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“El tiempo ocupa un primer plano en la ‘concepción del mundo’,que caracteriza a tal o cual cultura”.

Arón Gurévich, El tiempo como objeto de historia cultural.

 

“Pasaron los tiempos en los que la ciencia, de manera unánime,  predecía un futuro que siempre sería mejor que el presente.  Ahora, una fracción importante de los científicos  cree que puede acabar pronto en un callejón sin salida,  a menos que la humanidad decida comportarse,  cosa nada evidente.”

Krzysztof Pomian, Sobre la historia.




¿Qué es lo que diferencia a nuestras actuales generaciones –la de los noventa para acá– de la de los sesenta y más atrás? Una respuesta posible puede ser la de la disponibilidad, o no, del futuro y de la idea de historia asociada a ella. Nuestras últimas generaciones descansan en una experiencia de mundo -y unas evidencias- que no hacen posible ya fundar el futuro como un estadio mejor de la humanidad o una “meta de la historia”. Como lo ha sostenido François Hartog, nuestra época es la del futuro como un tiempo catastrófico en donde la humanidad tiene escasa posibilidad de intervenir y redireccionar procesos ya en curso. Nuestra era ya no es la de construcción de proyectos, sino la de acciones y políticas paliativas.[1]

 

En 2018, el científico social británico Mayer Hillman, señalaba en The Guardian:

“Las emisiones globales fueron estáticas en 2016, pero se confirmó que la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera superaba las 400 partes por millón, el nivel más alto en al menos tres millones de años (cuando los niveles del mar eran hasta 20 metros más altos que ahora). Las concentraciones solo pueden disminuir si no emitimos dióxido de carbono en absoluto, Incluso si el mundo fuera cero carbono hoy, eso no nos salvaría porque hemos pasado el punto de no retorno”.[2]

 

Y el 2011 Hayden White, quizá el teórico de la historia más importante de nuestra época, contestaba del siguiente modo a un periodista de El Clarín de Buenos Aires:

-Estamos en un momento donde se promueven visiones contradictorias: la humanidad oscila entre la salvación tecnológica y un cataclismo que amenaza borrar la raza humana de la Tierra.

-¡Bueno, claro! Eso es por el capitalismo. El capitalismo extraerá todo lo que pueda de la tierra para poder producir bienes y promoverá el consumo como un bien en sí mismo. A ellos no les importa el calentamiento global. Ellos asumen que la tecnología traerá una solución. A las corporaciones no les importa. A Mobil Oil no le importa el calentamiento global. Destruirían el universo entero para lograr una ganancia […] desafortunadamente, el capitalismo es suicida porque presume de una expansión infinita en una situación donde hay recursos limitados. No puedes tener expansión infinita y recursos limitados. El sueño es entonces que colonizaremos la Luna, colonizaremos el planeta Marte. No creo que eso vaya a suceder”.[3]

 

No son estas declaraciones de “terroristas morales” (así llamaba Kant a aquellos que predicaban que la Historia iba hacia peor), sino que es gente que ha trabajado toda su vida buscando soluciones para la vida, en el caso del urbanista Mayer Hillman, e interpretaciones liberadoras del pasado, en el caso de White. No los podría uno despachar como meros pesimistas, pues, además, a partir de la pandemia se nos han ido imponiendo de manera rotunda algunos datos que antes nadie consideraba. Tan solo hace tres años atrás un fenómeno como el calentamiento global, o el cambio climático, no tenía la presencia cotidiana que tiene para nosotros hoy: la tierra se quema. Tanto es así que la NASA ha dispuesto un mapa en tiempo real (online) en donde muestra el avance de los incendios a nivel planetario.[4]

 

No disponer de futuro tiene consecuencias en nuestra manera de experimentar el tiempo y nuestras vidas. Dipesh Chakrabarty, en un texto del 2009 titulado “Clima e historia: cuatro tesis”, decide tomarse en serio el experimento mental sugerido por el escritor Alan Weisman en su libro El mundo sin nosotros: el futuro es, pero sin nosotros. La implicancia de asumir lo que significa el calentamiento global y la categoría de “antropoceno” (la humanidad como fuerza geológica que ha modificado el sistema climático), sería la de reformular por completo lo que hasta aquí llamábamos “conciencia histórica”: “La disciplina de la historia existe a partir del supuesto de que nuestro pasado, presente y futuro están conectados por una cierta continuidad de la experiencia humana”, pero los actuales fenómenos nos obligan a contemplar la posibilidad de “un futuro ‘sin nosotros’”, así nuestras habituales prácticas históricas para visualizar el tiempo […] nos conducen a una contradicción y confusión profundas. […] Nuestro sentido del presente, según Weisman, se ha convertido en algo profundamente destructivo en lo que se refiere a nuestro sentido general de la historia”.[5]

 

Cuando el futuro no está ya disponible nada tensa desde un fin los acontecimientos, entonces estos se nos vienen encima sin orden. Ya no hay narratividad sino una suerte de collage, de historias sueltas que nos brindan más entretención y exotismo que conocimiento para actuar o proyectar. Por esto podemos decir que nuestra época ya no es la de la historia y la construcción política, sino la del patrimonio y el turismo. El pasado no informa proyecto alguno, precisamente porque no hay un espacio delante nuestro que lo aloje. Aunque no lo sepamos o no queramos asumirlo, sí que lo intuimos y tiene efectos prácticos en nuestras vidas, es decir en nuestras valoraciones, prioridades y elecciones. Una vida sin futuro suele oscilar entre el hedonismo y la depresión. ¿Y si todas las crisis institucionales -la política, la democracia, la educación- tuviesen como causa la experiencia o intuición profunda de que ya no es evidente que dispongamos del futuro? Y es muy probable, pues vivimos en unas instituciones creadas en la modernidad (mediados del s. XVIII en adelante), que es precisamente la época fundada en la evidencia rotunda del futuro, en la confianza de que la Historia progresaba hacia mejor y que “la razón trabajaba en la historia” para llevarnos a estadios más altos de evolución del espíritu y la libertad (Hegel). Sin futuro disponible esas instituciones quedan vacías, son maquinarias cuyo único sentido es la mantención de sus partes, en concreto la sobrevivencia de los individuos que se emplean en ellas y, puestos en ese lugar, que sólo pueden vivir en la conciencia antigua, en la voluntad de no entender o el cinismo.

 

Pero la crisis de la idea de futuro comenzó hace tiempo, al menos desde mediados del siglo XX -casi en paralelo a los últimos ánimos futuristas y utópicos- como efecto de las catástrofes políticas ligadas a los fascismos y al socialismo soviético, pero también a los “saldos humanos” del tecno-capitalismo y el colonialismo (todos ellos descansaron en una idea de historia fuertemente futurista, con una promesa al final, lo que en términos filosóficos se conoce como “metarrelato”). La diferencia entre esa primera crisis del futuro y la actual es que ésta se lleva adelante de manera transversal, al margen de las ideologías, y quizá por esto es que tenemos hoy tan escasa posibilidad de interpretar: la evidencia nos aplasta y no tenemos más que asumir. Como lo ha sostenido el ya citado Chakrabarty, los parámetros que limitan la existencia humana “son independientes del capitalismo o del socialismo […] Lamentablemente ahora nos hemos convertido en un agente geológico que distorsiona esos parámetros, esas condiciones para nuestra propia existencia”.[6]

 

Quien más tempranamente reflexionó sobre esta no disponibilidad del futuro en términos ideológicos fue Jean-François Lyotard, introduciendo al debate el término “posmodernidad”. La imposibilidad temprana de un tiempo con futuro estaría dada por un acontecimiento “insubordinado”, que en estricto rigor representa a varios acontecimientos de un mismo tipo: aquellos que refutan la Historia como un proceso racional encaminado hacia un gran final: la emancipación y reconciliación de la humanidad. Auschwitz es el acontecimiento que representa la refutación de todos los metarrelatos. Pero se trataría no solo de una refutación de contenido, sino de una refutación estructural. La historia como gran relato de un “nosotros” encaminado hacia la emancipación futura -“hacia mejor” (Kant)- es lo que ha sido invalidado. Precisamente esta era la forma de la Historia a la cual se adscribían todas las historias, siendo así dotadas de sentido.

 

“Mi argumento es que el proyecto moderno (de realización de la universalidad) no ha sido abandonado ni olvidado, sino destruido, “liquidado”. Hay muchos modos de destrucción, y muchos nombres les sirven como símbolos de ello. “Auschwitz” puede ser tomado como un nombre paradigmático para la “no realización” trágica de la modernidad”.[7] “Cada uno de los grandes relatos de emancipación del género que sea, al que le haya sido acordada la hegemonía ha sido, por así decirlo, invalidado de principio en el curso de los últimos cincuenta años”.[8]

 

Lyotard abunda en acontecimientos y tesis ontológicas refutadas: Auschwitz: la racionalidad de lo real. La primavera de Praga: el comunismo y el materialismo histórico. Crisis del 29’ y crisis del petróleo: el liberalismo económico y sus reformas postkeinesianas. Y una última gran refutación: el metarrelato que aspiraba a la supresión de las identidades locales en una ciudadanía cosmopolita (Kant), la apuesta por la conformación de un “nosotros” proyectado, por ejemplo, en la Declaración de los Derechos del Hombre. Pues bien, el liberalismo económico, “el mercado mundial no hace una historia universal en el sentido de la modernidad” no realiza este ideal cosmopolita, sino que fomenta las diferencias culturales “como mercancías turísticas y culturales”.[9]

 

Luego de la refutación, lo único posible son miles de pequeñas historias, pero pequeñas historias que funcionan como mitos de pequeñas comunidades que no tienen la posibilidad de inscribir sus acontecimientos (ni a ellas mismas) en un relato mayor, porque este se ha vuelto imposible, se ha “deslegitimado”. Es a causa de esa imposibilidad que estas comunidades no tienen historia sino cuando más memoria, o patrimonio.

 

El impacto de estos acontecimientos deslegitimadores ha estado asegurado por los medios, de hecho Lyotard remarca que la liquidación del metarrelato no está dada por la detención del progreso, sino por su realización en la tecnociencia y todos los efectos asociados a ella. Los alcances de esta crisis son amplísimos, baste con señalar a nuestro juicio el más fundamental:la imposibilidad de la historia y la política.

 

Pero, visto de otro modo, “históricamente” (ahora con ironía): ¿por qué suponer que el futuro debiera acompañarnos por siempre si se trata de una invención más bien reciente? Como no tenemos memoria de más atrás que la generación que nos antecedió (y la generación actual ni esto quizá), ni tampoco se nos instruyó en libros de historia que estudiaran otra cosa que gobiernos y batallas, nos resultará extraño enterarnos que la idea de futuro, tal como la conocemos, surgió recién en el siglo XVIII.

