
Del estallido a la reacción
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El triunfo de la ultraderecha en Chile es resultado de la clausura del ciclo abierto en 2019: el progresismo restauró el orden, criminalizó la protesta y protegió el modelo, mientras faltó una alternativa revolucionaria capaz de transformar la crisis en ruptura.
Durante todo el ciclo abierto tras el estallido social de octubre de 2019, una parte importante de la crítica al progresismo fue rápidamente descalificada bajo una acusación recurrente: “hacerle el juego a la derecha”. Interpelar al gobierno, señalar renuncias programáticas, denunciar volteretas o advertir sobre la restauración del orden era presentado como irresponsabilidad política o como una forma encubierta de colaborar con el enemigo. Esa acusación operó menos como argumento y más como mecanismo disciplinador, orientado a clausurar el debate estratégico y a blindar una conducción que ya mostraba signos evidentes de agotamiento.
Hoy, con el triunfo electoral de la ultraderecha, vale la pena volver sobre ese recorrido. No para ajustar cuentas ni para establecer jerarquías morales, sino para comprender qué fuerzas y decisiones pavimentaron objetivamente este desenlace.
El gobierno de Gabriel Boric no llegó a cerrar el ciclo abierto por el estallido social; llegó a administrar su clausura. No resolvió el conflicto social que emergió con fuerza inédita en 2019, sino que trabajó sistemáticamente para desactivarlo, contenerlo y finalmente sepultarlo bajo una combinación de institucionalización, desgaste y coerción estatal.
La restauración del orden no fue solo discursiva. Fue material, jurídica y represiva. El respaldo explícito al general Ricardo Yáñez, máxima autoridad de Carabineros durante el período en que se cometieron violaciones sistemáticas a los derechos humanos, incluyendo el trauma ocular, una práctica represiva sin precedentes en la historia reciente del país, marcó un punto de inflexión. Desde allí, el rumbo fue coherente: criminalización de la protesta social, aprobación de leyes como la Naín-Retamal que blindan el uso letal de la fuerza estatal, fortalecimiento de los aparatos coercitivos y normalización de la represión como política pública.
Las víctimas de trauma ocular, abandonadas por el Estado y revictimizadas por la institucionalidad de salud, son una herida abierta de ese proceso. No solo padecieron la violencia directa de las fuerzas policiales, sino también una forma más silenciosa y persistente de violencia institucional: negligencia, burocracia, desprotección y estigmatización. Su situación expresa con crudeza cómo el Estado optó por cerrar el conflicto negando a las propias víctimas del estallido.
A esto se suma la existencia de presos políticos de la revuelta, una realidad que el progresismo prefirió administrar con ambigüedad o derechamente negar, vaciando de contenido su propio discurso en derechos humanos. La prisión de Héctor Llaitul, en particular, no puede entenderse fuera de este marco. Su encarcelamiento bajo un gobierno que se decía heredero de las luchas sociales confirma que la criminalización de la protesta y de la resistencia no fue una herencia incómoda, sino una política asumida. La militarización del Wallmapu, profundizada y normalizada, completa este cuadro: Estado de excepción permanente en territorio mapuche como política de Estado, más allá de quién administre el gobierno.
En paralelo, el progresismo protegió los pilares estructurales del modelo. Salvataje de las AFP, contención del colapso de las ISAPRES sin alterar su lógica de negocio, defensa de tratados como el TPP-11, subordinación explícita a los intereses del gran capital. Todo ello fue justificado en nombre de la “responsabilidad”, la “estabilidad” y la “gobernabilidad”. No se trató de desviaciones accidentales, sino de una estrategia consciente de restauración del orden neoliberal en una fase de crisis.
El estallido social no fue resuelto; fue administrativamente sepultado. Las demandas populares no se transformaron en reformas estructurales ni en un nuevo pacto social, sino que fueron contenidas hasta el agotamiento. El resultado fue una sociedad más frustrada, más despolitizada y más disponible para discursos autoritarios que prometen orden frente al caos.
En este sentido, el triunfo de la ultraderecha no es una anomalía ni un rayo en cielo despejado. Es la consecuencia directa de un vaciamiento político producido por el propio progresismo, que al disponer de todo el aparato del Estado optó por no transformar. Como el propio Boric afirmó en su momento, Chile es la cuna del neoliberalismo; lo que hoy estamos presenciando es que esa cuna se ha convertido también en un terreno fértil para el renacer del pinochetismo, del fascismo social y de las formas más recalcitrantes de la ultraderecha.
La arrogancia no fue de una izquierda crítica, sino del conglomerado progresista en su conjunto, que se mantuvo en una posición altanera, incapaz de reconocer errores, convencido de que no existía alternativa fuera de su conducción. Toda crítica fue leída como amenaza, toda advertencia como sabotaje. Al clausurar el conflicto social, preparó las condiciones para una reacción aún más dura.
Todo esto ocurre, además, en un contexto de crisis estructural de Occidente y de declive de la hegemonía estadounidense. La recomposición autoritaria no es solo chilena: es una respuesta global del capitalismo en crisis. Chile, con un gobierno de ultraderecha alineado con figuras como Kast, se inscribe plenamente en ese bloque en decadencia que responde a la pérdida de legitimidad con más coerción, más militarización y menos democracia efectiva.
Sin embargo, una lectura honesta de este proceso no puede detenerse únicamente en la responsabilidad del progresismo, por decisiva que esta haya sido. También es necesario reconocer un .vacío histórico en el campo de las fuerzas que se reclaman revolucionarias.
Durante décadas se sostuvo, con razón, que las condiciones objetivas para una ruptura social se estaban acumulando. Lo que no se resolvió fue la tarea central: la construcción de condiciones subjetivas capaces de transformar una irrupción popular en un proceso revolucionario consciente. Organización, dirección, acumulación estratégica y proyecto histórico no emergen espontáneamente de un estallido; se construyen previamente, o no aparecen.
El estallido de 2019 mostró la profundidad del malestar y la fragilidad del orden, pero también evidenció la insuficiencia de una fuerza revolucionaria capaz de disputar la conducción del proceso. En ausencia de esa fuerza, la revuelta fue canalizada, contenida y finalmente neutralizada por quienes sí disponían de aparato estatal, institucionalidad y capacidad coercitiva.
Reconocer este límite no implica repartir culpas ni diluir responsabilidades. Implica asumir que la historia no avanza por la justeza moral de las posiciones, sino por correlaciones reales de fuerza. Cuando esas fuerzas no existen, el desenlace lo define quien está organizado para gobernar, administrar o reprimir.
Por eso, la pregunta “¿quién le hizo el juego a la derecha?” no admite respuestas morales ni simplistas. La respuesta es política y estructural: le hizo el juego a la derecha quien restauró el orden tras el estallido, quien protegió al capital, blindó la represión y sustituyó la transformación por gestión, pero también un escenario marcado por la ausencia de una alternativa revolucionaria capaz de convertir la crisis en ruptura.
Porque un estallido que no se prepara políticamente no abre un proceso revolucionario: abre el camino a la reacción.
No basta con tener razón, hay que saber organizarla.





