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Memorias del fútbol, cuando era mente sana

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Hace ya años que no voy a un estadio, eso sí, ocasionalmente veo algunos partidos de los mundiales por televisión. No siempre fue así, era un niño de apenas 8 años cuando mi padre me empezó a llevar a ver los partidos del Colo Colo en el Estadio Nacional. Eran otros tiempos claro está, a la luz de los recientes hechos llevar hoy a un niño pequeño a un estadio en Chile sería casi una irresponsabilidad paternal.

En aquel tiempo, que parece incomprensible en el actual contexto, el fútbol, que siempre gozó de mucha popularidad, era una actividad enmarcada dentro de parámetros de convivencia relativamente civilizados. Ir a ver un partido era un evento de convivencia social, si bien la mayoría de los asistentes eran hombres, también se veía familias, parejas jóvenes, y muchos niños, todo ello en un ambiente en que los hechos violentos eran muy excepcionales. Había además todo un marco complementario muy interesante, no era sólo el fútbol: comer las exquisitas empanadas “caldúas” que se vendían en los pasillos del Estadio Nacional era una suerte de bono a la jornada futbolística, así como unos curiosos caramelos que un avisado vendedor—precursor de la “antipublicidad”—pregonaba como “el rico veneno” asegurando que venía con “extracto de moscas y otras porquerías”. Naturalmente todos corrían a comprar sus golosinas. Viseras para el sol, banderines, fotos de los futbolistas y otras mercaderías completaban el panorama del domingo futbolero. Todo ello finalizando en un ambiente de normalidad: con alegría los hinchas del vencedor, frustrados los del perdedor, pero sin mayores resquemores caminando por la Avenida Campos de Deportes para tomar el bus en la Avenida Irarrázaval (o cuando el partido era en Santa Laura, marchando hasta tomar el tranvía en la Avenida Independencia).

Estas memorias vuelven a mi mente a propósito del trágico suceso del jueves 10 de abril cuando una joven de 18 años y un niño de 13 murieron a la entrada del Estadio Monumental de Colo Colo aplastados bajo una de la rejas usadas para la contención de multitudes. Al momento que escribo esta nota la investigación aun está en curso sobre si la muerte de esas personas fue causada por el peso de la gente que se agolpó sobre la reja intentando entrar al recinto sin pagar, si esa reja en un momento fue presionada por un vehículo policial que llegó a intervenir en ese instante, o si ha sido una combinación de esos dos factores. No debe escapar a nuestra consideración que carabineros a menudo actúa con una fuerza desproporcionada a lo que la situación requiere, sin embargo, en esta ocasión el accionar policial—si al final hubiera sido la causa inmediata del suceso—vino como consecuencia de un fenómeno más profundo y que viene afectando al fútbol (y a otros aspectos de la sociedad chilena) desde hace ya un buen tiempo: la infiltración de elementos criminales.

En el caso del fútbol el caso típico es la presencia de las llamadas barras bravas, equivalente criollo a lo que hace unas décadas se conoció en el medio futbolístico inglés como los “hooligans”, algo así como los “vándalos” o “maleantes”. A esta altura me resulta inevitable tirarles un comentario sarcástico a aquellos que con mentalidad colonial decían que los chilenos éramos “los ingleses de Sudamérica”. Bueno, no exactamente los engolados gentlemen que algunos en nuestras clases dominantes aspiraban a ser, sino que, a juzgar por las “barras bravas” por lo menos los integrantes de estas han conseguido igualarse a una categoría de ingleses: los hooligans.




Como era de esperar, la derecha no ha perdido la ocasión para tratar de obtener beneficios políticos de este suceso. Por de pronto, en la UDI ya anuncian una acusación constitucional contra el delegado presidencial de la Región Metropolitana, Gonzalo Durán. La que hasta ese día era directora de Estadio Seguro, Pamela Venegas, se vio obligada a renunciar. Y por cierto era lo mínimo que tenía que hacer. Eso porque todo apunta a que no se siguieron protocolos que en otras oportunidades han filtrado a los espectadores de modo que sólo los que tienen tickets pueden llegar hasta la entrada del estadio.  Nadie ha explicado por qué no se recurrió a ese procedimiento esta vez.

Sin embargo, el problema es más complejo que este incidente—por trágico que haya sido—y apunta a cómo ha degenerado una actividad tan importante para el común de la gente (y en esto no vamos a entrar a considerar si esta forma de entretenimiento es una suerte de moderno “opio del pueblo”: nos guste o no, para nuestro pueblo es importante).

¿Qué ha llevado a que episodios de violencia irracional se repitan con tanta frecuencia en los estadios de Chile y también de otros países? ¿Quiénes son los que protagonizan actos de vandalismo como los que se vieron en el Estadio Monumental esa noche cuando unos sujetos se organizaron como patota para entrar sin pagar y otros energúmenos destruyeron el acrílico que separa a las graderías de la cancha?

