosas construcciones para, en nombre de la modernidad, erigir pretensiosos rascacielos de dudoso valor arquitectónico. Una situación similar se vio en otras ciudades. Valparaíso es quizás el caso más dramático: hermosos barrios han caído en una total decadencia. El que probablemente es el monumento más hermoso de esa ciudad, el Arco Británico, estuvo durante mucho tiempo vandalizado, como la Fuente Alemana en la capital. En cambio, a alguien, creo que al final de la dictadura, se le ocurrió levantar el monumento más feo de la ciudad en medio de la Avenida Argentina, una suerte de tubos de cobre circulares enredados en una forma tan grotesca, que los porteños merecidamente bautizaron el adefesio como “el mojón” por la asociación que con el resultado de los movimientos intestinales sugiere. Un “digno” legado de la estética del fascismo, la estética del mal gusto imponiéndose para, desde la (des)cultura, contribuir a la continuidad del modelo.

En medio de todo este álgido momento de campaña electoral, quizás algunos piensen que llamar a reflexionar sobre el valor de lo bello y su rescate, en las diversas formas en que se manifiesta, sea casi un tema para diletantes, pero no es así. La reivindicación de los valores culturales y estéticos de Chile también es una tarea urgente. No olvidar: la vulgaridad, aunque intente parecer “popular”, es, al fin y al cabo, un instrumento para mantener a la gente dominada.

 

Sergio Martínez (desde Montreal Canadá)

 

 

 

 

 

 



Foto del avatar

Sergio Martinez

Desde Montreal
  1. Hugo Latorre Fuenzalida says:

    Gracias Sergio por tus lúcidas reflexiones. Hubo un tiempo en que los chilenos, desde la pobreza humilde, se elevaba hacia una cultura que la sociedad toda valoraba y difundía.
    Ahora, la buena cultura, esa que exige elevar la mirada hacia lo superior se está enlodando y sucumbe a la avalancha de lo sucio, lo feo y lo burdo.
    Es parte de la decadencia, que cuando toca la cultura, ya se hace complicado retornar.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *