
El tren expreso de Hermosilla
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Si existe un tren de Aragua, cuya fama es continental, es legítimo que haya trenes que lleven a diferentes destinos. Viajar a lugares inexistentes, creados por la imaginación de un novelista. Llegar a un sitio donde no hay nada. En una época, Chile poseía la mejor red de ferrocarriles de América. Nadie olvida los viajes en tren de la niñez. Acompañados de la familia y un canasto con un pollo asado, huevos duros, bebidas gaseosas y castañas cocidas, se viajaba a lo largo y ancho del país.
A falta de trenes en la actualidad, apareció el de Aragua, el cual vino a enriquecer el turismo delictual. Situado nuestro país, “lejos del mundanal ruido”, los creadores de este famoso tren, vieron en Chile una zona rica en posibilidades, destinadas a desarrollar sus fechorías.
Otro tren criollo, cuya suntuosidad nadie conocía, transitaba en silencio por el país, ofreciendo viajes de ensoñación. Turismo hacia lugares recónditos, cuya belleza es destacada en todo el orbe. En realidad, no eran viajes a ningún lugar, sino solapadas argucias para defraudar, escalar posiciones, moverse en el mundillo de la alta sociedad del delito. Enriquecerse a costa del estado y de la ingenuidad. Es decir, un tren de Aragua criollo a todo lujo, destinado sólo a gente de valer y no a la piñuflería a pie. Legal, dentro de la ilegalidad, donde los gestores son padres de familia, caballeros de prosapia y hombres impolutos, aunque impoluto, suena mal. Otros se inclinarán por no caer en el uso de vocablos chocarreros. El lenguaje quema la boca.
Al dueño de este tren, suelto de lengua, fanfarrón y de tanto creerse intocable, lo traicionaron sus ínfulas de escalador social y de quienes decían ser sus cófrades. Cedieron los peldaños de esta escalera resbaladiza y cayó de bruces al albañal. Dominado por el complejo de vivir entre señoritos y no serlo. Si agregamos su pasión por el vil metal, darse ínfulas de caballero a la antigua, configuramos una personalidad emergente en la elite social. Ignoramos si proviene de familias de inmigrantes patipelados, que por miles llegaban Chile, a la tierra prometida. De súbito, su pompa de arrogancia y oportunismo, sufrió un quebranto, el inesperado traspiés y empezó a fallar. No a follar, como sucede a diario en esta república de machos presumidos. El personal, diestro en la conducción del tren se hizo humo. Luego, el inventor de este tren de la arrogancia, acorralado por las acusaciones, y al destaparse la olla de sus delitos, decidió soltar la lengua. El diccionario en español, rico en sinónimos, antónimo e ideas afines, le proporcionó frágiles explicaciones para defender su honra. No sabía cómo encarar el rosario de delitos, componendas, marrullerías y en un acto de genuina contrición espiritual, soltó la pepa. Se acordó del día en que hizo la primera comunión y después de predicador social, en cierta población, donde habita el pobrerío. ¿Cómo olvidar los días de clandestinidad durante la dictadura? Tanta idolatría por el vil metal, lo llevó a renegar de sus ideas políticas, sustentadas en su juventud. Escuchó los primeros acordes del Aleluya de Haendel y cambió de bando. El fruto prohibido de la Biblia, al alcance de la mano vacía, lo hizo dudar. ¿Cómo sustraerse al arrullo? Agobiado por las dudas, la flaqueza de la carne, se le ocurrió inventar el tren. No cualquier tren. Sí, un trasporte de alcurnia, donde el lujo y el boato, superen la imaginación. Ahí sus pasajeros a lo largo de la aventura, inventan fraudes, disfrutan del paisaje, mientras degustan manjares, selectos licores y juegan a las barajas. ¿Y a las escondidas? Al menos el cronista, no tiene la certeza si se practican.
Y de súbito, apareció una libreta negra. Se nos viene un cataclismo, peor que el Diluvio Universal.
Walter Garib