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Que alguien le avise a Ariztía

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El presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura sostiene que a los trabajadores no les interesa ir a sus trabajos.  “Si el Gobierno me está poniendo los bonos, ¿para qué voy a salir a trabajar?”.

Pero más allá de su torpeza, su aserto devela una convicción muy profunda y arraigada: al pobre, al roto, al flojo, al indio borracho y holgazán no le gusta trabajar y quieren todo regalado.

En la convicción de este sujeto es que al perraje les es suficiente algo de pan para masticar y mucho vino para dar rienda suelta a sus bajos instintos.

La idea, en síntesis, es: hay que pagar poco porque así van a trabajar. Ojalá pagarles nada.




La visión de Ariztía es que la gente pobre son seres despreciables y sobre todo inútiles y reemplazables. Es la convicción de los explotadores que como él, no han tenido escrúpulo para contradecir todo aquello que se entiende como las enseñanza del Crucificado, ante el cual se bautizaron, confirmaron y casaron.

En este trámite de acomodar sus malformaciones con sus creencias, importante rol ha jugado la iglesia que ha sido la mediadora entre las escrituras que dicen una cosa y sus piadosos fieles que viven sumidos en todo lo contrario.

Así, unos dejan tranquila su conciencia y otros llenan sus arcas sagradas.

El mérito de este torpe burgués es decir las cosas por su nombre lo que el resto de sus congéneres oculta bajo una verborrea en la que no están ausentes las palabras dios, patria, país, responsabilidad, trabajo, progreso y madrugar.

En su ataque de honestidad afirma el convencimiento que le viene con la leche materna:  todo ser humano que debe trabajar por un salario para sobrevivir, no es sino un flojo de mierda, su sujeto ruin que todo lo quiere regalado, un borracho que lo único que sabe es tener hijos, que duerme hasta que le da puntada, cuyo coeficiente intelectual es menor que una mula y que está condenado al infierno, al de la tierra y el otro, por su propio gusto.

Esa misma convicción que en nuestro país y en América Latina es tan profundamente arraigada como la religión, fue la que permitió, explicó y lavó las conciencias de los genocidas que mataron a cuanto roto olía comunista a partir de aquel lejano martes nublado.

Era cosa de tiempo.

Ariztía y los suyos son los reales vencedores en el último medio siglo. Son los que utilizaron la mano cobarde para matar, desaparecer, torturar y apresar a esos flojos y borrachos cuando intentaron hacer un país distinto.

Hay una cultura que propicia el nacimiento y formación de sujetos como Ariztía, y esa cultura corona su éxito cuando ese mismo pobrerío termina repitiendo convencido que la pobreza, la miseria, la exclusión y las diferencias sociales y de todo tipo, son parte sustancial a la naturaleza humana y que intentar cambiar ese estado de cosas es contario a lo que dicta la propia naturaleza, la iglesia, las buenas costumbres y la higiene.

El caso es que Ariztía y los que se le parecen, deberían recordar lo que el pasado nos enseña: de tarde en tarde esa gente vilipendiada, esos despreciados por flojos, indios, sucios, desarrapados y destinados a sufrir un destino inmodificable de pobreza y sufrimiento en este mundo y luego en el otro, se revela y se rebela.

Y no ha sido con buenas maneras precisamente.

En esos episodios que han cambiado el curso de lo inmodificable, montados en ese salubre impulso de hacer algo que ponga las cosas en su lugar han rodado cabezas, se han levantado cadalsos y han sonado los tiros justicieros.

No todos esos ejercicios de justicia terrenal han llegado a buen puerto, pero, por lo menos, han señalado que se puede. Cosa diferente es que haya quienes se atrevan.

De eso últimos nacen de vez en cuando unos cuantos que pierden el medio a la muerte y temen más bien a mar de sufrimientos que están obligados a vivir.

Y cuando los maltratados por generaciones osan rebelarse y pasar a cuchillo a sus explotadores, vienen las súplicas, los ruegos y las referencias a los derechos humanos y a las sagradas escrituras, pero ya es muy tarde.

Antes que sea tarde, que alguien le diga al tonto de Ariztía que la idea de los bonos es precisamente para no ir a trabajar.

 

Por Ricardo Candia Cares

 

 

 

 



Escritor y periodista

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