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Cuando el poder vuelve a su lugar: la normalización exprés del triunfo de Kast

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La elección presidencial del domingo 14 de diciembre fue presentada, durante semanas, como un punto de inflexión histórico. Se habló de polarización, de quiebre democrático, de amenaza autoritaria. Sin embargo, bastaron apenas unos días para que el sistema político, económico y mediático chileno absorbiera el triunfo de José Antonio Kast con una velocidad que llama la atención. La escena posterior a la elección revela menos una crisis que una normalización acelerada del poder, un retorno casi automático a la lógica de la gobernabilidad administrada que ha caracterizado a Chile desde el fin de la dictadura.

Los primeros indicios fueron económicos. El lunes posterior a la elección, los mercados reaccionaron con calma. El tipo de cambio no se disparó, la bolsa no colapsó y los informes de riesgo país se mantuvieron estables. Grandes gremios empresariales valoraron el “orden”, la “certeza” y la “responsabilidad fiscal” anunciada por el presidente electo. Lejos de una reacción de alarma, lo que predominó fue la tranquilidad: el capital entendió rápidamente que no había amenaza estructural a sus intereses. El anuncio del recorte fiscal de 6.000 millones de dólares le gusta a los mercados.

En paralelo, el mundo político institucional inició su propio proceso de reacomodo. Desde el oficialismo derrotado, las declaraciones se movieron con rapidez hacia la idea de una “oposición firme pero constructiva”. El ministro del Interior, Álvaro Elizalde, marcó el tono al señalar que la tarea del progresismo será defender los avances logrados y fiscalizar con responsabilidad. No hubo, en esas primeras intervenciones, una lectura profunda de la derrota ni una interpelación al nuevo ciclo político. Más bien, se reafirmó la disposición a operar dentro de los márgenes conocidos del sistema.

La prensa tradicional acompañó este movimiento sin mayores tensiones. Los principales diarios trataron el triunfo de Kast como un cambio de gobierno relevante, pero no excepcional. Los titulares evitaron caracterizaciones ideológicas duras y se concentraron en la “transición ordenada”, los gestos de institucionalidad y las primeras definiciones de gabinete. A diferencia de la cobertura internacional, donde Kast fue descrito sin ambigüedades como un dirigente de ultraderecha, en Chile predominó una narrativa de continuidad institucional. El mensaje implícito fue claro: el sistema sigue funcionando.




Este proceso de normalización se expresó también en el plano internacional. Las reuniones de Kast con Javier Milei en Argentina y Daniel Noboa en Ecuador fueron presentadas como parte de una agenda regional legítima, pese a que introducen un eje ideológico inédito en Sudamérica: la construcción de un bloque de ultraderecha articulado en torno a la seguridad, la migración y el alineamiento con la agenda estadounidense. El discurso sobre “corredores humanitarios” y deportaciones masivas fue incorporado sin mayor debate crítico, como si se tratara de una política pública más y no de un giro profundo en la tradición diplomática chilena.

Lo verdaderamente significativo no es solo la rapidez del reordenamiento, sino su carácter transversal. En pocos días, empresarios, medios, sectores de la derecha tradicional y parte importante del oficialismo derrotado convergieron en un mismo punto: la necesidad de estabilidad. En ese consenso silencioso, el triunfo de Kast dejó de ser un evento disruptivo para convertirse en una pieza más del engranaje institucional. La pregunta que surge, entonces, es incómoda pero inevitable: ¿era Kast tan ajeno al sistema como se dijo durante la campaña, o el sistema estaba preparado para recibirlo?

Este fenómeno no es nuevo en la historia política chilena. La transición postdictatorial se construyó precisamente sobre la base de neutralizar los conflictos estructurales mediante acuerdos de élite y una democracia de baja intensidad. Lo que sorprende hoy no es la existencia de esa lógica, sino su vigencia intacta incluso frente a un gobierno que reivindica abiertamente el legado del pinochetismo. La institucionalidad no solo resistió el embate; lo integró con naturalidad.

Mientras tanto, el gran ausente de esta escena es el mundo popular organizado. No hubo, en la semana posterior a la elección, una respuesta articulada desde los sindicatos, las organizaciones territoriales o los movimientos sociales. Predominó el silencio, la espera, la desorientación. Ese vacío contrasta con la rapidez con que las élites cerraron filas en torno a la gobernabilidad. Allí se juega una de las claves del nuevo ciclo político: la distancia entre un poder que se recompone con eficiencia y una base social que aún no encuentra cómo procesar la derrota.

La normalización exprés del triunfo de Kast no es, por tanto, un signo de fortaleza democrática, sino una señal de continuidad estructural. El sistema político chileno demostró, una vez más, su capacidad para absorber incluso a quienes prometían “cambiarlo todo”, siempre que ese cambio no afecte los pilares económicos y sociales del modelo. En ese sentido, el verdadero quiebre no ocurrió el domingo 14 de diciembre. Lo que ocurrió fue, más bien, la confirmación de que el poder sabe volver rápidamente a su lugar cuando nada esencial está en juego.

La pregunta que queda abierta no es qué hará Kast, sino qué hará la sociedad chilena frente a esta nueva normalidad. Porque si el sistema ya hizo su parte, la historia reciente demuestra que los conflictos no desaparecen: se acumulan. Y cuando no encuentran cauce político, reaparecen de formas inesperadas.

Simón del Valle



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Simon Del Valle

Periodista

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