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La nueva configuración social en la postpandemia

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Es posible pensar que cuando pase el efecto inmediato de la pandemia será necesario iniciar una fase destinada a incursionar en un nuevo escenario económico, político, social y cultural con el objetivo de irnos adecuando a las nuevas exigencias de un mundo que no volverá a ser igual.

Aunque la pandemia del Covid-19 sea superada en términos de control sanitario, su presencia en la sociedad habrá dejado huellas indelebles que obligarán a cambios culturales profundos y, sobre todo, quedará en la memoria de quienes sobrevivan a sus devastadores efectos, generando una nueva forma de mirar la vida y de organizar la sociedad.

Un cuadro inédito, para el presente siglo, surgió a raíz del Covid-19 que se propagó rapidamente por todos los continentes y llevó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a calificarla como una pandemia, dada la enorme extensión geográfica que había afectado en poco tiempo.

De acuerdo al más reciente informe de la pandemia a nivel global, existe una población con Covid-19 que se aproxima a los 6.500.000 personas y la letalidad se acerca a las 400.000. Es difícil proyectar cuál será el saldo final que deje la pandemia en cifras de muertes y contagios pero, a juzgar por la forma y velocidad con que se ha propagado el virus, es fácil suponer que los números actuales pueden llegar a ser superados en varias veces en las cifras finales que deje su paso por el mundo.




El fenómeno del coronavirus nos entrega una idea de cómo el mundo se encuentra completamente globalizado, en términos que lo que ocurre en un lugar determinado, por lejano que parezca, puede terminar por extenderse a todo el planeta, en cosa de horas o días, generando las más inesperadas consecuencias y afectando la vida de la población en todos los planos.

Si la economía a nivel global ha sufrido un cataclismo, como consecuencia de la pandemia, mucho más impactante y profundo puede llegar a ser el reordenamiento de la estructura social y el cambio cultural que surgirá en el periodo postpandemia.

El mundo, desde hace tiempo, viene mostrando síntomas de graves patologías sociales en su anatomía, por usar el lenguaje puesto de actualidad con motivo de la pandemia. La desigualdad social ha llegado a extremos intolerables a nivel global y también ello se manifiesta en la mayoría de las naciones por separado y en distintos grados.

La concentración de la riqueza en el mundo ha llegado al punto de que unas cuantas familias se apropien de sumas siderales de dinero. De acuerdo a Global Wealth Report de Crédit Suisse (22/01/2019) el 45% de la riqueza mundial está en manos del 1% más rico…y el 90% de la población del planeta posee menos del 20% de la riqueza disponible. En un inoforme elaborado por la ONG internacional OXFAM se señala que la riqueza en el mundo se concentra en 26 personas, mientras la pobreza crece, alerta la citada organización. (El Economista.mx, 23/01/2019).

En el caso de Chile, la realidad no se distancia mucho de la existente a nivel mundial, ya que en nuestro país la concentración de la riqueza alcanza niveles también alarmantes.

En un informe publicado por CEPAL con fecha 15/01/2019 se establece que el 1% más rico se lleva el 26,% del PIB, mientras el 50% de los hogares más pobres tenía sólo el 2,1% de la riqueza neta del país. También se señala que el 10% más rico se queda con el 66,5% del PIB.

El fenómeno de la desigualdad económica y social en el mundo ha quedado al desnudo con la llegada del Covid-19 y ha dejado de manifiesto una realidad que esconden las cifras macroeconómicas de las naciones, a la vez que las estadísticas rara vez pueden graficar la realidad de la profunda desigualdad que agobia a la mayor parte de la sociedad, construida para satisfacer necesidades mercantiles y suntuarias que estimulan el consumismo en la población y que en el caso de Chile ha sido alimentado y exacerbado a través del sistema de «la tarjeta de crédito» que, en base al endeudamiento con poco control, parecía haber democratizado el consumo y, sobre todo, el consumismo, tan necesario para sostener el sistema de mercado neoliberal.

El coronavirus llegó al mundo con su carga de contagios masivos; trajo la muerte ya no solo a las puertas de nuestra morada, sino que se introdujo en ella (de forma real o virtual) y tomó posesión en nuestra casa para hacernos compañía y, de paso, recordarnos que también somos mortales. Crecieron los temores y nuestras defensas físicas e intelectuales se sintieron superadas, mostrando debilidades y vicios que creíamos ocultos u olvidados. El virus llegó para trastornarnos la vida, y a poner el mundo «patas para arriba», alterando por completo aquella «normalidad» a la que nos tenían habituados y, quizás, también mayoritariamente resignados.

