
Entrevista con JC Gómez Leyton. «“Lo decisivo en la segunda vuelta no será el centro, sino los que se abstuvieron o votaron nulo”
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A 45 días de las elecciones presidenciales, el clima político en Chile se mueve entre la calma ciudadana y la tensión de los comandos. En las calles, la campaña no logra despertar entusiasmo: no hay grandes concentraciones, ni una presencia sostenida de propaganda o debate cotidiano. Predomina una sensación de distancia, de escasa efervescencia. Sin embargo, en los equipos de campaña, en los medios y en las intervenciones del propio gobierno, la disputa electoral se vive con intensidad. La reciente advertencia del presidente Gabriel Boric contra una de las propuestas de José Antonio Kast —aunque sin nombrarlo directamente— marcó un punto de inflexión, al instalar al Ejecutivo en el centro del debate electoral.
Este proceso electoral tiene dos características que lo vuelven especialmente relevante. La primera es el voto obligatorio, una regla que, desde su aplicación en el plebiscito constitucional de 2022, ha tendido a favorecer a la derecha. Ese antecedente, sumado al resultado contundente del 62% en el rechazo a la propuesta constitucional, configura una base política que hoy otorga a Kast una ventaja proyectada en segunda vuelta frente a la candidata oficialista Jeannette Jara. La segunda es que se trata de la segunda elección presidencial tras el estallido social de 2019, aunque en un escenario muy distinto: si en 2021 Gabriel Boric logró capitalizar la energía de las movilizaciones, hoy la discusión se produce tras dos derrotas constitucionales que consolidaron el orden neoliberal y enfriaron las expectativas de transformación.
La elección, entonces, se juega entre continuidad y matices de un mismo modelo. Mientras la derecha se envalentona con los resultados previos y se muestra confiada, la centroizquierda enfrenta el desafío de reconstruir un proyecto político tras el fracaso constituyente. Al mismo tiempo, la sociedad chilena parece debatirse entre la búsqueda de orden y seguridad —banderas de la derecha dura— y el recuerdo de un ciclo de movilizaciones que cuestionó las bases del sistema.
En este contexto, el politólogo Juan Carlos Gómez Leyton analiza el escenario electoral en una conversación amplia con El Clarín. Desde la fiabilidad de las encuestas hasta la fragmentación del Congreso, pasando por la crisis de liderazgos y la herencia del estallido, su diagnóstico apunta a un cuadro donde la política chilena aparece atrapada entre la reiteración de viejos nombres y la ausencia de proyectos de ruptura.
Pregunta: Hoy los sondeos muestran a Jeannette Jara estancada y a la derecha con ventaja en segunda vuelta. ¿Debemos confiar en estas encuestas o hay elementos ocultos que podrían alterar el escenario?
Respuesta de Juan Carlos Gómez Leyton:
Las encuestas de opinión han ocupado un lugar central en este proceso electoral y lo seguirán haciendo hasta que comience el silencio encuestal. Los medios de comunicación —prensa escrita, televisión y plataformas digitales— toman sus resultados como referencia para instalar discusiones sobre quién va ganando, quién sube, quién baja y cómo se comporta el electorado. Desde esa perspectiva, las encuestas funcionan más como una empresa comunicacional que busca visibilidad y réditos que como una herramienta científica incuestionable.
El problema es que las encuestas son, en muchos países y contextos, poco confiables. Han demostrado una alta capacidad de error. Personalmente, no les otorgo demasiada confianza, especialmente en escenarios electorales. Basta recordar algunos ejemplos recientes: en Bolivia, en la última elección presidencial, Rodrigo Paz era ubicado por las encuestas en quinto lugar pocos días antes de la votación, pero terminó encabezando la primera vuelta. O en Chile, en 2021, cuando se pronosticaba una gran disputa entre Daniel Jadue y Joaquín Lavín, pero finalmente ninguno de los dos llegó siquiera a la papeleta.
Las encuestas pueden servir como referencia para el debate mediático, pero no necesariamente reflejan la realidad del electorado. Si nos guiáramos solo por ellas, el resultado estaría definido: José Antonio Kast pasaría en primer lugar a segunda vuelta y vencería a Jeannette Jara. Pero la política no funciona de manera tan mecánica.
Siempre existen factores que las encuestas no captan: la manera en que los ciudadanos se relacionan con el proceso electoral, la influencia de la mentalidad colectiva, las conciencias políticas, los cambios coyunturales y hasta giros inesperados en los últimos días de campaña.
