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Elecciones sin ruptura

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No cabe duda de que las próximas elecciones presidenciales ponen en juego un dilema políticamente relevante: la eventual continuidad del gobierno de Gabriel Boric —pese a los esfuerzos del comando de Jeannette Jara por marcar distancia—, inscrita en una orientación socialdemócrata moderada, o bien una inflexión más abrupta hacia un proyecto abiertamente pro-mercado y favorable a los grandes grupos empresariales, tal como lo encarna la candidatura de José Antonio Kast. Con todo, más allá de quién resulte vencedor, es razonable sostener que el modelo capitalista jerárquico chileno permanecerá inalterado: Chile seguirá siendo una economía primario-exportadora, sin modificaciones estructurales de fondo. Ninguna de las candidaturas en disputa —incluida la del campo de la centroizquierda— contempla seriamente un proceso de industrialización nacional, horizonte que, por ejemplo, sí fue planteado por el profesor Eduardo Artés desde posiciones marginales del sistema político. Esta ausencia resulta preocupante, pues el actual patrón de acumulación beneficia casi exclusivamente a quienes participan del circuito exportador y al capital transnacional, mientras la mayoría de la población subsiste en una economía de servicios profundamente dependiente de las rentas extractivas.

En efecto, resulta francamente llamativo —por no decir desconcertante— que en el programa de Jannette Jara no se advierta referencia alguna a esta cuestión. No aparece, en rigor, una propuesta orientada a la industrialización, pese a que lo que se requiere es un viraje sustantivo. Persistir en la actual estructura económica se vuelve insostenible: se trata de una matriz endeble, excesivamente dependiente de la exportación de materias primas, con una posición notoriamente desventajosa en el escenario de la competencia internacional y sustentada en bienes de bajo valor agregado. No deja de ser irónico que diagnósticos de esta naturaleza hayan sido formulados hace más de seis décadas por las teorías de la dependencia y que, sin embargo, conserven plena vigencia en América Latina.

Se nos ha insistido, con una retórica más bien complaciente, en la idea del crecimiento económico; sin embargo, lo que está ausente es una estrategia coherente de desarrollo industrial y, por extensión, de desarrollo nacional. Ninguno de estos dos horizontes se materializa. El crecimiento, cuando existe, se concentra fundamentalmente en los grandes grupos empresariales vinculados a la exportación, fenómeno que en Chile aparece como una constante más que como una anomalía. Lo que se observa, en consecuencia, es una continuidad del modelo que nos mantiene en una condición estructuralmente precaria.

Salvo contadas excepciones en el campo económico —pienso, por ejemplo, en José Gabriel Palma—, se ha advertido reiteradamente que sin una política explícita de industrialización difícilmente este cuadro se modifique. De lo contrario, las sucesivas administraciones se verán condenadas a gestionar un modelo intrínsecamente frágil. Como dije arriba, la única candidatura que planteó este asunto de manera directa fue la de Eduardo Artés, quien, al menos, se atrevió a pronunciar la palabra “industrialización” en televisión, gesto que hoy parece casi subversivo.




En este contexto, un eventual —y ciertamente indeseable— triunfo de Kast no implicaría una reconfiguración sustantiva del modelo vigente; más bien, su profundización en clave regresiva: un debilitamiento deliberado de las políticas sociales reformistas en beneficio de los intereses del gran empresariado. Por ello, su discurso de preocupación por el destino nacional —incluida la insistencia en una agenda antimigratoria— resulta difícilmente verosímil, sobre todo si se atiende a la dependencia estructural de amplios segmentos de la economía chilena respecto de una fuerza de trabajo migrante precarizada. No deja de ser llamativo, asimismo, que una fracción del electorado extranjero, en particular de origen venezolano, se incline por su candidatura, aun cuando el régimen de Nicolás Maduro —como advirtiera en su momento el historiador Luis Corvalán Márquez— se aproxima más a un nacionalismo autoritario de cuño militar que a una experiencia socialista propiamente tal, aun cuando esta afirmación pueda suscitar alguna incomodidad en ciertos lectores de El Clarín de Chile.

