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Televisión y el “desierto intelectual”

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La doctora María Luisa Cordero, a veces, sólo a veces, dice cosas dignas de atender. No vamos a hablar de los diagnósticos a voleo que lanza contra personajes que no tienen manera de defenderse, sino de un diagnóstico bien atinado sobre una entidad que sí tiene como defenderse: la televisión privada y  del Estado.

 

A raíz del caso “Relojes”, y la polvareda que el caso despierta por estar involucrada indirectamente Tonka Tomicic, la que tuvo episodios destacados como el de expulsar de su programa al periodista y abogado ultra conservador Hermógenes  Pérez de Arce, por negacionista respecto de los atropellos a los DD.HH. durante la dictadura militar y por la defensa soberbia y total de Pinochet y su régimen.

 

La doctora Cordero, que ha pasado por varias vitrinas políticas (desde la DC hasta la derecha, donde oficia actualmente como diputada), aprovecha de cobrar facturas a su manera. Hoy las cobra favorables a la ultra derecha; en un tiempito más no sabemos para qué lado disparará.

Al presidente Piñera lo convirtió en su líder, antes de llegar a ser Presidente por segunda vez, y luego de su caída en las encuestas y su gestión horrenda de la crisis humanitaria desatada por la Pandemia, le propinó unos diagnósticos tan enjundiosamente filopatológicos que daba para pensar que el pobre de Sebastián terminaría residiendo en Avenida La Paz 841.




 

Bueno, pero esta vez la doctora en cuestión ha dado un diagnóstico certero y tremendo sobre los programas matinales donde participaba la señora Tomicic. Ha afirmado que esos programas eran un verdadero “Desierto cultural”. ¿Qué quiso decir la galena, con esa original sentencia?

 

Pareciera decir que los “Matinales” de la televisión chilena son programas que adolecen de un vacío cultural, una oquedad en la cabeza, tanto de sus programadores, ejecutivos y actores estrellas o animadores, y por tanto, también les cae el sablazo a los invitados, opinólogos de toda ralea, especialistas e improvisadores populares y populistas.

 

Creo que la doctora sólo vino a reiterar algo que la mayoría de los chilenos, con algo de materia gris y un mínimo de buen gusto, vienen exponiendo desde hace bastante tiempo: que la televisión chilena (pública y privada) es un desastre y que los “Matinales” son un himno a la estupidez, la evasión simple y la pérdida de tiempo y energía, agravado por su alto costo monetario,

 

Indudablemente la psiquiatra, experta en psicogramas (diagnóstico de los flujos eléctricos del cerebro), dio en el clavo, esta vez. Existe un “desierto cultural” en nuestra televisión. Piense usted en esos políticos a los que se invita de manera majadera a opinar las mismas invariantes, por años. Tanto así que al comenzar a abrir la boca ya se da cuenta uno del discurso completo de estos políticos y especialistas. No hay variedad ni creatividad, es siempre lo mismo, como si fueran “comisarios” de los regímenes totalitarios (se les parecen mucho, por la gravedad con que enfatizan sus obviedades).

 

Existen contadas excepciones, pero tan contadas que pasan desapercibidas.

 

Don Jorge Alessandri tenía mucha razón al entregar los canales de televisión a las universidades y no al mal gusto de los empresarios, cuyo nivel cultural-según relatan los estudios- anda a tropezones con el silabario. El presidente de derecha (pero  con fundamento democrático), señalaba que era la televisión un instrumento muy poderoso, que debía ser aprovechado para elevar el nivel cultural de una población que tenía  grandes baches de incultura y atraso.

Los dirigentes políticos que siguieron a la dictadura, ya no vienen con un fundamento democrático, como sí tenía  Jorge Alessandri; vienen con fundamento oligárquico, por tanto no se molestaron en cambiar el eje estructural de la televisión, sino que lo profundizaron; permitieron que esta herramienta de “inculturación”, se consolidara como instrumento de dominación.

Por tanto, señora Cordero, no es tan cierto que la televisión sea un “desierto cultural”. Es un concierto de incultura, un juego de artificio destinado a seducir ideológicamente y culturalmente a una población que debía caer en las garras del individualismo consumista y de la precariedad identitaria.

 

Se habla de “incultura”, cuando se introyecta una forma unidimensional en la concepción de la vida: lo puramente oral, lo apetitivo, lo material, lo vegetativo del vivir; la pura dimensión perimetral del individuo, lo que el filósofo Emanuel Munier se encarga de diferenciar del “personalismo”, concepto que abarca al individuo inserto en una comunidad formativa e informativa, que lo acrece y enriquece, lo cultiva y expande en todas sus potencialidades.

 

Pues bien, la TV chilena lo que hace es jibarizar al ciudadano, transformándolo en una mercancía social que se puede catalogar y acomodar en cualquier anaquel utilitario. Este ser empequeñecido, desarmado de valores creativos y sobreabundante en los apetitos del consumo acrítico, es el elemento, la materia prima más requerida por los autoritarismos supremacistas de cualquier ralea. Con este tipo de seres se hace impensable una actividad democrática, pues la democracia requiere un ciudadano dotado de una base cultural crítica, una autonomía cultural capaz de cuestionar y juzgar, de diferenciar y escoger libremente. La teoría del filósofo John Locke acerca de la libertad económica para el ejercicio de la libertad (contra el absolutismo monárquico en tiempos del mercantilismo económico, monopolizado por las aristocracias monárquicas), debe ser, ahora, complementado por la libertad intelectual (contra la, alienación cultural), si se quiere ejercer una democracia mínimamente compatible con los estándares humanos del siglo XXI.

 

Los empresarios se han apropiado de un medio tan influyente sobre una base falsa, pues no son las empresas quienes financian finalmente  a la televisión, quienes financian a estas actividades son los ciudadanos de a pie que compran los productos que publicitan las empresas. Las empresas incorporan como costos de publicidad  a los precios de esos mismos productos; ni siquiera se traducen en pagos de impuestos al Estado, pues los costos se descuentan como costos operativos. Así, finalmente quien financia la parrilla programática es el consumidor, no el empresario. Pero olímpicamente el empresario se apropia de ese recurso y manipula su  uso a su favor financiando parrillas programáticas que enajenan al pueblo de sus interesas reales y los condicionan a un “efecto Pavlov” de correr a consumir al primer sonido de la campana y a votar por los intereses que consolidan este vicioso absurdo  funcionalista de un sistema altamente socavado por la corrupción y sostenido por el otro socavamiento humano, que es la alienación profunda del “hombre dañado”, como lo diagnosticaba el filósofo y psiquiatra Gabriel Marcel.

 

Por Hugo Latorre Fuenzalida.

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Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín

 



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