Por eso, no creo que todo esté escrito. Mi análisis, basado en el comportamiento electoral de años recientes, indica que todavía hay un margen abierto. Las tres principales candidaturas tienen opciones reales de ganar, y eso dependerá de dinámicas que las encuestas, por sus limitaciones, difícilmente logren medir con precisión.
Pregunta: ¿Qué explica la actual ventaja de la derecha en intención de voto? ¿Es un voto de convicción o de rechazo a la centroizquierda?
Respuesta:
La pregunta sobre las tendencias electorales es clave porque apunta al corazón del actual escenario. Las encuestas señalan que la derecha tendría ventaja en una eventual segunda vuelta, pues allí se concentrarían los votos de Kast, Matthei, Kaiser y Parisi. Esa base se sostiene en resultados previos: el 62% del rechazo en 2022 y el 44% que alcanzaron los republicanos en 2023. Existe, en consecuencia, un colchón electoral que permite a la derecha proyectar triunfo.
Ahora bien, conviene precisar. Las candidaturas menores —como las de Marco Enríquez-Ominami, Eduardo Artés o Harold Mayne-Nicholls— difícilmente superarán el 5% y no logran hoy representar un electorado significativo. Por eso el escenario real se juega entre cinco expresiones de lo que yo denomino neoliberalismos en disputa.
En primer lugar, el neoliberalismo antiliberal y conservador de José Antonio Kast, que busca restringir derechos sociales y civiles. Luego, el neoliberalismo liberal de Evelyn Matthei y Chile Vamos, con aliados como Amarillos o Demócratas. Tercero, el neoliberalismo radical de corte nacional-libertario de Johannes Kaiser y sectores del Partido Social Cristiano. Cuarto, el neoliberalismo populista de Franco Parisi. Y, finalmente, el neoliberalismo progresista o socialdemócrata de Unidad para Chile, que incluye desde la DC al PC, con Jeannette Jara como su carta presidencial.
Lo importante es que no existe hoy un proyecto antineoliberal con peso real. Incluso opciones como Ominami o Mayne-Nicholls se enmarcan en visiones neoliberales, con matices progresistas o tecnocráticos. Solo Eduardo Artés plantea una alternativa explícitamente anticapitalista, pero sin posibilidades de incidencia electoral.
Por tanto, la actual elección no es una polarización entre cambio y continuidad, como en 2019. Es una disputa entre distintas variantes del mismo orden neoliberal. La sociedad chilena, seis años después del estallido, sigue funcionando con una ciudadanía neoliberal: en 2024, el 92% del electorado votó por opciones dentro de este marco. Esa es la clave para entender por qué la derecha aparece con ventaja: no tanto por convicción ideológica, sino porque el campo de alternativas está limitado a versiones de un mismo modelo.
Pregunta: ¿Qué peso tienen la inflación, la inseguridad y el desempleo en las preferencias electorales actuales?
Respuesta:
Mi impresión es que, en el actual escenario, lo que predomina no son tanto los factores económicos clásicos —como la inflación o el desempleo—, sino la inseguridad. Ese es el eje central en la narrativa de los candidatos y también en las preocupaciones ciudadanas.
Por supuesto, la dificultad de llegar a fin de mes y las condiciones socioeconómicas influyen en el clima político. Pero a la hora de definir la preferencia electoral, lo decisivo es la percepción de inseguridad. Una parte significativa del electorado busca tranquilidad y protección, y se inclina por opciones que prometen orden, autoridad y mano dura.
Esto conecta con una tendencia histórica en Chile hacia gobiernos fuertes, que refuercen la protección de la propiedad privada, de la propiedad pública y de la vida. En ese marco, la ciudadanía parece demandar la reconstrucción de un Leviatán: un Estado con capacidad de imponer orden y contener la violencia.
Ese Leviatán, hoy, lo ofrece la extrema derecha. José Antonio Kast encarna con más claridad esa promesa de seguridad extrema, aunque también Johannes Kaiser plantea un discurso similar, con menor impacto electoral. En definitiva, la inseguridad se ha convertido en el factor que más condiciona el apoyo a candidaturas de corte autoritario o de lo que yo llamo “neoliberalismo antiliberal”.
«De cara a la segunda vuelta, el eje no se definirá en ese supuesto centro. Más bien pesará la capacidad de movilizar a un electorado que en 2024 se abstuvo, votó nulo o en blanco»
Pregunta: ¿Existe espacio real para candidaturas de centro, o el eje está dominado por la confrontación entre derecha e izquierda?
