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El juicio final de la historia

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“Somos para la muerte”, sentencia el filósofo  Heidegger. Por tanto somos mortales y tenemos un muy corto tiempo para desarrollar nuestro Ser, desde que nacemos hasta que lanzamos el último  suspiro.

Nietzsche decía  que cada hombre carga con la mochila de su tiempo, es decir su cultura, su familia, su ambiente social y su azar histórico, además  de su genio o la falta del mismo, por más  que quiera no puede ser actor de otro tiempo, excepto si ha sido un creador original de una doctrina o una hazaña trascendental. Entonces puede ser recordado más  allá  de su muerte.

Con todo, no podrá  evitar el juicio  histórico, que puede ser restringido a su pequeño espacio vital o puede ser  universal.

Los hombres señalados suelen ser sepultados luego de grandes ceremonias, muchos honores y elocuentes discursos. Estos prohombres son los que luego de pasadas las formalidades oficiales son víctimas  de su formalización, su juzgamiento y su sentencia histórica.




Habrá  fiscales de su conducta personal, teóricos  que abordarán  sus posturas doctrinales, políticos  que discreparán de sus ideas sociales o sus realizaciones y otros que las fundamentarán  positivamente.

Este tiempo controvertido alcanzará su decantación bastante tiempo después que el hombre dejó  su actuación.  Ahí  sí  se verá su verdadero legado. Los más  se difuminan en el espacio y el tiempo hasta desaparecer sin repercusión. Otros pocos quedarán incidiendo con más  o menos fuerza en los tiempos y pensamientos del futuro.

Todo prohombre busca trascender, ser reconocido, ser querido, no ser olvidado. Sin embargo existen algunos que no se interesan por el juicio humano, son los que se creen ungidos por los dioses o el destino. Son habitualmente los más  peligrosos o los más  iluminados.

Al no tener referentes humanos de un juicio, pueden llegar a extremar sus actos contra los hombres. Son los grandes monstruos de la historia o también  pueden ser grandes fundadores de movimientos religiosos o místicos  que sólo  rinden cuenta a sus dioses o a su inspiración.

Lo habitual es que los políticos  aspiren a la estatua, al igual que los militares; los diplomáticos  a sus condecoraciones y los ideólogos a sus referencias textuales; los religiosos a su canonización  y el comerciante a su herencia testamentaria. Pero algunos, ya pasado un tiempo de actividad febril se detienen a repensar su vida y les da por escribir su autobiografía, siempre que tengan la habilidad escribana y el tiempo para redactar sus aventuras. Otros se las encargan a sus escribanos personales y logran dejar plasmada su huella en la imprenta. Pero los hay también quienes permanecen tan absortos en su activismo que no tienen ni siquiera la inquietud de dejar su legado en formato de memorias. Si han sido relevantes, no faltará quien ensalce su ejemplo por escrito, claro que con el riesgo de ser deformada parte de su realidad fáctica y psicológica, que al estar ya difunto tendrá pocas oportunidades de rectificar.

Claro que “muchos son los llamados y pocos los escogidos”, así es que los frustrados serán  los más, como acontece en toda la naturaleza. La vida es un milagro donde se frustran millones de posibilidades por cada una que tiene éxito, y las más  de las veces es el efecto de una azarosa fortuna, antes que una meritoria consecuencia.

Existen los “hipertimicos”, que tienen una fe extrema en sus capacidades y se lanzan a grandes objetivos de vida, con tal ímpetu, que pueden atropellar muchas barreras humanas, éticas  o legales. Nada los detiene en su pulsión  megalomaniaca. Son las personalidades más  complejas y contradictorias, para el juicio de la historia. Lo cierto es que toda personalidad que se afana en incidir en las alturas del poder, lleva la carga de esa pulsión, unos más  y otros menos, pero mirado de cerca, ninguno se salva, como decía  el brasileño, Chico Buarque.

