Política Global

TELESCOPIO: Un siniestro fanatismo

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El triunfo de los talibanes en Afganistán no sólo ha sacudido al mundo por la brutalidad de las prácticas de ese régimen y el fanatismo de sus seguidores, sino, en particular a quienes militamos en la izquierda, porque nos hace enfrentar algunas interrogantes que—la verdad sea dicha—no siempre tienen respuestas fáciles.

Por de pronto, es una derrota para Estados Unidos y sus políticas intervencionistas. Pero las muy recurridas imágenes, comparando el caos en el aeropuerto de Kabul con la fuga desde Saigón en 1975, son antojadizas y eluden lo esencial: el carácter muy diferente de los bandos victoriosos. Mientras los vietnamitas entonces luchaban por liberar a su país de la ocupación estadounidense y a su vez querían construir una sociedad más justa, basada en un proyecto de construcción socialista; los talibanes, en cambio, intentan retrotraer la sociedad afgana a formas medievales de dominación, basadas en una interpretación extrema y estrecha de la religión musulmana.

Convengamos, por cierto, que en general, prácticamente todas las religiones—quizás con la excepción de algunas religiones pre-monoteístas, comúnmente llamadas paganas—tienen un triste historial como instrumentos de dominación social, en particular en lo que hace al trato discriminatorio o degradante hacia las mujeres. Ni el judaísmo, ni el cristianismo pueden dar lecciones en esto del maltrato a las mujeres. Eso sí, hay que admitir que mientras en las otras religiones monoteístas el rol subordinado de la mujer se ha ido desarrollando como constructo social por las interpretaciones—hechas por teólogos hombres—de sus textos sagrados o de las palabras de sus profetas, en el Islam es el propio libro sagrado, el Korán, el que convalida esas prácticas. El Korán incluso autoriza el castigo corporal a las mujeres.

Dice el texto sagrado del Islam en la parte referida a la ley o sharia que regula las relaciones entre hombres y mujeres: “Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres porque Dios los hizo a ellos, superiores, y porque ellos gastan su fortuna en mantenerlas. Las buenas mujeres son obedientes. Ellas deben guardar sus partes no expuestas porque Dios así los diseñó. En cuanto a aquellas de las que uno teme que desobedezcan, amonéstelas, envíelas a dormir aparte y castíguelas físicamente. Si ellas le obedecen, no otra acción debe tomarse. Dios es lo más alto, lo supremo…” (Traducido de la versión inglesa The Koran, New York, Penguin, 1990, pp. 60-62, 64,74).




Claro está, no hay mucho espacio para la interpretación, y las mujeres musulmanas que intentan formular un proyecto feminista al interior de su fe religiosa, tienen un trabajo bastante difícil por delante. Pero sólo ellas podrán hacerlo, y eso es el trasfondo paradojal de toda la frustrada intervención en Afganistán. Aunque en honor a la verdad, transformar profundamente la cultura afgana nunca fue el plan de Estados Unidos. Algo que el presidente Joe Biden ha reiterado estos días. El único propósito de la intervención occidental en ese país de Asia Central fue desarticular las redes que posibilitaban acciones terroristas mayores en Estados Unidos. El acuerdo firmado por la administración Trump con los talibanes y que resultó en la salida de las tropas de EE.UU. y la OTAN, implementado ahora por Biden, pone fin a esa intervención.

Por otro lado, es indudable que durante la intervención extranjera, Afganistán vivió un período de mayor apertura y de cierta democratización de sus instituciones, y—muy importante—las mujeres recuperaron su derecho a la educación y a acceder a ciertos trabajos, pero ello no fue el objetivo de esa intervención. Esos logros fueron más bien el trabajo de organizaciones no gubernamentales apoyando a los sectores más progresistas y a las organizaciones de mujeres en el país.

Lo que nos lleva a una cuestión paradojal mayor: ¿fue entonces la intervención militar occidental una buena cosa? Y hay que tener mucho cuidado con la respuesta. Después de todo, una de las tareas centrales de la izquierda a nivel mundial, desde el siglo pasado, ha sido la lucha contra todo lo que pueda “oler a colonialismo” y plantearse, por ejemplo, intervenir en ciertos lugares a fin de establecer formas democráticas de gobierno nos plantearía una grave contradicción. Recuérdese que la gran excusa para la partición de África en 1885 entre las potencias europeas, fue el propósito de llevar la “civilización” a esos pueblos que, a ojos de los europeos, vivían en un estado de “salvajismo”. El escritor inglés Rudyard Kipling dedicó su poema The White Man’s Burden (La carga del hombre blanco) a los estadounidenses que en 1899 estaban embarcados en una guerra contra los filipinos que luchaban por su independencia (Filipinas había sido adquirida como botín de guerra luego de la guerra de 1898 entre EE.UU. y España, igual destino tuvieron Cuba, Puerto Rico, Guam y otras islas del Pacífico). Kipling, un gran apologista del Imperio Británico, exhortó con ese poema a que EE.UU. hiciera de Filipinas su colonia, a fin de “civilizar” a su pueblo, del modo como su país lo hacía en el entonces vasto Imperio Británico. La famosa “carga del hombre blanco” era esa supuesta responsabilidad de civilizar a las otras razas.

Lo que nos plantea el dilema: es evidente que los talibanes pueden caracterizarse como una turba de fanáticos irracionales. Para ellos las mujeres son simples máquinas reproductoras que ellos adquieren como quien toma artículos en el bazar y sobre quienes intentan ejercer una autoridad absoluta y arbitraria. Su interpretación extrema del Islam es incluso contraria a la práctica histórica de la apertura y desarrollo cultural y científico que esa religión desempeñó en otros tiempos. Paradojalmente, en tiempos del oscurantismo medieval cristiano que dominaba Europa, en territorios musulmanes en la Península Ibérica y el Oriente Medio se re-descubría a Platón y Aristóteles y se hacían grandes avances en matemáticas, medicina y ciencias naturales.

Complicado dilema para las fuerzas progresistas a nivel mundial: la intervención de EE.UU. y la OTAN en Afganistán posibilitó cierto florecimiento cultural y desarrollo autónomo de las mujeres. No porque eso estuviera en los planes de los generales del Pentágono, de seguro, pero así no más fue. Ahora lo más complicado es cómo el pueblo afgano, en especial sus mujeres, puedan recuperar sus espacios de libertad, sin que haya un invasor externo y, por tanto, sin que esos logros sean el subproducto de las decisiones tomadas en Washington.

Quizás veamos renacer a las míticas amazonas—que después de todo, provenían de Asia Central—ahora en la forma de combatientes por la igualdad de derechos. Quizás las cosas tarden en ocurrir, pero si como Hegel planteaba que el desarrollo de la historia era determinado por la mayor progresión en la toma de conciencia de la libertad, eventualmente el pueblo afgano y en especial sus mujeres, deberán en algún momento cambiar las cosas.  Ojalá (curiosamente, expresión que viene del árabe y significa “Dios quiera”) más temprano que tarde, se logre remover del poder a esos tipos grotescos y fanáticos que intentan que la vida esté marcada por la amargura, el temor a un Dios que necesitaría asistencia psiquiátrica y, peor aun —en lo que es una apreciación personal pero que debe interpretar a muchos—por el ocultamiento de una de las mejores cosas de la vida: la belleza de la mujer.

 

Por Sergio Martínez (Desde Montreal, Canadá)

 

 

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