Respuesta:
En Chile se ha producido un vaciamiento del centro político. El “centro genuino” —ese que en su momento representaron el Partido Radical y luego la Democracia Cristiana— prácticamente ha desaparecido. Durante toda la etapa de la llamada democracia protegida, la DC encarnó esa posición, acompañada de pequeños partidos orbitando a su alrededor. Pero hoy ese espacio se fragmentó.
La Democracia Cristiana, debilitada, terminó aliándose incluso con su histórica antípoda, el Partido Comunista, como ya ocurrió en la Nueva Mayoría y ahora en Unidad por Chile. En paralelo, surgieron nuevas expresiones como Amarillos y Demócratas, que se inclinaron hacia Evelyn Matthei y la derecha liberal. En este escenario, ya no existen partidos que representen el centro político clásico.
Lo que sí ocurre es que tanto la derecha liberal de Matthei como la centroizquierda socialdemócrata de Jeannette Jara buscan moderar sus posiciones para captar al “votante medio”. Pero esa es más una estrategia discursiva que la existencia real de un centro organizado. La disputa por el centro, en ese sentido, es un espejismo.
De cara a la segunda vuelta, el eje no se definirá en ese supuesto centro. Más bien pesará la capacidad de movilizar a un electorado que en 2024 se abstuvo, votó nulo o en blanco: entre un 25% y 28%, es decir, cerca de 3 millones de personas. Ese sector, si decide participar, podría inclinar la balanza a favor de Jara, pues tiende a tener posiciones más cercanas a la izquierda. Pero si su candidatura no da señales claras de querer convocarlos, probablemente se mantendrán al margen.
En suma, hoy no hay un “centro político” en el sentido clásico. Lo que existe es un tablero dominado por distintas expresiones del neoliberalismo —desde el conservador y autoritario de Kast hasta el progresista moderado de Jara— que buscan aparecer como opciones menos extremas. El desenlace estará en la capacidad de cada bloque para sumar a los desencantados y a quienes no se sienten representados por ningún sector.
Pregunta: Aunque no hay encuestas sobre el escenario parlamentario, el próximo gobierno dependerá del Congreso. ¿Qué tan fragmentado está hoy y qué rol jugarán las coaliciones o bloques en un contexto de polarización, considerando además que hay diputados que aún reivindican la dictadura?
Respuesta:
La fragmentación del Congreso refleja directamente la dispersión y multiplicación de partidos políticos en Chile. Venimos de un sistema binominal que, aunque aparentaba ser bipartidista —con un bloque de derecha y otro de centroizquierda—, en realidad escondía un multipartidismo controlado. Cada bloque estaba compuesto por varios partidos, pero operaban bajo la lógica de dos grandes coaliciones.
Con la reforma electoral y el paso al sistema proporcional, esa realidad se transparentó: hoy tenemos entre 20 y 22 partidos con representación, y lo más probable es que el próximo parlamento reproduzca ese nivel de dispersión. La diferencia está en cómo se organizarán en bancadas y coaliciones.
En la derecha más dura aparecen los republicanos, el Partido Social Cristiano y el Partido Nacional Libertario, aunque no está claro si conformarán una bancada conjunta. Luego está Chile Vamos, que reúne a Renovación Nacional, la UDI, Evópoli, Demócratas y Amarillos: al menos cinco partidos que, en teoría, deberían actuar coordinados. En la centroizquierda y la izquierda agrupada en Unidad por Chile hay cerca de nueve partidos, cuya capacidad de formar una bancada sólida dependerá de los resultados.
A esto se suman los partidos menores, de izquierda anticapitalista, como Igualdad, el Partido de los Trabajadores Revolucionarios o movimientos socialistas, que podrían alcanzar uno o dos escaños. La gran incógnita es hacia dónde se inclinarán en su votación parlamentaria.
Todo indica que el próximo Congreso será altamente fragmentado, con la posibilidad de articularse en cuatro grandes bloques:
- La derecha neoliberal, en sus distintas variantes (liberal, conservadora o autoritaria).
- La centroizquierda socialdemócrata de Unidad por Chile.
- Partidos y movimientos independientes con representación dispersa.
- Un pequeño sector de izquierda radical, si logra entrar.
La gobernabilidad dependerá de la capacidad de negociación entre esos bloques. En un escenario donde todavía existen parlamentarios que reivindican abiertamente la dictadura, el próximo gobierno tendrá que enfrentar un Congreso no solo fragmentado, sino también con tensiones ideológicas muy marcadas.
Pregunta: ¿Qué tan viable es que un próximo gobierno, sea de izquierda o de derecha, logre construir mayorías estables para legislar?
