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El ocultado «feminismo» del líder conservador del siglo XIX Abdón Cifuentes

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Es muy desconocido que el principal “patriarca” del conservadurismo clerical chileno del siglo XIX, Abdón Cifuentes,

planteó en un discurso ¡de 1865! la gran injusticia de no reconocerle el derecho a voto a la mujer. Lo más notable no fue la propuesta misma –que podría entenderse dada la mucho mayor religiosidad de la mujer chilena de la época, que la habría llevado a ser más afín a los conservadores- sino los fundamentos de derechos humanos y de dura crítica al sometimiento social y político sufrido por la mujer en la historia humana. En suma, un alegato plenamente compatible con el feminismo moderno. Y que podría entenderse todavía más peligroso si sustituimos en el texto “hombre” por “rico”; y “mujer” por “pobre”. Por esto, el que se trate de un documento tan desconocido -¡incluso por el feminismo nacional!- nos da pistas del total ocultamiento que el conjunto de la elite chilena hizo de este documento. Dada su extensión, se transcriben las partes más esenciales de su discurso del Tomo I de la Colección de Discursos de Abdón Cifuentes (Escuela Tip. La Gratitud Nacional, Santiago de Chile; pp. 221-243) publicado en 1916.

 

 

DISCURSO ACERCA DEL DERECHO ELECTORAL DE LA MUJER, LEÍDO EN LA

SOCIEDAD DE SAN LUIS, EL 16 DE AGOSTO DE 1865




 

La mujer no ha concurrido jamás a las urnas, bajo el imperio de la creencia reinante de que ella no debe tener derecho político alguno. Nosotros que tenemos convicción profunda de lo contrario, desearíamos una resolución expresa sobre el particular; porque la creemos cuestión importantísima de justicia, cuestión capital de democracia, cuestión de civilización.

Las sociedades políticas, tal como están constituidas al presente, reposan bajo cierto aspecto sobre una base esencialmente injusta, contraria al progreso, contraria a todos los principios fundamentales y constitutivos del orden social. Ellas despojan de los derechos políticos nada menos que a la mitad del género humano, y precisamente a la mitad más débil y por consiguiente a la que más interés debe tener en el bienestar y progreso de las sociedades, la que reclama y necesita con más imperio la protección social.

Preguntad a los filósofos y a los legisladores, preguntad a la ciencia y al buen sentido por qué el Creador dispuso que el hombre viviera en sociedad, para qué se han formado esos seres morales que llamamos naciones, y todos os responderán: porque el hombre no puede vivir sin auxilio extraño, porque en la humanidad hay débiles que necesitan protección, desvalidos que requieren amparo; para que entre seres racionales no prevalezca la fuerza bruta contra el derecho, las desenfrenadas pasiones contra la razón, que es luz, honra y ley de los seres creados a semejanza de Dios.

Pues bien, si hay alguien que por su naturaleza necesita más que otro de la protección de la ley y de la sociedad, ese es la mujer, físicamente más débil que el hombre; si hay alguien que tenga un interés supremo que el orden social se perfeccione, en que haya un buen gobierno, ese es la mujer; y si hubiera alguien que en la sociedad pudiera quedar desheredado de los derechos políticos, no sería ciertamente el débil que puede ser impunemente oprimido, sino el fuerte que puede ser impunemente opresor; no debería ser por cierto la mujer, sino el hombre.

Si hay, pues, alguna diferencia entre uno y otro, esta diferencia está a favor de la mujer, que tiene más necesidad que el hombre, de buenas leyes y buenos gobiernos, de buenas instituciones y buenos magistrados, que sepan dar la protección debida a los que más la necesitan. Y esta, que es una verdad trivial en el orden filosófico ¿qué manifestación ha tenido, cómo se ha realizado en el orden histórico?

Precisamente al revés de lo que la razón ordena. La fuerza ha prevalecido contra el derecho. Los hombres que, desde las sociedades primitivas (como en todos los pueblos bárbaros, como en todos los pueblos en que alumbran apenas los primeros albores de la civilización) en que prevalece sin rival la ley del más fuerte, monopolizaron en su favor el derecho de dictar leyes, monopolizaron también todos los demás derechos, y por consiguiente desheredaron y han continuado desheredando a la mujer de los derechos políticos, como de casi todos los derechos.

Pero la razón humana, en sus pacíficas conquistas, ha ido con el transcurso de los siglos, preparando los espíritus a la reparación de estas grandes injusticias, y muy pronto manifestaremos cuán favorable ha sido la marcha de la civilización al reconocimiento de los derechos de la mujer, cuán irresistible ha sido su tendencia y cuán fecundas sus condenaciones contra esos despojos del débil, contra esos abusos de la fuerza material.

¿Qué se requiere para ejercer con discernimiento cualquier derecho dado? ¿Cuáles son las condiciones esenciales y primarias de éste, como de todos los actos humanos? Tener inteligencia para conocer la verdad y el bien, tener voluntad para quererlos, libertad para ejecutarlos. He ahí todo lo esencial para constituir la capacidad natural de los seres humanos. Por eso el infante, el fatuo, el demente, son en tal estado esencialmente incapaces de ejercer por sí mismo los derechos que les correspondan. Pero todo lo demás es puramente accidental: todo lo demás es accidente de educación, de oportunidad, de tiempos y lugares; en una palabra, todo lo demás lo determina la incapacidad relativa; pero no la incapacidad absoluta de los seres constituidos en sociedad.

