
Honduras, Kast y la nueva derecha regional: la consolidación de un eje ultraderechista en América Latina
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El rápido reconocimiento del triunfo de Nasry Asfura en Honduras por parte del presidente electo chileno José Antonio Kast y del propio gobierno de Gabriel Boric no es un gesto diplomático menor ni un acto administrativo sin consecuencias políticas. Por el contrario, constituye un nuevo eslabón en un proceso más amplio: la conformación acelerada de un eje ultraderechista latinoamericano que amenaza con reconfigurar la región bajo parámetros de subordinación, fragmentación y pérdida de soberanía.
Asfura, dirigente conservador hondureño y figura respaldada explícitamente por Donald Trump, fue proclamado ganador por el Consejo Nacional Electoral de Honduras tras semanas de denuncias de fraude por parte de la oposición. Tanto Salvador Nasralla, del Partido Liberal, como el Partido Libre —fuerza de la actual presidenta Xiomara Castro— rechazaron el resultado y advirtieron que el país quedaría bajo la captura del crimen organizado. Pese a ese escenario de alta conflictividad interna, Chile se sumó sin matices a un grupo de gobiernos que otorgaron “certeza jurídica” al proceso, alineándose con Perú, Ecuador, Paraguay, Argentina y otros países hoy gobernados por derechas duras o conservadoras.
El dato político relevante no es solo el reconocimiento, sino la sincronía y el alineamiento ideológico. Kast felicitó a Asfura pocas horas después del pronunciamiento de la Cancillería chilena, subrayando la intención de “profundizar” las relaciones bilaterales. La escena refuerza una hipótesis que ya venía tomando forma tras sus reuniones con Javier Milei en Argentina y Daniel Noboa en Ecuador: Kast no solo busca gobernar Chile bajo una lógica ultraconservadora, sino articular un bloque regional con ejes comunes en migración, seguridad, orden interno y alineamiento estratégico con Washington.
Este proyecto regional introduce un quiebre profundo con la tradición latinoamericana de integración, cooperación y solución multilateral de conflictos. La ultraderecha no propone una América Latina unida, sino una región fragmentada en Estados-nación cerrados, enfrentados entre sí, donde la migración es tratada como amenaza y no como fenómeno social estructural. Kast ha sido explícito en ello: corredores “humanitarios” para expulsiones masivas, rechazo al diálogo con gobiernos no alineados y un discurso de soberanía entendida como control represivo, no como autodeterminación colectiva.
Lo singular del caso chileno es que este giro no ha encontrado resistencia significativa en la institucionalidad vigente. Que el gobierno de Boric haya reconocido el triunfo de Asfura junto a Kast y gobiernos derechistas de la región refuerza una constatación inquietante: la política exterior chilena ya no opera como contrapeso, sino como acompañante pasivo de una deriva regional conservadora. En nombre de la “institucionalidad”, se validan procesos electorales cuestionados cuando el resultado es funcional a un determinado alineamiento geopolítico.
La sombra de Estados Unidos es evidente. El respaldo a Asfura se inscribe en una estrategia más amplia de reposicionamiento norteamericano en Centroamérica y Sudamérica, en un contexto de disputa global con China. La ultraderecha latinoamericana actúa aquí como correa de transmisión de esa agenda, promoviendo gobiernos dóciles en materia económica, energética y militar. No es casual que Trump reaparezca como figura tutelar de este nuevo ciclo, ni que Kast busque legitimidad internacional precisamente en ese espacio.
Las consecuencias para la región pueden ser profundas. Este eje ultraderechista no solo erosiona la integración regional, sino que debilita la capacidad soberana de los Estados para definir políticas propias en materias clave como recursos naturales, migración, derechos humanos y seguridad. Se instala una lógica de bloques ideológicos excluyentes, donde los gobiernos que no se alinean son estigmatizados, aislados o directamente deslegitimados.
Honduras, en este sentido, funciona como laboratorio. Un país con alta conflictividad social, atravesado por redes de corrupción y crimen organizado, es rápidamente “normalizado” por gobiernos conservadores externos cuando el resultado electoral favorece a sus intereses. El mensaje es claro: la democracia importa menos que la alineación política.
Para Chile, el escenario es especialmente delicado. Bajo Kast, el país corre el riesgo de abandonar definitivamente cualquier rol autónomo o integrador en América Latina para convertirse en punta de lanza de una restauración ultraderechista regional. El reconocimiento apresurado del triunfo de Asfura no es un hecho aislado, sino una señal temprana de esa orientación.
Lo que está en juego no es solo la política exterior, sino el lugar de Chile en el mundo. Entre una América Latina articulada en torno a la cooperación y otra fragmentada bajo la lógica del miedo, el control y la subordinación, el nuevo gobierno ya parece haber tomado partido. Y lo más preocupante es que, por ahora, lo ha hecho sin encontrar mayores resistencias desde el propio Estado chileno.






alfredo kirkwood says:
merluzo rastrero y TONTO