Chile al Día

Tomas, desigualdad y derecho a la ciudad: una historia inconclusa de la vivienda en Chile

Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 45 segundos

Las tomas de terreno no son un problema nuevo ni excepcional en Chile. Son, más bien, una respuesta histórica, colectiva y desesperada frente a la imposibilidad persistente de cientos de miles de familias de acceder a una vivienda digna en un país que, durante décadas, ha tratado el suelo urbano como un bien de mercado más que como un derecho social. Desde las grandes ocupaciones de Santiago en los años 50 y 60 hasta la proliferación de campamentos en la última década, el fenómeno revela un conflicto profundo entre la ciudad que se planifica desde arriba y la ciudad que se construye desde la necesidad.

Los orígenes: cuando Chile descubrió que los pobres podían organizarse

El 30 de octubre de 1957 marca un hito: la toma de La Victoria. Más de 1.200 familias decidieron ocupar la chacra La Feria, en la periferia de Santiago. No fue un acto de violencia, sino de organización: comités, vigilancia nocturna, definición de calles, instalación de servicios básicos improvisados. Ese gesto fundacional dio origen a una población que con el tiempo se convirtió en un símbolo de resistencia, participación popular y autogestión.

El fenómeno no era aislado. En esos años, Santiago crecía aceleradamente, presionado por la migración campo-ciudad —producto de la modernización agrícola, la mecanización y la concentración de tierras— y por la inexistencia de políticas de vivienda capaces de absorber la demanda. Las “poblaciones callampa”, precarias, desbordaban los bordes de la ciudad. Las tomas surgieron como una forma directa de resolver lo que el Estado había abandonado.

Estos movimientos fueron configurando una identidad política: el “poblador”, sujeto colectivo que luchaba por tierra y vivienda. Las décadas siguientes —incluyendo la Unidad Popular— vieron decenas de tomas que marcaron la configuración urbana de Santiago.




Los años de la dictadura: erradicación y periferias

Durante la dictadura, el enfoque cambió radicalmente. Las tomas fueron reprimidas y miles de familias fueron erradicadas desde comunas céntricas o con valor inmobiliario hacia zonas alejadas como La Pintana, Bajos de Mena o la periferia de Puente Alto. La política habitacional se subordinó a la lógica del mercado: vivienda barata, de baja calidad, lejos de centros laborales y servicios.

El modelo de subsidios permitió entregar cantidad, pero deterioró la calidad urbana. Bajos de Mena se transformó en el ejemplo más extremo: un gueto construido por el propio Estado, donde la vivienda se entregaba sin ciudad, sin transporte adecuado, sin equipamiento y sin planificación.

Esta matriz —subsidio a la demanda, suelo barato, periferia sin servicios— sobrevivió intacta durante la transición democrática. Se construyeron viviendas, sí. Pero se consolidó un patrón de segregación que persiste hasta hoy.

El siglo XXI: campamentos, migración y un mercado inmobiliario excluyente

En los años 2000, Chile vivió un auge económico que impulsó el crecimiento urbano, pero no redujo la desigualdad estructural. Mientras la vivienda se encarecía, el mercado inmobiliario se volvía cada vez más inaccesible para los sectores populares y crecientemente para los sectores medios. El arriendo comenzó a desplazar a la propiedad; la deuda se transformó en condición para vivir en la ciudad.

Entre 2010 y 2023 el número de campamentos aumentó de manera explosiva. Factores como la migración latinoamericana, la precarización laboral, el alza del precio del suelo y la falta de regulación urbana hicieron que miles de familias quedaran atrapadas entre un mercado abusivo y un Estado lento.

El Censo 2024 reforzó estas señales contradictorias: hubo menos hacinamiento en términos generales, pero creció la “vivienda crítica”, aquella caracterizada por precariedad severa, sobreocupación, autoconstrucción o ausencia de servicios adecuados. Esto significa que, aunque algunas políticas mitigaron problemas, la desigualdad urbana se profundizó.

Al mismo tiempo, los precios de la vivienda en Santiago —empujados por la especulación del suelo, la concentración del mercado inmobiliario y la competencia por zonas con buena conectividad— expulsaron hacia la periferia a miles de hogares. La ciudad se volvió más cara y menos accesible.

Y ahí emergen las tomas contemporáneas: articuladas por comités, cooperativas o redes comunitarias. No como actos de rebeldía, sino como estrategias de supervivencia.

La toma como respuesta política a una falla estructural

Las tomas no surgen por desorden, sino por ausencia de alternativas. Son la respuesta más extrema al fracaso del modelo urbano neoliberal: cuando el suelo es mercancía, quienes no pueden comprarlo quedan fuera de la ciudad. Y quedar fuera significa aislamiento, pobreza, vulnerabilidad.

En este escenario, la toma se convierte en una herramienta política: obliga al Estado a mirar. Y obliga a la sociedad a reconocer que el acceso al suelo —al lugar donde se construye la vida cotidiana— no puede depender exclusivamente del mercado.

Por eso casos como la megatoma de San Antonio, o las decenas de campamentos en Antofagasta, Iquique, Viña del Mar y Santiago, no deben ser leídos como anomalías. Son señales de un sistema que colapsa por sus bordes.

Vivienda social: avances, límites y una deuda persistente

Chile ha construido miles de viviendas sociales en las últimas décadas, y eso ha mitigado parte del déficit. Pero la vivienda social, tal como está diseñada, es insuficiente para revertir la desigualdad urbana.

Sus principales límites son conocidos:

  • se construye en suelos baratos y lejanos;

  • se entrega la casa, pero no la ciudad: sin servicios, sin transporte, sin áreas verdes;

  • se concentra pobreza y se reproduce el ciclo de exclusión;

  • se tarda años en ejecutarse;

  • exige requisitos que muchas familias pobres no pueden cumplir.

En vez de integración urbana, se produce segregación. En vez de oportunidades, desplazamiento.

El derecho a la ciudad como agenda pendiente

Hoy, cuando el país observa situaciones como la expropiación en San Antonio o el aumento creciente de campamentos, debería ser claro que el problema no se resuelve solo con construir más viviendas. Requiere una transformación profunda en la manera en que Chile concibe su territorio urbano.

Al menos cuatro líneas son imprescindibles:

  1. Política robusta de suelo: el Estado debe adquirir, regular y planificar suelo urbano bien ubicado para proyectos integrados.

  2. Arriendo protegido y regulación del mercado: sin control, el arriendo seguirá expulsando a familias hacia la informalidad.

  3. Ciudades integradas, no periferias precarizadas: servicios, transporte, áreas verdes, escuelas, conectividad.

  4. Participación efectiva de pobladores y migrantes en proyectos urbanos: sin ellos, no hay sostenibilidad social ni legitimidad.

Las tomas, desde La Victoria hasta San Antonio, han cumplido un rol incómodo pero fundamental: recordarle al país que el derecho a la ciudad no puede depender del ingreso. Que el suelo no es un lujo. Que la vivienda no es un premio. Y que mientras el modelo actual siga produciendo exclusión, las tomas seguirán emergiendo como recordatorio y protesta, como necesidad y como diagnóstico.

Porque en Chile, cuando el Estado tarda demasiado en llegar, la ciudad se construye igual. Se construye desde abajo.

Simón del Valle



Foto del avatar

Simon Del Valle

Periodista

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *