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Telescopio: El «legado» de Donald Trump

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El hecho de ponerlo así, entre comillas, es para disipar cualquier impresión de ambigüedad respecto del mandatario estadounidense. Eso, porque se tiende a pensar la palabra “legado” como algo positivo, en circunstancias que el vocablo es más bien neutro. Legados pueden haber para todos los gustos, buenos, malos y otros todavía a dilucidarse.

Escribiendo desde Canadá—aquí estamos al lado del poderoso vecino—lo acontecido al sur de la frontera uno lo ha vivido de manera muy inmediata. Incluso, particularmente en el ambiente de los medios de comunicación, la experiencia se ha vivido como si ocurriera en este país.

El ambiente de la cultura popular por su parte, ha vivido el “fenómeno Trump” muy de cerca también: un diario local publicó una caricatura mostrando a un dibujante rogando que ganara Trump. No cabe duda, los caricaturistas han tenido una fuente inagotable de temas desde que Trump llegó a la Casa Blanca. Igualmente los programas televisivos de humor. Trump definitivamente ha sido uno de los personajes más caricaturizables de los últimos tiempos. Algunos incluso dirían que él mismo es una caricatura viviente. Sin duda los dibujantes satíricos, los imitadores en la televisión y en las redes sociales, lo echarán de menos (una manera de decir por cierto).

El periodismo de farándula, por su parte, pierde también otra importante fuente de material fotográfico: ya no estará en la Casa Blanca la que ha sido probablemente la más bella, elegante y glamorosa Primera Dama desde los tiempos de Jacqueline Kennedy. Claro, no siempre decía muchas cosas (ni tampoco las más brillantes, aunque sobre esto no adelanto más juicios, no sea cosa que se me tache de machista, y como por sobre todo, soy un caballero, las dejo ahí), pero de cualquier modo sus dotes de darling del periodismo farandulero también se echarán de menos en ese ambiente.




Entrando en materia más política ¿cuál será el legado de Trump? Uno no debe olvidar que 70 millones de estadounidenses votaron por el ahora derrotado presidente. Esto en unos comicios presidenciales que tuvieron el mayor porcentaje de participación electoral desde comienzos del siglo 20.  El diario The Washington Post proyectaba un porcentaje de participación de un 66,5% superando el 63,8% de 1960 (cuando ganó Kennedy) y el 65,7% de 1908 (en Estados Unidos el voto es voluntario). Destacamos la cifra (a su vez 75 millones lo hicieron por Joe Biden), porque aunque derrotado, esos números indican un alto porcentaje de apoyo a un hombre que en muchas ocasiones se mostró como imprevisible, racista, sexista, e incluso corrupto.  Nada de eso importó mucho a seguidores que asumieron su adhesión ya no solo como una opción política, sino como una verdadera concepción de vida. Su nacionalismo—“to make America great again”—es veladamente excluyente porque esa America es esencialmente la blanca, y a su vez ello se acompaña de un lenguaje populista—que aunque en última instancia es de derecha—al estadounidense promedio, incluyendo a mucha gente de la clase trabajadora, le llega muy de cerca: el país está dominado por una elite. Y ciertamente, todo el mundo siente odio, resentimiento o al menos antipatía por las elites. Bueno, todos los que no hacen parte de esa elite, naturalmente.

El artilugio trumpiano sin embargo, fue siempre apuntar a una parte de esas elites, principalmente a sus sectores intelectuales, académicos y ciertamente, los medios de comunicación que en Estados Unidos se etiquetan muy fácilmente como conservadores o liberales. Aunque en los hechos todos responden a un mismo objetivo, domesticar la opinión pública. Noam Chomsky ha caracterizado muy bien el rol de esos medios en su obra Manufacturing Consent: “Manufacturar el consentimiento es crear un sistema en el que los ciudadanos se vuelvan dispuestos y obedientes, consintiendo y sin cuestionar, obedeciendo ciertos principios y paradigmas, todo ello mediante la propaganda patrocinada por las corporaciones a través de los medios de comunicación y el comercialismo, en contraposición a la obediencia lograda a través de las tácticas de mano dura”.

Por cierto, la postura de Chomsky se inscribe en una perspectiva de izquierda, pero ¿cómo es que Trump, un hombre de la derecha, coincidiría en esa misma crítica? En efecto, Trump durante todo su mandato se enfrentó al NewYork Times, el Washington Post, CNN y prácticamente todos los medios más influyentes caracterizados como “liberales”. En ocasiones ni siquiera admitió a algunos de los periodistas de esos medios en sus ruedas de prensa. En última instancia llegó a evitar encuentros formales con la prensa, llegando directamente a la gente a través de Twitter y otras redes sociales. Al final, comparada a la cantidad de lectores del New York Times, las cifras del Twitter son muy superiores.

La respuesta frente al tema de las elites es complicada: Trump atacó siempre a esos medios, pero no a los grandes conglomerados económicos. Por otra parte, esos medios en verdad lo que hacen es “fabricar el consentimiento” en torno a ciertas premisas que son las que definen el marco de lo “admisible” en el discurso público. La verdad es que Trump se salía muy a menudo de ese marco de “consentimiento manufacturado” y—como se suele decir—rompía los esquemas. El problema es que esta “ruptura de esquemas” que en un contexto de izquierda representaría, por ejemplo,  movilizaciones como las de los negros o las feministas, en el contexto trumpiano tenía más bien rasgos regresivos: una cierta simpatía por las movilizaciones de los supremacistas blancos, una minimización de los abusos sexuales contra las mujeres—de lo cual él mismo fue acusado en más de una ocasión—un desprecio por los inmigrantes, que era fácilmente atribuible al hecho que estos no provenían de países que él hubiera deseado (“¿por qué no tenemos más gente viniendo de Noruega?” declaró en una ocasión), una mirada negligente hacia los temas ambientales y la propia amenaza de la pandemia y un estilo personal de “hombre duro” en un momento en que el discurso manufacturado por los medios apunta más bien a una cultura de inclusión, de cierta sensibilidad y humanismo.

Claro está, todo ese marco de consentimiento para el discurso público a su vez huele mucho a hipocresía. Los propios medios encasillados como “liberales” en el pasado no han tenido problema en legitimar agresiones a otros países como Obama hizo en Libia y preferirían que Estados Unidos siguiera aplicando una mano dura en relación a Corea del Norte y tampoco protestarían mucho si Washington ordenara invadir Venezuela. El consentimiento manufacturado por la elite es también maleable y en última instancia el único principio rector es lo que una vez Henry Kissinger señalara en una conferencia: “los países no tienen amigos permanentes, sólo intereses permanentes”.

El legado de Trump es pues una colección de hechos un tanto desordenados, como fue su propia administración, aunque con efectos importantes que los analistas ya han advertido. Trump creó o quizás adaptó al siglo 21, un estilo político basado justamente en una imprevisibilidad que descolocaba a enemigos y aliados. Introdujo también un discurso rupturista de los esquemas del consentimiento manufacturado que desató el odio de las elites, pero despertó la simpatía de muchos marginados, no olvidar los millones que lo apoyaron, votaron por él y lo siguieron con fervor religioso. Su discurso anti-globalización, por ejemplo, podía coincidir con el lenguaje de gran parte de la izquierda a nivel mundial, y ciertamente con el deseo de los trabajadores estadounidenses que han perdido sus empleos porque las grandes transnacionales trasladan su producción adonde pueden pagar salarios miserables y las regulaciones ambientales son mínimas o inexistentes. Claro está, uno puede dudar de la sinceridad de ese discurso o de si él sabía que no podía realizarse porque, al fin de cuentas, son las grandes transnacionales de su propio país las que se benefician de esa globalización.

Pero hay algo más, el Partido Republicano, que como el Demócrata no es altamente ideologizado, vivió con la experiencia de Trump un proceso muy especial y que analistas de ese partido ya ponderan. Trump introdujo un estilo de hacer política en que sin hacerle asco al racismo o a la supremacía blanca, sin intentar ser “políticamente correcto” movilizó a 70 millones. Perdió la elección, es cierto, básicamente porque la polarización creada motivó una mayor concurrencia a las urnas. Pero para los Republicanos, ese resultado es de todos modos un éxito.

¿Habremos escuchado la última palabra sobre el trumpismo como fenómeno en Estados Unidos? ¿Está esa extrema derecha de ribetes fascistoides—cuyos miembros por lo demás tienen fácil acceso a armas—instalada como una fuerza gravitante y bien organizada en Estados Unidos? Haciendo un poco de política-ficción, suponiendo que el binomio Biden-Harris sea reelegido en 2024 ¿podríamos ver este hipotético escenario en las elecciones estadounidenses de 2028: candidata demócrata, Kamala Harris, entonces de 63 años (aunque yo preferiría a Alexandria Ocasio-Cortez que para ese entonces tendría 39 años); candidata republicana, Ivanka Trump, entonces de 47 años, que fue asesora de su padre y mostró buenas dotes políticas?

En Estados Unidos la extrema derecha no va a retirarse fácilmente de la arena política, pero claro, queda por verse si su contraparte, un movimiento multifacético de minorías étnicas y raciales, de feministas, de jóvenes ambientalistas y—por cierto—de veteranos luchadores muchas veces quijotescos, pregonando un socialismo nada menos que en el corazón del imperio, le cerrará el camino. Esperamos que sí.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

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  1. Muy buen análisis, don Sergio, pero le tengo que criticar, humildemente el último párrafo con el que termina su análisis. ¿La extrema derecha de los EEUU? Simplemente usted no la describió, porque es imposible describir esa extrema derecha porque no existe, lo que existe es un movimiento politico desde la Fundación de la República que defiende los intereses de una clase empresarial que ha hecho lo imposible para bloquear cualquier intento de la república, a través de su historia, para aliviar a la clase trabajadora (fuera del racismo ignato de los que conforman este partido) con leyes que sigan la filosofía de la constitución. He aquí que tenemos la contrapartida de este movimiento politico en el partido demócrata, que aúnque defiende los mismos intereses de la clase empresarial, se ha adentrado en los intereses de la clase trabajadora y la defensa de la diversidad étnica (es por esto que en parte es diferente al PR) y a través de su historia ha enactado leyes, que sin herir profundamente los intereses de la clase dominante, ha enactado leyes favorables para la mayoría de los americanos y asi tenemos medidas sociales pagadas por el estado como son MEDICARE, MEDICAID Y SOCIAL SECURITY, que le cuestan al estado billones de dólares al año y que ni siquiera esta «extrema derecha» en el poder se ha atrevido a tocarlas. Dígame, don Sergio, hay facciones en el Partido Democrata que son tambien parte de esta extrema derecha que usted describe, ya que le recuerdo a usted que durante la presidencia de Ronald Reagan, un presidente, de acuerdo a su descripción, de extrema derecha de acuerdo a como implantó la economía de Milton friedman, supply side, y que un sector del partido democrata, los democratas reaganistas (Reagan Democratas) apoyó con sus votos en el senado y el congreso todos estos proyectos de Reagan, luego, estos extremistas de derecha están tambien en el partido democrata. No, señor Martinez, no existe la extrema derecha en la política de los EEUU, lo que existe es la defense abierta, sin tapujos, de los intereses empresariales del Partido Republicano en el poder, aplicando las teorías económicas que los distingue en esta protección (no se olvide usted de los Chicago boys en Chile). Para terminar, sr Martinez, por favor, se nota que usted es una persona muy bien informada y educada en el tema, pero tenga un poco de cuidado en lo que escribe,¿ por qué esto? Usted escribe esto: «un movimiento multifacético de minorías étnicas y raciales, de feministas, de jóvenes ambientalistas y—por cierto—de veteranos luchadores muchas veces quijotescos, pregonando un socialismo nada menos que en el corazón del imperio…», describiendo usted a este movimiento «COMO LA CONTRAPARTIDA A LA EXTREMA DERECHA», es decir, este movimiento, como usted lo dá a entender, sin quererlo, me imagino, «ES EL MOVIMIENTO DE LA EXTREMA IZQUIERDA», cuando en realidad es un movimiento evolutivo social normal en la historia de los EEUU. Lo repito, estoy de acuerdo en todo lo que escribió, menos el parrafo con el que usted termina su ensayo.

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