Pues bien ¿posee o no posee la mujer esas cualidades esenciales que constituyen la capacidad necesaria para la ejecución de un acto, es decir, para el ejercicio de un derecho? ¿Les negaréis que tienen inteligencia y voluntad para conocer y amar la verdad? ¿Les negaréis que tienen alma, creada como la del hombre, a semejanza de Dios? Si en nombre de la religión y de la razón, si en nombre del cristianismo y de la filosofía proclamáis la existencia del alma, en esta mitad del género humano; si en nombre de la razón y de la religión la proclamáis compañera y no esclava del hombre; si en nombre del cristianismo y de la filosofía las creéis dotadas de los requisitos esenciales para la ejecución de los actos, para el ejercicio de los derechos humanos, ¿en virtud de qué principios las declaráis perpetuamente incapaces de ejercer los derechos políticos? ¿En virtud de qué principios las condenáis eternamente al ostracismo de los negocios públicos, ni más ni menos que condenáis a los seres irracionales?

¿Dónde está el texto en qué, al crear Dios a la mujer y al constituir la familia y la sociedad, dijese a aquélla: tendrás derecho a la vida que te doy, a la luz que te alumbra, al aire que respiras; mas no lo tendrás a mezclarte en los negocios de la sociedad en que has de vivir por la condición de tu naturaleza, por más que esos negocios te afecten e interesen? ¿Dónde está la ley natural que condene a la mujer al ostracismo universal y perpetuo de los negocios públicos, a que la tiene condenada la ley humana? No existe; lo único que existe es la historia del despojo de los derechos del débil por el fuerte, de los derechos de la mujer por el hombre; historia vergonzosa de la humanidad, porque es la historia de sus abusos.

¿Decís que el hombre, por su simple carácter de miembro de una sociedad, tiene derecho a tomar parte en los negocios públicos o comunes de la misma; que por el hecho de ser negocios comunes, son negocios propios, porque son negocios de todos y por consiguiente de cada uno. Y yo pregunto ¿forman o no parte de la sociedad las mujeres? Si forman parte y si están sujetas a los deberes que la sociedad impone ¿con qué título las priváis de los derechos correlativos a esas obligaciones? ¿Pretenderéis acaso que ellas han nacido como los esclavos, para ser eternamente los parias de la sociedad?

Si el orden político puede perjudicarlas como a cualquier hombre ¿con qué derecho les cerráis las puertas de la legalidad para que defiendan y procuren su remedio en el mismo terreno político en que son dañadas? A la mujer les imponéis contribuciones; la mujer las paga; pero les prohibís mezclarse en la inversión del tributo que desembolsan. Las creéis hábiles para ejercer el derecho de propiedad; las creéis muy hábiles para que den a la sociedad una parte de sus bienes, con que se paguen a los magistrados que la administran; pero en tratándose de que tengan voz y voto para que vigilen los intereses sociales en que van envueltos los suyos, para que vigilen la conducta de los administradores, que ellas pagan, ya su habilidad desaparece, ya su incapacidad es notoria. No es esta la menor de las aberraciones humanas. No es esta la primera injusticia que cometen los hombres.

Sea, pues, que se consideren las bases fundamentales del orden social, sea que se atienda a la capacidad natural de la mujer, sea al interés legítimo que ella tiene en el buen orden de la sociedad, sea que se atienda a su calidad de seres asociados para vivir en comunidad, sea, en fin, a los deberes y a las cargas que el orden político le impone, es para nosotros claro, evidente, incuestionable que en la mujer existe, como en el hombre, el derecho de tomar parte en la dirección de la cosa pública, es decir, el derecho electoral. No hay principio alguno que se oponga a ello. Creo que un día no lejano comenzará la mujer a ejercer sus derechos políticos.

Contra la adquisición de los derechos políticos por la mujer, se alzan en las sociedades actuales, como una montaña inaccesible, las inveteradas costumbres, las miras estrechas de los espíritus poco ilustrados, de los espíritus empedernidos por la atmósfera de las preocupaciones vulgares, que vician, ciegan y arrastran muchas veces aun a las inteligencias más esclarecidas y a los corazones más rectos. ¡Tan débil es el espíritu humano! Y es precisamente lo que pasa, a nuestro juicio, con el derecho electoral de la mujer.

Para nosotros, la concesión de los derechos políticos a la mujer, envuelve a la más elevada perfección social; es un ideal hacia donde visiblemente la humanidad camina. Pensamos que ella llegará a ese ideal tarde o temprano, pero que llegará infaliblemente. Para esto no se necesita ser profeta; para esto nos basta consultar la historia y estudiar la marcha de la civilización al través de las edades. Observando la marcha política del mundo, creemos nosotros divisar ya los primeros albores de lo que llamaremos la redención política de la mujer.

La idea que proponemos la estimamos como la reparación de una grande injusticia, como la restitución de un despojo, comenzado por la barbarie, continuado por el uso y sancionado por la misma antigüedad de la costumbre. Pensamos que la tendencia de la humanidad y el progreso de las ciencias sociales son favorables a la mujer y que la civilización de los pueblos cristianos se va pronunciando de una manera irresistible en favor de esa reparación.

 

 

 

 



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