Como se sabe, la mayoría -afortunadamente- carece del mal extremo de la “hipertimia”, por tanto su legado histórico  será  igualmente modesto, minimalista o despreciable. A estos tipos la historia los borra de su memoria rápidamente, poco o nada queda de su legado. Ergo, para pasar a la historia, hay que hacerla en grande.  Y vaya que existen quienes, arrastrados por ese frenesí, la han  puesto completa.

Pero también  se debe considerar a aquellos que son seguidores de Aristoteles, en el sentido de buscar el justo medio en su actuar, la escasa “sofrosine”, esa virtud del equilibrio, la ponderación,  el buen juicio y hasta el sentido común. A esa gente puede que no la nombren mucho en los juicios históricos, pues sus acciones no han sido para nada escandalosas, pero sus contemporáneos  se lo agradecen, pues casi siempre cultivaron la paz, la amistad y un buen trato humano, seguido de equitativa prosperidad, siempre y cuando haya logrado mantener a raya a los apetitos ilimitados de los plutócratas, esos que han existido en todos los tiempos y que se afanan al resto sin escrúpulos ni remordimientos.

Ante estos “hipertímicos” y los “sofrosínicos”, existe la humanidad común y corriente, esa gente sin historia pública, los que son reconocidos sólo por unos pocos cercanos, pero que no trascienden hacia la historia. Pues todos somos como arena del desierto que es pisada por un caminante de paso lento y despreocupado: la historia. Ese caminante, que es LA HISTORIA, solo fija la vista cuando algo relumbra entre la arena, o cuando algo le hace tropezar y detener la marcha. Así se construye la historia visible. El resto sólo sirve para que la “historia” transite.

Walter Benjamin escribe un relato sobre el sentido de la historia, inspirado en un cuadro de Paul Klee, denominado “El Angel de la historia”. Describe a la historia como un Angel de grandes alas que se encuentra como suspendido en una posición de despegue hacia adelante, pero con la cabeza vuelta hacia atrás y la mirada  horrorizada por el espectáculo que ve en el pasado, rumas de cadáveres; pero, desde el fondo, en el horizonte  del futuro, le llega una ventisca que le hace levantar el vuelo y lo empuja hacia adelante.

Ese tránsito hacia adelante, es el camino que debemos recorrer a pesar de los horrores de nuestra acción. Las biografías, los discursos, las ideologías y otros afanes humanos, no son más que esfuerzos por mitigar los horrores que van quedando sepultados, pero malolientes en nuestro pasado, es como querer dar explicaciones, como querer ser absueltos o exculpados; otros desean ser bendecidos. Goethe termina su “Fausto” en un Autosacramental de reivindicación y absolución, luego de haber pactado con el demonio para mejor disfrutar los bienes, poderes y placeres de la vida.

Las grandezas, que también están presentes en la historia humana, son las que permiten levitar con grandes alas, que nos terminan arrastrando hacia adelante, hacia un futuro que todos aspiran sea mejor, una especie de “Oasis”, pero no ese oasis que se proclama en medio de la exclusividad siete estrellas, para los “elegidos”,  sino ese que permite a todos disfrutar del frescor de las aguas y la sombra de los árboles, luego de transitar las ardientes arenas del desierto, donde tantas vidas han quedado calcinadas.

 

 

 

Hugo Latorre Fuenzalida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Hugo Latorre Fuenzalida

Cientista social

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  1. Felipe Portales says:

    Y los cristianos creemos también en otro juicio final. El que Dios hará con todos nosotros al final de los tiempos. Y, junto con muchos otros factores, uno de los principales -de acuerdo al Evangelio- será nuestra actitud frente a las riquezas: «Nadie puede
    obedecer a dos patrones, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o apreciará al primero y despreciará al segundo. Es imposible servir a Dios y a las riquezas» (Mateo 6; 24); «¡Felices los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios! (…) Pero, ¡pobres de ustedes, los ricos, porque ustedes tienen ya su consuelo!» (Lucas 6; 21 y 24); «Entonces Jesús dijo a sus discípulos: ‘Yo les aseguro que es difícil que un rico entre al Reino de los Cielos. Se los repito: es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al Reino de los Cielos» (Mateo 19; 23-24).

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