
Lautaro Carmona y el espejo incómodo del progresismo
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Hay silencios que gritan. Y hay declaraciones que, sin levantar la voz, incomodan más que cualquier consigna furiosa. La entrevista de Lautaro Carmona tras la derrota electoral del 14 de diciembre pertenece a esta segunda categoría. No por lo que promete, sino por lo que se niega a hacer: cerrar en falso, administrar el daño, buscar culpables externos o refugiarse en la liturgia de la transición tardía.
Mientras buena parte del oficialismo corre a recomponerse como “oposición responsable” al gobierno de José Antonio Kast —una oposición correcta, institucional, previsional— Carmona introduce una cuña incómoda: antes de ordenar filas, hay que entender por qué se perdió. Y entender, en política, es una tarea peligrosa.
Porque entender implica asumir que el resultado no fue un accidente, ni un error comunicacional, ni una manipulación mediática pasajera. Implica reconocer que millones de personas optaron por una alternativa reaccionaria no por ignorancia, sino porque el proyecto progresista dejó de ofrecer sentido, horizonte y conflicto real.
Esa es la primera diferencia sustantiva entre Carmona y el resto del oficialismo: no infantiliza al electorado. No habla de “fake news” como explicación total, ni reduce el fenómeno Kast a una patología social. La pregunta que plantea es más incómoda y, por lo mismo, más política: ¿qué no supimos ver, escuchar o disputar para que esto ocurriera?
En una época donde la izquierda institucional parece haber reemplazado el vínculo social por métricas, focus groups y campañas puerta a puerta sin contenido, Carmona recuerda algo elemental: no hay política sin relación viva con el pueblo. No basta con tocar puertas si no se sabe qué decir detrás de ellas. No basta con prometer derechos si la vida cotidiana sigue marcada por la precariedad, el miedo y la incertidumbre.
A diferencia de otros dirigentes que ya encontraron un culpable conveniente —la Convención Constitucional, el estallido social, la “excesiva radicalidad como se ha atrevido Daniel Manouchehri”— Carmona no compra el relato tranquilizador que exonera al presente culpando al pasado. No convierte el 4 de septiembre de 2022 en el pecado original que explica todo. Porque hacerlo sería, en el fondo, renunciar a leer el presente.
Ahí aparece una segunda diferencia clave: Carmona no clausura el ciclo abierto en 2019. No lo romantiza, pero tampoco lo patologiza. Entiende que allí hubo demandas reales, expectativas profundas y una energía social que fue canalizada —y luego neutralizada— por salidas institucionales incapaces de transformarse en cambios estructurales. El problema no fue el estallido. El problema fue lo que se hizo —y no se hizo— después.
Frente a una izquierda que hoy parece avergonzada de su propio origen social y político, Carmona no se apresura a ofrecer nombres, liderazgos ni herencias. Cuando la prensa y los partidos ya reparten candidaturas futuras como si el problema fuera de recambio generacional, él insiste en algo que suena casi subversivo: sin proyecto no hay liderazgo posible.
No hay aquí un Boric 2.0 esperando turno. No hay atajos carismáticos. Los liderazgos de masas no se diseñan en oficinas ni se acuerdan entre cuatro paredes. Emergen —o no— de procesos políticos reales, de conflictos asumidos, de proyectos que interpelen mayorías. En un ecosistema político acostumbrado a administrar consensos, esa idea resulta casi ofensiva.
Tampoco es casual que Carmona desplace el foco desde los equilibrios macroeconómicos hacia las necesidades concretas de la gente. Lo dice sin estridencias, pero con claridad: cuando el equilibrio fiscal se vuelve una coartada para no responder a la desigualdad, la política pierde legitimidad. No es una consigna. Es una constatación empírica.
Este punto marca una grieta profunda con el progresismo gobernante, que terminó abrazando una lógica meramente administrativa tras el fracaso constitucional. Un gobierno que prometió reformas estructurales y acabó defendiendo sistemas que había prometido transformar. Un oficialismo que confundió gobernabilidad con moderación permanente y terminó vaciando su propio relato.
En ese contexto, la lectura de Carmona resulta doblemente incómoda: para la derecha, porque no le concede la victoria moral; para el progresismo, porque no le ofrece consuelo. No hay aquí épica de la derrota, ni relato victimista. Hay algo más peligroso: autocrítica política real.
Por eso su planteamiento desentona. Porque no encaja en la urgencia mediática de “dar vuelta la página”. Porque se niega a convertir la oposición a Kast en un ejercicio de nostalgia concertacionista, donde la democracia se reduce a defender reformas parciales mientras el modelo sigue intacto.
La pregunta que queda flotando —y que explica la incomodidad que genera— es simple y brutal: ¿está el progresismo dispuesto a repensarse, o solo busca sobrevivir? ¿Habrá reflexión antes del reordenamiento, o el miedo a la ultraderecha servirá como excusa para no cambiar nada?
Lautaro Carmona no ofrece respuestas cerradas. Pero plantea las preguntas correctas. Y en un escenario donde abundan las certezas falsas, eso ya es una forma de resistencia política.
Simón del Valle