Intentar explicar este fenómeno de degradación de la hinchada futbolística nos lleva necesariamente más allá de lo meramente deportivo. No es que los hinchas sean más fanáticos hoy que hace cincuenta años. Lo que ha cambiado son los rasgos sociales de esa hinchada que en el pasado—especialmente en clubes de alta convocatoria de masas como Colo Colo en Chile o Boca Juniors en Argentina—estaba constituida mayoritariamente por elementos de la clase trabajadora, o en el caso de clubes asociados a segmentos específicos como la Universidad de Chile o la Católica, a miembros de sus cuerpos estudiantiles. La desindustrialización de Chile como resultado del modelo neoliberal impuesto por la dictadura, ha cambiado también la composición de esos sectores poblacionales que caracterizábamos como “populares”. Esto se ha traducido en que los hijos de esos pobladores, mayoritariamente obreros o trasplantados desde regiones rurales en busca de mejores oportunidades en la ciudad, que antaño engrosaban las filas de la clase obrera, hoy, en un Chile con reducida capacidad industrial, tienen pocas oportunidades laborales.  Súmese a lo anterior la presión psicológica de una sociedad que a cada momento bombardea a esos jóvenes con mensajes de consumir tal o cual producto y entonces tenemos una sociedad donde concurren por una parte la frustración de un empleo con bajo salario y las expectativas consumistas las que pueden crear las condiciones para que esos jóvenes entren en el camino de las actividades ilícitas, desde el relativamente inocuo microtráfico de drogas, al sicariato. En buenas cuentas, se vive una creciente y alarmante “lumpenización” de vastos sectores pobres de la sociedad.

El lumpen, como bien sabemos, siempre ha desempeñado un rol contrarrevolucionario y, por tanto, ha actuado al servicio de los sectores más reaccionarios en cualquier sociedad. Eso fue claro cuando se infiltró, posiblemente en colusión con elementos policiales, en lo que un principio fueron las legítimas demandas levantadas durante el estallido social de 2019, desvirtuando el movimiento al quemar estaciones de metro y cometer otros actos vandálicos que en nada ayudaron a la causa del cambio social. Por el contrario, terminaron desacreditando la movilización. Similarmente, es ese elemento lumpen el que se ha infiltrado en las barras del fútbol, y no sólo en la del Colo Colo. Las barras de los clubes universitarios en tiempos pasados estaban constituidas principalmente por estudiantes o egresados de esas universidades. En su época dorada esas barras ponían en escena hermosos espectáculos durante los llamados clásicos universitarios que enfrentaban a los principales clubes universitarios.  Hoy en cambio, vemos en esas instituciones también la irrupción de “barras bravas” formadas por gente del lumpen que, por cierto, nunca han tenido contacto alguno con las universidades.

Estando en este ambiente dominado por el modelo económico neoliberal, resulta muy difícil evitar sus consecuencias sociales, en este caso la profusa presencia del lumpen en los entornos poblacionales más pobres y por extensión, en las manifestaciones concretas que adopta la sociabilidad en esos sectores, el fútbol siendo por cierto una de esas manifestaciones que tiene mayor convocatoria.

Ante esta compleja situación, el gobierno, las autoridades locales, la dirigencia del fútbol y los propios clubes tienen poca capacidad de maniobra. Eso sin contar que, en el caso de la gente que maneja el fútbol, ha habido más de alguna denuncia de que algunos de ellos han estado en diversos grados de connivencia con los individuos que lideran las “barras bravas”.  Esos maleantes han servido como fuerzas de choque o guardaespaldas de más de alguno de esos dirigentes.

Como los factores más profundos que han llevado a esa irrupción del lumpen en el fútbol a través de las “barras bravas” por ahora no pueden enfrentarse, a corto y mediano plazo lo único que puede hacerse es tratar de evitar la repetición de sucesos como los ocurridos en ese fatal partido en el Estadio Monumental.  La experiencia de cómo se lidió en Inglaterra y en Europa con los hooligans ingleses puede dar una cierta pauta: a esa gente se le prohibió el ingreso no sólo a los estadios sino a otros países y las sanciones a los clubes que habían permitido la proliferación de ese tipo de hinchada violenta fueron bastante duras también. En materia penal, los culpables de esos actos vandálicos sufrieron penas de cárcel y no sólo multas o prohibiciones de ingreso a los estadios.

En Chile en estos días se ha venido hablando, tanto de parte del gobierno como de la oposición, de revisar la actual ley sobre violencia en los estadios.  Sin duda eso tiene que hacerse, pero incluso los instrumentos legales actuales podrían utilizarse al menos para mandar a prisión a los individuos que rompieron el acrílico para entrar a la cancha y cuyos rostros son claramente identificables en las cámaras de la televisión. Uno de esos vándalos incluso utiliza un gran trozo de piedra para romper el muro de contención que separa la gradería del campo de juego. Por de pronto, la idea del gobierno de considerar a las llamadas barras bravas como una forma de crimen organizado, es un paso en la dirección correcta.

Desde la distancia he podido observar con gran desazón ese incidente que ha terminado con la vida de dos jóvenes hinchas del fútbol, todo ello también me ha hecho recordar que en un momento de mi vida yo también estuve allí como un niño lleno de pasión por el juego, pero entonces en un ambiente en que lo más que podía sufrir era la tristeza de la derrota de mi equipo favorito. Hoy, en cambio, por acción del lumpen que ha infiltrado los estadios, un niño puede perder su vida. Eso no puede ser, independientemente de que nos guste o no el fútbol, que lo consideremos o no como una forma de alienación, o como sea que lo veamos. Más allá de nuestras preconcepciones, al pueblo ese ritual de los 22 jugadores buscando llevarse la victoria en el campo de juego es algo que le importa, por tanto, como sociedad, hay una obligación de que ese espectáculo se desarrolle en un marco seguro y civilizado.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

 

 

 

 



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