Respuesta:
La gobernabilidad en este marco no dependerá solo de los números parlamentarios, sino de la capacidad de los bloques para encontrar acuerdos. En los años noventa, la “palabra mágica” era precisamente gobernabilidad, sostenida en consensos básicos. Hoy, esa base común está debilitada y las disputas son más intensas, sobre todo tras el estallido social de 2019.
Si un gobierno de derecha dura —como el de José Antonio Kast— intentara aplicar sin matices su programa, reduciendo beneficios sociales o impulsando un giro autoritario, podría enfrentar fuertes movilizaciones, tal como ocurrió en Argentina con Javier Milei. Chile ya tiene antecedentes: el movimiento estudiantil de 2011 bajo Piñera y la revuelta de octubre de 2019 muestran que la presión social puede estallar en cualquier momento.
Por eso, es probable que incluso un eventual gobierno de Kast o de Evelyn Matthei se muestre más cauteloso de lo que prometen en campaña. Saben que un recorte abrupto podría gatillar protestas masivas. Al mismo tiempo, si gobierna Unidad por Chile, lo más probable es que continúe con una política de “cambios mínimos”, sosteniendo el orden neoliberal con correcciones graduales para evitar quiebres.
En definitiva, la gobernabilidad futura será frágil y estará condicionada tanto por la fragmentación parlamentaria como por la capacidad de respuesta de los movimientos sociales. Ningún gobierno podrá darse el lujo de ignorar ese equilibrio.
Pregunta: ¿Qué similitudes y diferencias observa entre Chile y otros países latinoamericanos en este ciclo electoral, particularmente respecto al avance de la ultraderecha?
Respuesta:
El panorama latinoamericano es contradictorio. Por un lado, se observa una consolidación de gobiernos de derecha, como en Ecuador y Paraguay, mientras que en otros casos —como el de Javier Milei en Argentina— el avance inicial enfrenta ya serias dificultades. La fuerte movilización social contra sus políticas de ajuste y los recientes triunfos opositores en Buenos Aires muestran que su proyecto atraviesa tensiones que podrían debilitarlo en el corto plazo.
En Perú, los levantamientos contra Dina Boluarte han puesto en cuestión la estabilidad de una derecha que, aunque se mantiene en el poder, no logra superar la crisis política crónica. En Bolivia, en tanto, la derrota del MAS después de dos décadas a manos de un centro incierto como el de Rodrigo Paz refleja quizás el fracaso más grave de las experiencias progresistas recientes en la región. Y en Brasil, la condena de Jair Bolsonaro por su intento de golpe de Estado ha debilitado a uno de los referentes internacionales de la ultraderecha.
Ahora bien, estas dinámicas regionales no necesariamente modifican el comportamiento del electorado chileno. Los votantes de derecha que ya están convencidos de apoyar a José Antonio Kast o a Evelyn Matthei difícilmente cambiarán de posición por lo que ocurra en países vecinos. Más bien, los efectos de estas crisis repercuten en los actores políticos y en las organizaciones, que pueden usarlas para reforzar o cuestionar narrativas en la contienda nacional.
En este sentido, la candidatura de Unidad para Chile tendría la oportunidad de interpelar a la ciudadanía vinculando estas experiencias regionales con el debate interno. Podría, por ejemplo, subrayar las consecuencias negativas de gobiernos de ultraderecha como el de Milei en Argentina o levantar banderas de política internacional en temas sensibles, como la defensa de Palestina frente a la ofensiva israelí, o el rechazo a las injerencias de Estados Unidos en Venezuela.
En suma, la región muestra un ciclo electoral en disputa, con derechas que se consolidan en algunos países pero también enfrentan crisis severas. Chile comparte ese contexto, aunque el impacto en la decisión del votante será limitado. Lo central es cómo los partidos y candidaturas logren traducir esas lecciones en el debate político local.
Pregunta: ¿Qué figuras o liderazgos emergen como protagonistas para el próximo ciclo político más allá de la elección presidencial?
Respuesta:
Uno de los problemas más evidentes de la política chilena actual es la ausencia de liderazgos nuevos. Resulta llamativo —y preocupante— que quienes hoy compiten por la presidencia sean figuras repetitivas, ya conocidas y sin mayor capacidad de renovación. José Antonio Kast se presenta por tercera vez; Evelyn Matthei es una dirigente que lleva más de 35 años en la política, vinculada históricamente a las élites; Franco Parisi reaparece cada cuatro años desde el extranjero con un discurso populista neoliberal sin arraigo social; Marco Enríquez-Ominami insiste por enésima vez desde 2010, sin novedades; y Eduardo Artés, aunque desde otra vereda ideológica, tampoco encarna una alternativa distinta.