Pero otro fenómeno surgió con fuerza como consecuencia de la pandemia y es la inevitable presencia de un ESTADO que había sido demonizado por la ideología dominante en la sociedad, al punto de atribuirle a su sola existencia todos los males del universo y que lo hacían ser considerado el enemigo número uno del ser humano. El Estado, en razón de un supuesto poder omnímodo, era acusado de conculcar los derechos de los individuos; el que cobra impuestos a los empresarios y a los ciudadanos, el que jamás podría competir con «la eficiencia y honradez de los privados que crean empleos, en una acción de patriotismo» propia de su vocación para hacer grande al país. Esa era, hasta hace poco, la forma de definir la función del Estado para muchos. Estado versus individuo.

 

La sociedad postpandemia necesita de manera urgente ser rediseñada de acuerdo a estándares humanos, democraticos, solidarios y civilizatorios del presente siglo. La desigualdad económica y social no se puede sostener por más tiempo con grados extremos de concentración de la riqueza.

Cuando la estructura neoliberal, basada en la acción preferente de un pequeño grupo de individuos, constituidos en una máquina para hacer dinero en su propio beneficio, se vio por completo desbordada por los acontecimientos producto de la pandemia, y las vísceras del cadáver quedaron a la vista de todos, entonces comenzaron las plegarias a un Estado debilitado, subsidiario, «jibarizado» -por la arquitectura de la sociedad de mercado- para que ese mismo Estado, vilipendiado por la propaganda neoliberal, saliera al rescate de las grandes empresas, y un clamor no menos dramático se escuchó por una gran parte de la sociedad que «descubrió» que se encontraba en el más completo desamparo del sistema de mercado y sólo quedaba en pie un Estado que, a pesar de sus limitaciones y deficiencias, era el último bastión solidario en una sociedad fragmentada y cruzada por el egoísmo, el individualismo, la avaricia de unos pocos y donde sólo el Estado podía hacerse cargo de aliviar en parte una realidad dramática para muchos.

Si algo ha quedado en evidencia producto de la pandemia que azota a la humanidad, ha sido que los individuos aislados, por grandes que sean sus fortunas económicas, no pueden prescindir del aporte de todos quienes conforman la sociedad en su conjunto. Y también las sociedades que han llevado el mercado a la condición suprema como paradigma de vida, se encuentran asistiendo al funeral de un modelo fallido, al menos para las grandes mayorías.

La sociedad postpandemia necesita de manera urgente ser rediseñada de acuerdo a estándares humanos, democraticos, solidarios y civilizatorios del presente siglo. La desigualdad económica y social no se puede sostener por más tiempo con grados extremos de concentración de la riqueza.

 

El cambio social necesitará ahora, más que nunca, de una decidida y consciente estrategia de participación ciudadana para avanzar en pos de una sociedad con más justicia y menos desigualdad.

La vida en sociedad exige del Estado un rol más gravitante en la vida nacional; con mayores atribuciones para diseñar políticas públicas que tiendan a disminuir la brecha socio-económica entre los distintos grupos. Se requiere de un Estado, que impulse una acción más solidaria entre todos los ciudadanos, que cumpla un rol relevante en la redistribución de la riqueza, no sólo en situaciones de catástrofes, sino en todo tiempo y actividad de la nación. El Estado debe crear nuevos espacios democráticos de participación, más allá de las formas institucionales actuales, las que deberán ser necesariamente reestructuradas acorde con los tiempos y las necesidades de los ciudadanos.

Si bien la pandemia ha servido, en parte, para derribar mitos y posiblemente sensibilizar a algunos sectores sociales sobre la necesidad de enfrentar desafíos de manera colectiva, sería ingenuo pensar que los necesarios cambios de paradigma social se producirán de manera automática o espontánea. El cambio social necesitará ahora, más que nunca, de una decidida y consciente estrategia de participación ciudadana para avanzar en pos de una sociedad con más justicia y menos desigualdad.

La Nueva Constitución para Chile es un imperativo más urgente y necesario en esta hora y ello debe constituir el inicio de un camino que nos conduzca a la construcción de una sociedad que pueda dar respuestas a las necesidades de la gente en tiempos normales y, de manera especial, ante cualquier nueva catastrofe que nos pueda deparar el futuro.

 

HIGINIO DELGADO FUENTEALBA.

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