Según los estudios ya clásicos de Koselleck, entre 1760 y 1780 se produce el nacimiento del moderno concepto de historia, determinado en gran medida por la emergencia de una idea de futuro muy distinta de la que había imperado hasta allí en occidente. Esa otra antigua idea de futuro emanaba directamente de una teología de la historia en que el futuro, con las dimensiones y distancia que le asignamos modernamente (adelante, en el horizonte lejano), era propia de un terreno ultramundano, un “más allá” ingobernable por el hombre: en el futuro estaba la eternidad, en cambio los acontecimientos humanos por venir estaban en una proximidad mínima a nosotros (Según los estudios de Arón Gurévich en la alta Edad Media el tiempo dominable humanamente no superaba los tres a cinco días). Al respecto Lucian Hölscher -en un libro titulado precisamente El descubrimiento del futuro– sostiene que antes del siglo XVIII en Europa “el proceso circular de la vida apenas dejaba espacio para un futuro en el sentido moderno, es decir, en el sentido de acontecimientos nuevos que no fuesen mera repetición” […] “los golpes del destino afectaban por ello a las personas con una violencia que, por lo general, era más elemental que la de hoy. Se sentían como inevitables y se aceptaban como castigo divino”.[10] Por tanto la experiencia fundante de la historia era la de la repetición. Pero la idea de historia que surge a mediados del siglo XVIII está prefigurada por un concepto distinto de futuro, en el que un nuevo campo de experiencia tiene el rol principal: la revolución (inglesa y francesa / industrial y política), así como los descubrimientos geográficos (Nuevo Mundo), desestabilizan el antiguo campo de experiencia. Se abre ahora un futuro humanamente producido, en el largo aliento y en el ámbito mundano, ya no en el más allá, sino en un “más acá”.[11]

 

Pero nuestro campo de experiencia ya no es el de la revolución, sino el de su fracaso, frustración o perversión. Y tampoco es ya el del descubrimiento de un nuevo mundo, sino el de su agotamiento y colapso inminente. Y no nos queda más que soñar con una suerte de despertar de las conciencias, fábula que sin duda hace más vivible la vida, pero que sabemos en el fondo no da para mucho más, pues es evidente que existen una serie de procesos que ya han adquirido autonomía del control humano, planteamiento nada nuevo, pues esa era precisamente la advertencia sobre la técnica y el ocaso del patrón humanista de la historia hecha por Heidegger en una famosa entrevista (Der Spiegel) concedida a mediado de los sesenta que solicitó se publicara sólo póstumamente: “solo un Dios podrá salvarnos”.

 

Por Pablo Aravena Núñez

Fuente: Barbarie

 
 

[1] Aravena, Pablo, “François Hartog: la historia en un tiempo catastrófico”, en Cuadernos de Historia 41, Santiago, Departamento de Ciencias Históricas, Universidad de Chile, 2014. [2]https://www.theguardian.com/environment/2018/apr/26/were-doomed-mayer-hillman-on-the-climate-reality-no-one-else-will-dare-mention [3]https://www.clarin.com/rn/ideas/politica-economia/Lean-Marx-contara-sucedio-White_0_rJC4WJXpDme.html [4]https://www.antena3.com/noticias/mundo/mapa-nasa-que-muestra-incendios-activos-mundo-tiempo-real_2022071762d451dae5327d0001af671e.html https://firms.modaps.eosdis.nasa.gov/map/#d:24hrs;@0.0,0.0,3z [5] Chakrabarty, Dipesh, Clima y Capital. La vida bajo el antropoceno, Viña del Mar, Mímesis, 2021, p. 10. [6] Op. Cit., p. 36. [7] Lyotard, Jean-François, La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa, 1999, p. 30. [8] Lyotard, Jean-François, Op. Cit., p. 40. [9] Lyotard, Jean-François, Op. Cit., p. 47. [10] Hölscher, Lucian, El descubrimiento del futuro, Madrid, Siglo XXI editores, 2014, pp. 26-27. [11] Ver Koselleck, Reinhart, “Acortamiento del tiempo y aceleración. Un estudio sobre la secularización”, en Aceleración, prognosis y secularización, Madrid, Pretextos, 2000.

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Historiador, Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Chile. Profesor Titular de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Valparaíso (Chile). Se ha dedicado a la docencia e investigación en el campo de la Teoría de la Historia, centrándose en el patrimonio como forma específica de elaborar el pasado en la cultura contemporánea. Actualmente es Director del Instituto de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad de Valparaíso.

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  1. Serafín Rodríguez says:

    En síntesis, la humanidad ha alcanzado «la etapa superior del capitalismo», el neoliberalismo globalizado, irreversible y sin alternativa.

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