
Una semana después: Chile tras la elección y el fin efectivo de la transición
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Ha pasado una semana desde la segunda vuelta presidencial del domingo 14 de diciembre y el país comienza, lentamente, a dimensionar el alcance político del triunfo de José Antonio Kast. Más allá de los porcentajes y del ritual democrático que los medios locales se apresuraron a normalizar, lo ocurrido marca un punto de quiebre histórico: el cierre definitivo del ciclo político abierto en 1990, conocido como la “transición”, y la entrada a un escenario nuevo, más crudo y menos ambiguo.
Durante días, la cobertura mediática nacional insistió en presentar el resultado como una alternancia más dentro de la institucionalidad democrática. Sin embargo, fuera de Chile, la lectura fue radicalmente distinta. La prensa internacional habló sin rodeos de la llegada de un ultraderechista al poder, de un proyecto político abiertamente pinochetista, autoritario, ultracatólico y alineado con la nueva internacional reaccionaria. Esa diferencia no es menor: revela no solo un problema de enfoque periodístico, sino una profunda incapacidad —o negativa— del sistema mediático chileno para interpretar su propia realidad política.
Pero el hecho central de esta semana no es solo la victoria de Kast. Es, sobre todo, la derrota histórica del proyecto político que administró el país durante más de tres décadas. La transición, entendida como un pacto entre una centroizquierda neoliberal y una derecha modernizada, se sostuvo mientras ambos bloques garantizaron estabilidad, crecimiento económico y contención del conflicto social. Ese equilibrio se rompió hace tiempo, pero recién ahora se expresa con claridad electoral.
La derrota de Carolina Tohá en las primarias oficialistas fue una señal temprana. Representante nítida del mundo concertacionista, su fracaso marcó el agotamiento de esa tradición política. Sin embargo, lejos de asumir esa derrota como un punto de inflexión, el oficialismo optó por replegarse. El programa de Jeannette Jara, que inicialmente insinuaba reformas algo más profundas, fue rápidamente moderado hasta convertirse en una versión remozada —y debilitada— del viejo consenso neoliberal. La Democracia Cristiana volvió al redil, los bordes se limaron y la propuesta terminó pareciéndose demasiado a aquello que la ciudadanía ya había rechazado en las calles.
Del otro lado, el fenómeno fue más claro y más brutal. Chile Vamos, la derecha tradicional de la transición, murió políticamente el 16 de noviembre, cuando fue incapaz de ordenar su propio sector. Hoy, la derecha tiene un eje nítido: el Partido Republicano y sus aliados del Partido Nacional Libertario y el Partido Social Cristiano. No se trata de una derecha liberal-conservadora, sino de una derecha identitaria, autoritaria y revanchista, que ya no necesita disimular su ADN pinochetista.
Esta semana también dejó en evidencia la desconexión entre la institucionalidad progresista y amplios sectores populares. Mientras en barrios, sindicatos y organizaciones sociales predominaban la rabia, la frustración y el desconcierto, desde el comando de Jara y desde el gobierno las reacciones fueron tibias, defensivas y profundamente burocráticas. No hubo autocrítica sustantiva. No hubo reconocimiento del fracaso político. Tampoco hubo un mensaje claro hacia quienes se sienten abandonados por un proyecto que prometió transformaciones estructurales y terminó administrando el modelo.
El silencio del presidente Boric durante los primeros días posteriores a la elección fue elocuente. Cuando habló, lo hizo desde un tono institucional, llamando a respetar la democracia y a colaborar con el nuevo gobierno. Nada dijo sobre el sentido histórico de la derrota, sobre el fin de una época, ni sobre la responsabilidad de su propia administración en el camino que llevó al país a este punto. Esa omisión no es casual: evidencia la incapacidad de esta generación política para comprender la magnitud del momento que les tocó administrar.
En paralelo, comenzaron a asomar las primeras fragilidades del triunfo de Kast. Aunque obtuvo una mayoría clara en las urnas, su proyecto enfrenta límites objetivos. No cuenta con mayoría parlamentaria suficiente para imponer cambios estructurales sin negociar. Muchas de sus promesas de campaña —en particular la expulsión masiva de migrantes— ya comenzaron a moderarse incluso antes de asumir. El riesgo es evidente: un electorado que votó por una figura investida de atributos “salvíficos” puede reaccionar con frustración cuando la realidad institucional imponga frenos.
En ese escenario, el conflicto aparece como una variable latente. La historia reciente chilena demuestra que cuando proyectos autoritarios fracasan en cumplir sus promesas, la tentación de recurrir a la coerción estatal aumenta. Seguridad, orden y mano dura son conceptos que rápidamente pueden traducirse en criminalización de la protesta, persecución de la disidencia y debilitamiento de derechos civiles.
Sin embargo, reducir el análisis a Kast sería un error. Esta semana deja una pregunta abierta mucho más profunda: ¿qué oposición es posible después de la transición? La respuesta no está en los nombres que dominaron los últimos treinta años. Ni Boric, ni Jara, ni Tohá parecen capaces de encarnar una alternativa creíble. La oposición institucional existe —y tiene peso parlamentario—, pero carece de proyecto, de relato y de horizonte histórico.
Fuera del Parlamento, en cambio, se empiezan a escuchar otras voces. Organizaciones territoriales, sindicales, socioambientales y juveniles han comenzado a emitir declaraciones que apuntan a un diagnóstico distinto: la necesidad de reconstruir lo colectivo desde abajo, de abandonar la ilusión electoral como único camino y de retomar la organización popular como eje de cualquier proyecto emancipador. Es temprano para saber si ese impulso logrará articularse políticamente, pero es allí donde se juega el futuro.
La semana posterior a la elección no cerró una etapa: la abrió. Chile ya no vive bajo la ficción de la transición. El pacto se rompió. El nuevo escenario es más nítido, más áspero y más peligroso. La pregunta ya no es si el país cambió, sino si quienes se oponen al proyecto autoritario que emerge serán capaces de estar a la altura del desafío histórico que se abre.
Simón del Valle





