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El templo neoliberal y el mito del Banco Central

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En Chile, cuestionar al Banco Central es casi un sacrilegio. Ninguna institución ha gozado de tanta autonomía, respeto y blindaje en las últimas tres décadas como este verdadero templo del neoliberalismo. Sus informes son tratados como oráculos indiscutibles, sus presidentes como sacerdotes de la ortodoxia económica y sus diagnósticos como dogmas de fe. Así ocurrió la semana pasada con el Informe de Política Monetaria (IPoM), en el que la institución responsabilizó al aumento del sueldo mínimo y a la reducción de la jornada laboral a 40 horas por las actuales cifras de desempleo.

La repercusión fue inmediata. El Gobierno salió a defender sus reformas, los gremios empresariales se cuadraron con el informe y buena parte de la prensa reprodujo la tesis sin mayor cuestionamiento. En esta reacción refleja se confirma la lógica de poder: la palabra del Banco Central se instala como verdad indiscutible, mientras cualquier crítica se mira como herejía contra el orden económico heredado de la dictadura.

El diagnóstico cómodo

Atribuir el desempleo al salario mínimo y a las 40 horas es una explicación políticamente cómoda para el empresariado y para quienes siguen creyendo que el mercado es el único árbitro posible de la vida social. La tesis es simple: subir los costos laborales destruye empleos. Una línea clara, fácil de comunicar y difícil de contradecir en un país donde el sentido común neoliberal aún domina.

Pero la realidad es bastante más compleja. Tal como lo advirtió el académico Gonzalo Durán, economista de la Universidad de Chile e integrante de la Fundación Sol, es difícil demostrar que existe una relación causal entre estas reformas laborales y el desempleo. El problema, señaló en una carta a El Mercurio, es que la metodología del Banco Central simplifica al extremo la realidad y deja fuera factores estructurales decisivos.




El salario mínimo que no alcanza

Durán recuerda algo básico que el debate oficial suele omitir: el salario mínimo chileno, fijado en $529.000 brutos, no cubre las necesidades mínimas de una familia. Según la comisión gubernamental que calcula las líneas de pobreza, una familia de tres personas requiere al menos $850.000 líquidos para vivir con dignidad. Es decir, incluso con el último reajuste, el mínimo sigue siendo un sueldo de pobreza.

Resulta, entonces, que mientras se culpa a ese monto exiguo de generar desempleo, miles de trabajadores no logran llegar a fin de mes. La contradicción es brutal: se acusa a los salarios de ser demasiado altos, cuando en realidad son demasiado bajos para garantizar condiciones de vida básicas.

Factores estructurales

La mirada crítica no se detiene ahí. Durán apunta a cuestiones estructurales del capitalismo chileno: la enorme diferencia de productividad entre grandes y pequeñas empresas, la dificultad de estas últimas para acceder al crédito, la alta rotación laboral y, sobre todo, la persistencia de un desempleo estructural en torno al 8% desde hace al menos ocho años.

Nada de eso aparece en los modelos del Banco Central. En su lugar, la institución prefiere mantener una explicación ortodoxa que siempre recae sobre los trabajadores y sus derechos, nunca sobre la concentración económica ni sobre la lógica rentista de las élites empresariales.

El empresariado y sus privilegios

La reacción de los gremios ante el IPoM confirma otra tesis de Durán: el empresariado chileno se acostumbró a gozar de tasas de ganancia garantizadas, blindadas por un sistema político que protege sus privilegios. Cada vez que una política pública amenaza mínimamente esas utilidades, surge la alarma roja: los salarios son una carga, la reducción de jornada una amenaza, los impuestos un desincentivo.

Lo que nunca se discute es el costo social de mantener esta estructura: sueldos que condenan a la pobreza, familias enteras que no pueden cubrir necesidades básicas, trabajadores obligados a endeudarse para sobrevivir. En países como Uruguay o en gran parte de Europa, donde la negociación colectiva es amplia y las políticas salariales buscan reducir la desigualdad, nadie considera que esos acuerdos sean un atentado contra la economía. En Chile, en cambio, basta con insinuar un alza de sueldos para que se hable de “riesgo país”.

El mito de la neutralidad

El problema de fondo es que el Banco Central no es neutral. Representa un modelo de país que se diseñó en dictadura y que ha sido preservado con celo en democracia: un Chile donde el mercado ordena, el Estado administra y los trabajadores obedecen. Esa es la hegemonía que impide abrir un debate económico más amplio, donde no todo se mida en función de la rentabilidad de las empresas, sino del bienestar de la mayoría.

El IPoM de esta semana vuelve a mostrar que no estamos frente a un diagnóstico técnico, sino frente a un relato político que busca proteger un orden social profundamente desigual. Y ahí está la trampa: la ortodoxia se presenta como ciencia pura, cuando en realidad es ideología.

Romper el hechizo

Lo que falta en Chile es precisamente lo que Gonzalo Durán se atreve a hacer: poner en cuestión las premisas del Banco Central, mostrar sus límites y evidenciar que existen otros caminos. Si no se rompe ese hechizo, seguiremos atrapados en un modelo que convierte a la pobreza en normalidad y a la desigualdad en destino.

El Banco Central puede seguir publicando informes como si fueran decretos divinos. Pero la realidad, tozuda, siempre termina filtrándose. Y la realidad chilena dice que con $529.000 brutos nadie llega a fin de mes, que el desempleo no es coyuntural sino estructural, y que la ortodoxia económica ya no alcanza para sostener un país fracturado.

Mientras los sacerdotes del neoliberalismo insistan en proteger los privilegios de unos pocos, la tarea de las voces críticas será abrir el debate que nos quieren negar. Porque ningún templo, por muy blindado que esté, es eterno.

Simón del Valle



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Simon Del Valle

Periodista

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