
Del legado de Allende a la claudicación progresista
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Vivimos un momento histórico marcado por una crisis orgánica del capitalismo, donde el viejo orden occidental se tambalea. Estados Unidos y la Unión Europea atraviesan estancamiento productivo, fracturas internas y pérdida de legitimidad internacional, mientras que las sanciones y las guerras híbridas que impulsan para sostener su hegemonía terminan debilitándolos. En paralelo, China, Rusia, India y otros países de los BRICS avanzan en el terreno económico, diplomático y tecnológico, configurando un escenario multipolar que cuestiona el dominio absoluto de las potencias tradicionales.
Este cambio no es un simple reacomodo de piezas en el tablero: abre un margen de maniobra para los países periféricos, una oportunidad histórica de romper con décadas de dependencia estructural. Pero estas ventanas no permanecen abiertas para siempre. El desafío es si tendremos la capacidad política y organizativa para insertarnos como país en este nuevo orden, o si volveremos a quedarnos mirando desde la orilla mientras otros deciden nuestro destino.
En América Latina, este reordenamiento global ocurre en medio de una ofensiva renovada de Estados Unidos para reafirmar su control en la región. Bajo pretextos como la “lucha contra los cárteles de la droga”, Washington habilita el uso formal de sus Fuerzas Armadas en operaciones fuera de sus fronteras, otorgándose a sí mismo licencia para intervenir militarmente en nuestro territorio. A ello se suman maniobras de presión política como la recompensa ilegal contra el presidente constitucional de Venezuela, Nicolás Maduro, y los ataques al sistema judicial de Brasil, que buscan disciplinar a gobiernos que no se pliegan dócilmente al dictado imperial. Son acciones que, como ha señalado el Foro de São Paulo, constituyen violaciones flagrantes del derecho internacional y una amenaza directa a la paz y la autodeterminación de nuestros pueblos.
Frente a este panorama, el papel del progresismo chileno ha sido vergonzoso: no solo ha guardado silencio ante estas agresiones, sino que ha profundizado su alineamiento con Estados Unidos y la OTAN. En lugar de condenar la injerencia contra Venezuela o Brasil, ha participado en ejercicios militares conjuntos, firmado acuerdos de cooperación en materia de “seguridad” y validado la misma arquitectura geopolítica que sirvió para sostener golpes de Estado y dictaduras en nuestra región. Este alineamiento no es un gesto diplomático menor: compromete cualquier margen de maniobra soberano y nos ata a la estrategia de una potencia en decadencia.
La comparación con la trayectoria histórica de la izquierda chilena es dolorosa. Hace medio siglo, las fuerzas populares y socialistas no solo denunciaban la injerencia imperial, sino que construían programas coherentes y de largo aliento. Salvador Allende no llegó a la presidencia improvisando consignas para una campaña: su proyecto fue el fruto de más de veinte años de acumulación política, desde el Frente del Pueblo de 1952 hasta la Unidad Popular de 1970. En ese recorrido se mantuvieron constantes estratégicas —soberanía económica, reforma agraria profunda, ampliación de derechos sociales—, ajustando tácticas para ampliar la base social sin renunciar a la esencia transformadora. El programa de 1970 condensó esa visión en las 40 medidas básicas, compromisos claros y ejecutables desde el primer día: medio litro de leche diario para cada niño, nacionalización del cobre, congelación de precios y arriendos, gratuidad escolar, profundización de la reforma agraria. Era un plan concreto para iniciar la transición al socialismo por la vía democrática, conjugando el poder estatal con la fuerza organizada del pueblo.
Hoy, en cambio, el progresismo ha renunciado a esa ambición histórica. No se plantea romper con el modelo extractivista ni con la dependencia tecnológica; administra el capitalismo con un barniz de derechos parciales que no alteran los intereses del gran capital. Actúa como amortiguador del conflicto social, neutralizando la fuerza transformadora de las mayorías. Y cuando las consignas carecen de un plan concreto, no solo resultan inofensivas para el sistema, sino que generan frustración y desmovilización.
A quienes sostienen que criticar este rumbo es “hacerle el juego a la derecha” hay que decirles que la derecha no se fortalece por la crítica honesta desde la izquierda, sino por las claudicaciones de quienes dicen representarla y gobiernan como gerentes del capital. Callar en nombre de una supuesta unidad es perpetuar los errores; hablar con franqueza es la única forma de corregir el rumbo.
Una izquierda con pantalones largos debe asumir la industrialización soberana como tarea histórica, denunciar sin ambigüedades la injerencia imperial en la región, construir alianzas internacionales que aprovechen el nuevo marco multipolar sin caer en nuevas dependencias, y repolitizar a la clase trabajadora para que sea sujeto consciente de las transformaciones junto a los sectores populares.
Hoy tenemos recursos estratégicos en nuestras manos, un orden mundial en reconfiguración y una historia de luchas que demuestra que este pueblo sabe resistir y avanzar cuando hay dirección clara. Desaprovechar esta oportunidad por cobardía u oportunismo sería una traición histórica. El poder no se mendiga ni se hereda: se construye. En medio del caos, hay una enorme oportunidad para los pueblos del mundo: o avanzamos con decisión hacia nuestra emancipación, o seremos arrastrados, una vez más, por el río de la dependencia, pues quien no cruza el río, no llega a la otra orilla.
Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín






Renato Alvarado Vidal says:
>repolitizar a la clase trabajadora para que sea sujeto consciente de las transformaciones junto a los sectores populares.
Esto es clave. Sin esto lo demás son sólo buenas intenciones y discursos piadosos.