Conviene precisar, a modo de acotación explícita, que sostener una mirada crítica respecto del modelo venezolano no implica, bajo ninguna circunstancia, adherir ni legitimar la tentativa de injerencia o agresión promovida por el imperialismo norteamericano bajo la administración de Donald Trump. Esta aclaración resulta necesaria, pues no es infrecuente que determinadas lecturas apresuradas —particularmente entre sectores proclives a la descalificación sumaria— confundan la crítica analítica con una supuesta claudicación política, tildando al interlocutor de “amarillo”, traidor o incluso de antialatinoamericanista. Precisamente por ello, se vuelve imprescindible reivindicar el derecho, y casi el deber, de examinar críticamente la situación venezolana, sin que tal ejercicio intelectual sea interpretado como alineamiento con proyectos de dominación imperialista.

Volviendo a Chile. En último término, la contienda no enfrenta un proyecto alternativo al orden neoliberal, sino dos modalidades de su gestión: una orientada a preservar ciertos logros parciales, y otra decidida a desarticularlos con el fin de intensificar un capitalismo sustentado en redes de influencia, lealtades cruzadas y concentración elitária. La centroizquierda, lejos de articular una propuesta contrahegemónica, ha permanecido atrapada en un horizonte de posibilismo que reproduce los pilares del modelo heredado, corroborando —como han subrayado distintos analistas— que la Concertación operó, en no pocos aspectos, como una derecha, tesis desarrollada con particular insistencia por el columnista de El Clarín de Chile, el profesor Felipe Portales. A este cuadro se suma un notorio empobrecimiento ideológico durante el gobierno de Gabriel Boric: no se desplegó un trabajo sostenido de producción simbólica ni una disputa efectiva por el sentido común, más allá de una administración eminentemente pragmática y, en ocasiones, trivializante. La carencia de una estrategia cultural coherente —evidenciada, entre otros ámbitos, en el rol deslucido de la televisión pública— contrasta con experiencias como la española, especialmente en el caso de Televisión Española, donde el progresismo sí logró reconocer y activar la centralidad del campo cultural. No resulta irrelevante, en este sentido, que durante la administración Boric la conducción del principal noticiario de Televisión Nacional de Chile haya recaído en figuras como Constanza Santa María y Matías del Río.

De este modo, la dificultad estructural no se circunscribe exclusivamente a la expansión de alternativas populistas o de signo ultraderechista, sino que se inscribe, más bien, en la desafección sostenida de los territorios populares por parte de la izquierda institucional —aunque, con toda probabilidad, la izquierda de raigambre popular ofrecería un diagnóstico distinto—. En lugar de limitarse a indagar las razones por las cuales vastos segmentos subalternos y regiones del Norte de Chile se inclinan hoy por figuras como Franco Parisi (Partido de la Gente), resultaría más fecundo problematizar el paulatino repliegue de las izquierdas respecto de aquellos espacios en los que, no hace tanto, lograron edificar densidad social, tramas organizativas y horizontes de sentido compartido. Tal vez uno de esos ámbitos relegados sea, precisamente, el mundo rural, el espacio del interior, particularmente en zonas como Coquimbo, Atacama o la región de Antofagasta. Se trata de territorios que parecen quedar librados a su propia suerte, no solo por su aislamiento geográfico, sino también por una suerte de orfandad política persistente, como si hubiesen sido desplazados a los márgenes del interés público. Es en ese vacío donde las izquierdas debieran demostrar agudeza estratégica y voluntad de riesgo, asumiendo que allí se juega una parte nada menor de su recomposición.

 

Fabián Bustamante Olguín

Doctor en Sociología. Académico del Instituto de Ciencias Religiosas y Filosofía, Universidad Católica del Norte.



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Fabián Bustamante Olguín

Doctor en Sociología, Universidad Alberto Hurtado Magíster en Historia, Universidad de Santiago Académico Asistente del Instituto Ciencias Religiosas y Filosofía Universidad Católica del Norte, Sede Coquimbo
  1. Serafín Rodríguez says:

    En simple y para que se entienda bien, esta elección presidencial se reduce a decidir —como todas las anteriores desde 1990—si el fundo lo administran sus dueños, los patrones, o los capataces a su servicio. Por lo visto, hasta ahora la balanza se inclina a favor de que sean los patrones.

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