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No es la lluvia, señor, es el capitalismo

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Los titulares de la prensa coral anuncian sin rubor: la naturaleza se ensaña de vez en cuando con este país, en el cual, cuando no es pito es tambor.

Pero no es así.

Quienes se han ensañado con este país y con casi todo el resto del planeta, es la voracidad de un puñado de miserables dispuestos a ganar dinero al costo de lo que sea, así sea la vida humana sobre el planeta.

La naturaleza hace lo suyo con hermosa regularidad desde que el tiempo es tiempo.




Quienes no ven ese pulso planetario son los homicidas que se golpean el pecho en misa o se azotan la cabeza en un muro a la siga del perdón celestial que les permite seguir en sus caminos genocidas solo para ganar dinero.

Los más nefastos efectos que aparecen luego de lluvias como las que han afectado al territorio, no tienen que ver con los ciclos naturales, sino con la permisividad criminal que ofrece construir donde la naturaleza dice que no es posible y arrasar con ecosistemas imprescindibles para la subsistencia humana.

Por esa conducta irracional, se paga un alto costo.

Los canales de televisión han transmito a coro y en directo los efectos más graves del frente de mal tiempo que azota al país. Se han detenido con profusión de detalles en aquellos efectos en los que el drama humano ha sido mayor.

Y, ni cortos ni perezosos, han dirigido y facilitado la crítica a las autoridades que no han reaccionado con la celeridad del caso ni con los medios adecuados al tamaño de la situación.

El Estado, ahora sí, es necesario y urgente.

Airados habitantes de las torres de edificios al borde del colapso buscan quien les repare sus departamentos de lujo ubicados con una vista magnífica al océano, pero construidos sobre arena. De la constructora que los estafó, ni luces. De las autoridades que permitieron semejante destino, ni la sombra. De las leyes que permiten todo esto, ahí están perfectamente aceitadas y perfeccionadas cada cambio de luna.

¿Por qué se construye sobre dunas movedizas y a tal escala? ¿Por qué se ubican complejos habitacionales en cursos de ríos milenarios, aunque en los últimos años no hayan tenido los caudales de antes? ¿Por qué se construye en lugares no aptos sino para la vida silvestre? ¿Por qué se inundan extensas áreas construidas en las orillas de los ríos?

¿Por qué unos pocos sinvergüenzas ganan dinero con esos desatinos y otros son elegidos en los intersticios de la política con esos ecocidios?

Esa misma inconciencia humana permite que de vez en cuando esa misma fruición por ganar dinero, hace que la vegetación arda para que, en vez de renuevos vegetales, lo que crezca en esas tierras calcinada sean edificios vendidos a precios exorbitantes.

Bordes costeros y canales del sur siguen siendo arrasados en su flora y fauna nativa por la voracidad de los salmones incrustados artificialmente por ignaros irresponsables, amenazando de paso la subsistencia de culturas ancestrales que ha vivido desde siempre en esas costas.

Humedales en los cuales se cobija y reproduce una enorme cantidad de vida silvestre, son rellenados para erigir casas de pobres sin consideración alguna por la naturaleza que ha tomado milenos en esculpir esos santuarios que son tan necesarios para la vida, como el aire que respiramos.

Para decirlo en breve, la culpa no es de las lluvias que caen ni de las aguas que buscan sus cursos milenarios, sino del modelo de crecimiento económico basado en la generación de riquezas sin importar como, es decir de la cultura dominante que impone la manera de vivir y de morir.

Se ha dicho en todos los tonos: el neoliberalismo se desarrolla sobre la base de la depredación de los recursos naturales y la explotación límite de las personas.

Esta versión criminal del capitalismo considera la creación de riquezas sin importar lo que quede detrás de la avaricia, la inconciencia y la más profunda deshumanización de gentes que acumulan riquezas no se sabe bien con qué propósito razonable.

Este país, en el que si no son tormentas son los terremotos y cuando no es la sequía es el incendio infernal, domina la más perfecta ignorancia dotada de títulos, grados académicos y puestos en la política. Son quienes le dan el afrecho al chancho.

Y luego, cuando la naturaleza azota con sus pataleos perfectamente explicables y predecibles, los medios de comunicación que amplifican las voces de los poderosos apuntan al calentamiento global y al cambio climático como los responsables de tanta calamidad.

Como si al planeta se le ocurriera porque sí no más aumentar su temperatura o modificar la física de sus pulsos vitales. Como si en la agenda planetaria estuviera considerado a priori cambiar de ritmos y parámetros.

Es el capitalismo inhumano el que lleva a la existencia humana al límite. Son los países ricos que han hecho su fortuna empobreciendo pueblos y matando a sus habitantes.

No es el planeta el que está en riesgo, como apuntan los medios de comunicación cuando intentan culpar a todos de lo que hace un puñado: es la subsistencia del ser humano en su superficie la que está al borde de la extinción.

Seguro que este geoide en el que giramos a 107.580 kilómetros por hora alrededor del sol ha sufrido durante millones de años muchos más estragos y de magnitudes inimaginables muchos más de lo que puede hacerle un ser vivo tan débil y expuesto, que no soportaría una pequeña variación de la temperatura, en un universo en que esas alteraciones se miden por miles de grados.

Es el capitalismo. Tan simple y trágico.

Es decir, un grupo de miserables de ritos dominicales o sabatinos, que usan gorritos sagrados y esperan algún reino luego de la muerte; que viven sobre montañas de riquezas nadie sabe para qué, y que de nada les va a servir cuando el planeta castigado dé su corcoveo final y se deshaga de esta colonia de extraños seres vivos que fueron capaces de destruir en un segundo de tiempo estelar lo que el universo tardó millones de años en crear.

 

Ricardo Candia Cares

 

 

 



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Ricardo Candia

Escritor y periodista

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