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El Partido Demócrata ha logrado a raíz de las últimas elecciones un poder político, sólo igualable al de Franklin Delano Roosevelt, quien solo tuvo que enfrentarse a la Corte Suprema. La fórmula Biden-Harris es dueña de la Cámara de Representantes, así haya perdido algunos escaños con respecto a la anterior elección, pero, a su vez, ha ganado en el Senado, gracias a la elección de los dos últimos senadores, por el estado de Georgia, antes bastión del Partido Republicano. (Donald Trump cometió el tremendo error de privilegiar el asalto al Capitolio antes que trabajar por la mantención de la mayoría en el Senado). Al poder mayoritario del Senado y de la Cámara de Representantes se agrega la Presidencia y la Vicepresidencia de la República.

Junto al cuasi monopolio del poder político, la herencia de Trump no puede ser más funesta: Estados Unidos ha perdido la guerra tecnológica con China, y sólo le quedaría la superioridad militar y, a su vez, como nunca antes, la pobreza y el desempleo se ha hecho evidente, (basta observar las colas de vehículos a las puertas de los comedores populares). El sistema de salud, oneroso y privado, ha demostrado la incapacidad para enfrentar la pandemia de la Covid-19, y la prueba es que ese país ha mantenido el primer lugar en el mundo de muertes y contagiados.

Por otra parte, el sistema bipartidista viene haciendo agua desde varias décadas y, actualmente, el Partido Republicano está siendo infiltrado por el trumpismo, que no debe ser confundido con Trump pues, a pesar de las apariencias, la ideología que encarna el Presidente norteamericano viene de más larga data: el supremacismo blanco, el aislacionismo internacional, el autoritarismo, el fanatismo nacionalista y religioso, son ideologías tan antiguas como las que profesaban los confederados, derrotados en la primera guerra civil, en la segunda mitad del siglo XIX.

El dilema que debe enfrentar el Partido Republicano no es de fácil solución: o bien, se entrega al trumpismo a fin de no perder militantes, o se renuevan junto a los antiguos dueños del poder en ese Partido. Antes, los republicanos, derrotados por Barack Obama, (tampoco hizo un buen gobierno), estaba siendo dominado por el Partido del té, cuya líder era la Representante por Alaska, Sara Palin). El aporte de Trump, que antes se mostraba cercano al Partido Demócrata, fue el de despertar una masa lejana a la política partidaria, que rechazaba la oligarquía dominante en Estados Unidos, pero que agrupaba a los blancos, anglosajones y fanáticos protestantes: era la vieja América, víctima de la globalización que despertaba de su letargo, siguiendo a un personaje “exitoso”, pero anti-político.




Era el centro de Estados Unidos el que se oponía a la mafia de Wall Street y a las oligarquías de California de Nueva York. El asalto al Capitolio, del 6 de enero reciente, tiene su explicación: no es más que la coronación de la anti-política y de la anti-oligarquía de sectores que, siendo blancos, anglosajones y protestantes, eran marginados por los “bárbaros”, procedentes de América Latina en su mayoría.

El Partido Demócrata tampoco tendrá un futuro muy promisorio, pues ya no es un partido político: no tiene una dirección centralizada propia, sino que ahora deviene en un pacto de convivencia entre los progresistas, seguidores de la portorriqueña, Alexandra Ocasio Cortés, de Bernie Sanders y Elizabeth Warren, con los de los Obama, los Biden y los Clinton, entre otros personajes, dueños de los poderes fácticos en Washington, Nueva York y Los Ángeles.

Hasta ahora, el complejo industrial y militar, dueño de Estados Unidos, aún no ha jugado sus cartas, (Trump, por ejemplo, no supo recurrir a ese poder fáctico para haber logrado inclinar la situación en su favor).

En el actual escenario de enfrentamiento civil no hay que dejar de lado la posibilidad de que pueda darse una guerra civil que exige, necesariamente, el quiebre de las Fuerzas Armadas. Hasta ahora, gracias a la IV Enmienda, el enfrentamiento se limita a la lucha armada civil.

Estados Unidos está, hoy por hoy, tan balcanizado como la Unión Soviética antes de la caída del Muro de Berlín: hace poco tiempo, California – hubiera sido la séptima potencia mundial de separarse de Estados Unidos, pues quiso independizarse del Gobierno de la Unión, y algo similar podría ocurrir en Texas, (dueño del petróleo, y hoy, víctima de la baja del precio de los hidrocarburos, y su reemplazo por energías limpias y renovables, uno de los puntos centrales del Programa de Gobierno de Joe Biden).

En cuanto a las políticas para América Latina, no hay que hacerse muchas ilusiones: es posible que se dé una visión de inmigración más humana y que el gobierno de Biden invierta en los países del triángulo norte de Centroamérica, así como que Jair Bolsonaro, hijo predilecto de Trump, pierda su supremacía en América Latina y que México y el gobierno de Andrés Manuel López Obrados, asuma el liderazgo en América Latina.

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

18/01/2021

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Historiador y cronista

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