
¿Qué oposición es posible después de la transición?
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Si algo dejó en evidencia la elección presidencial del 14 de diciembre es que la transición política chilena no solo terminó en el gobierno, sino también en la oposición. Durante más de treinta años, el sistema político funcionó sobre una alternancia previsible: centroizquierda y centroderecha compartían un marco común —institucional, económico, cultural— y se disputaban la administración del mismo modelo. Hoy, ese equilibrio se rompió. La derecha se reordenó con claridad. La izquierda, en cambio, enfrenta una pregunta incómoda: ¿qué oposición es posible cuando el proyecto que la sostuvo históricamente ya no existe?
En términos formales, la oposición al gobierno de José Antonio Kast será relevante. Unidad por Chile, junto a fuerzas afines, mantiene una representación parlamentaria significativa, capaz de bloquear reformas constitucionales, frenar cambios estructurales y obligar al Ejecutivo a negociar. Kast no tendrá mayoría para hacer y deshacer a su antojo. No podrá modificar reglamentos clave ni alterar marcos legales sin acuerdos. Desde ese punto de vista, la oposición institucional existe y pesa.
Pero reducir la pregunta a la aritmética parlamentaria sería un error. Porque el problema no es solo cuánta oposición hay, sino qué tipo de oposición es. Y ahí aparecen las tensiones más profundas.
La oposición política que emerge hoy está compuesta, en gran medida, por los mismos actores que gobernaron durante el ciclo final de la transición: el Frente Amplio, el Partido Comunista, el Socialismo Democrático, lo que queda de la Democracia Cristiana. Son fuerzas que conocen el Estado, dominan el lenguaje institucional y están entrenadas para la negociación. Pero también son fuerzas marcadas por el desgaste, por promesas incumplidas y por una pérdida evidente de conexión con amplios sectores sociales.
Plantear que esa oposición será liderada por Gabriel Boric, Jeannette Jara o Carolina Tohá es, en el mejor de los casos, una inercia mental. No se trata de negar su rol político, sino de reconocer que ellos encarnan un proyecto que acaba de ser derrotado, no solo electoralmente, sino culturalmente. La ciudadanía no rechazó solo un programa; rechazó una forma de entender el cambio, el poder y la política.
Esto no significa que la oposición institucional carezca de sentido. Al contrario: en un escenario de gobierno con pulsiones autoritarias, la defensa del Estado de derecho, de los derechos humanos y de las libertades públicas será crucial. Pero esa defensa, por sí sola, no construye horizonte. Contener no es lo mismo que proponer.
Por eso, junto a la oposición parlamentaria, emergen —o más bien persisten— otras oposiciones, menos visibles en los medios, pero potencialmente más decisivas en el mediano plazo. La izquierda popular, la izquierda territorial, los sindicatos, las organizaciones feministas, ambientales, estudiantiles, poblacionales. Esas fuerzas no se sienten representadas ni por Kast ni por el progresismo institucional. Y en muchos casos, tampoco se sienten derrotadas: sienten, más bien, que el ciclo que prometía representarlas fracasó.
Aquí se abre un punto clave. Durante la transición, estas expresiones sociales fueron subordinadas, canalizadas o neutralizadas por la política institucional. El estallido de 2019 fue el momento en que esa relación estalló literalmente. Pero el proceso posterior —Convención Constitucional incluida— terminó reabsorbiendo el conflicto sin resolverlo. Hoy, esas fuerzas vuelven a quedar fuera del centro del sistema, mientras la derecha autoritaria capitaliza el malestar.
La oposición social, entonces, no será necesariamente orgánica ni coordinada. No tendrá una conducción única. Será fragmentada, a ratos contradictoria, incluso incómoda para la oposición parlamentaria. Pero será real. Y el nuevo gobierno lo sabe. Por eso su discurso sobre orden, seguridad y control no está dirigido solo a combatir la delincuencia, sino a anticiparse a la protesta social.
El dilema para la oposición política es profundo:
¿Se limitará a una oposición institucional responsable, cuidando la gobernabilidad, negociando cada ley, moderando el conflicto?
¿O será capaz de articularse con esas otras oposiciones, sin instrumentalizarlas ni temerles?
Hasta ahora, la experiencia no es alentadora. El progresismo gobernante mostró, durante el ciclo de Boric, una relación ambigua con la movilización social: la necesitó para llegar al poder, pero la temió una vez en él. Esa contradicción no desaparece con la derrota; se profundiza.
Mientras tanto, la derecha ya resolvió su identidad. El Partido Republicano no tiene dudas sobre su base social ni sobre su proyecto. Puede negociar en el Congreso y, al mismo tiempo, apelar directamente a un electorado movilizado por el miedo, la inseguridad y el rechazo a lo que llama “ideología”. La oposición, en cambio, aún no define para quién habla.
Tal vez la pregunta correcta no sea qué oposición es posible, sino qué oposición es necesaria. Una oposición que no se limite a administrar el legado de la transición, sino que se atreva a pensar un proyecto postransición. Eso implica asumir derrotas, revisar dogmas, abandonar la comodidad del centro político como refugio moral. Implica también aceptar que la política ya no se juega solo en el Parlamento ni en los matinales, sino en territorios, conflictos concretos y demandas materiales insatisfechas.
La elección del domingo cerró una época. El gobierno de Kast abrirá otra, marcada por tensiones, retrocesos y resistencias. La oposición que venga —si quiere ser algo más que un muro de contención— tendrá que decidir si sigue hablando el lenguaje del pasado o si se arriesga a inventar uno nuevo. En esa decisión se juega no solo su relevancia, sino la posibilidad misma de que Chile vuelva a imaginar una alternativa democrática con sentido histórico.
Simón del Valle
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