Harold Mayne Nicholls podría ser presentado como una novedad, pero en rigor no lo es: se trata de una figura sin experiencia política directa, más vinculada a la dirigencia deportiva que a la construcción de un proyecto de país. Del lado oficialista, Jeannette Jara aparece como candidata del Partido Comunista, pero su liderazgo queda diluido al estar subsumido en una coalición amplia, similar a lo que fueron la Concertación y la Nueva Mayoría.
La pregunta, entonces, es qué ocurrió con los liderazgos emergentes. La generación del movimiento estudiantil de 2011 —Boric, Jackson, Vallejo y otros— irrumpió como alternativa, pero en el gobierno terminó convergiendo con los sectores tradicionales de la ex Concertación, asumiendo un modelo de socialdemocracia neoliberal que los desdibujó como proyecto de cambio. El propio Boric, que en primera vuelta de 2021 apenas superó el 20% de los votos, solo logró gobernar al integrar al socialismo, el PPD y otros partidos del orden.
Lo más grave es que hacia la izquierda no institucional la situación es aún más precaria: allí no aparecen liderazgos capaces de articular una alternativa con proyección. La política chilena sigue girando en torno a los mismos nombres de siempre, muchos de ellos con más de 65 o incluso 70 años, lo que acentúa la sensación de estancamiento.
En resumen, Chile atraviesa una crisis de liderazgos: ni la derecha ni la centroizquierda logran ofrecer figuras nuevas, y los intentos de renovación de la última década terminaron integrados en el viejo orden neoliberal. Lo que hay, en rigor, es un reciclaje de candidaturas más que la emergencia de liderazgos frescos.
«Una cosa es llenar plazas con millones de personas, y otra es la soledad de la urna, donde cada ciudadano decide en silencio.»
Pregunta: Este octubre se cumplen seis años del estallido social. ¿Se ha convertido ya en parte de la historia social chilena o las demandas y sentimientos de esa movilización siguen presentes en la política actual? Y, en caso de haber desaparecido de la agenda, ¿por qué se produjo ese desplazamiento?
Respuesta:
El estallido social de octubre de 2019 fue, sin duda, un acontecimiento histórico que conmovió profundamente a la sociedad chilena. Sin embargo, a seis años de distancia, lo que queda es más bien un recuerdo, una memoria viva entre quienes participaron y se movilizaron, pero no una fuerza política o social que siga presente en la agenda institucional.
Las demandas que emergieron en esas jornadas no están hoy sobre la mesa. Ni los candidatos ni los partidos quieren hacerse cargo de ellas, porque se han convertido en brasas que queman. Más allá del impacto cultural, estético o del entusiasmo que provocó, el estallido fue derrotado. Primero, cuando la revuelta fue encauzada hacia el Acuerdo del 15 de noviembre de 2019 y el itinerario constitucional. Y luego, cuando la propuesta de nueva Constitución fue rechazada de forma contundente en 2022. Esa derrota dejó en evidencia que la ciudadanía neoliberal —esa mayoría social que participa electoralmente desde los 90 y que privilegia el orden, la estabilidad y la seguridad por sobre el cambio— terminó imponiéndose en las urnas.
La masividad de las calles no se tradujo en poder institucional. Una cosa es llenar plazas con millones de personas, y otra es la soledad de la urna, donde cada ciudadano decide en silencio. Ahí se expresó otra lógica: la de un electorado que prefirió “volver al oasis”, como decía Piñera, antes que embarcarse en transformaciones profundas.
Hoy, el movimiento social popular que emergió en octubre de 2019 aparece fragmentado, disperso, sin representación política clara y sin capacidad de incidir en la disputa institucional. Las muertes, los presos y las heridas de esa revuelta han sido invisibilizados. El caso reciente de un preso del estallido que se quitó la vida pasó casi desapercibido.
Por eso, se puede afirmar que el estallido fue derrotado. Lo que queda es memoria y recuerdo, pero no proyecto. Como dijo Slavoj Žižek a propósito de las movilizaciones globales de 2011, el riesgo es terminar, años después, tomando una cerveza y recordando lo que pudo ser y no fue. En Chile, seis años después, esa sensación es clara: hubo una oportunidad de ruptura, pero fue absorbida, encauzada y finalmente neutralizada.
Paul Walder






Serafín Rodríguez says:
Es decir, los que no están ni ahí!