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A objeto de resguardar sus identidades les llamaremos Óscar y Nancy. Eran mis amigos, compañeros de universidad y de partido, el socialista (en aquella época; hoy es una amalgama de cualquier cosa).

Óscar era soltero, Nancy -su prima en segundo grado- era casada, aunque casi separada de hecho, pues su marido trabajaba en el 90 ejército con el grado de sargento, y por cierto en ese momento se encontraba cumpliendo funciones en terreno, bastante lejos de la comuna donde ocurrieron los hechos que relato.

Óscar y el sargento se odiaban. Cuestiones ideológicas, obviamente. El desdén del sargento hacia Óscar era aún mayor debido a que su esposa cada vez mostraba más adhesión al gobierno de la Unidad Popular.

El primer quiebre matrimonial se produjo en junio, con ocasión del ’tanquetazo’. La discusión fue acalorada entre Nancy y su esposo. El quiebre final ocurrió diez días después del golpe de estado. No hubo forma alguna de recomponer lo estragado.




– Y si te pillan ‘hueveando’ en la calle con el cantito culiao ese de la revolución que entonan los universitarios resentidos como vos, no contís conmigo, te las barajai solita, socialista de mierda.

Esa fue la despedida del sargento, quien abandonó la casa y se instaló con camas y petacas en el regimiento al que pertenecía. Por cierto, Nancy continuó su accionar libertario, esta vez ayudada por su primo Óscar.

Pero, una noche en el mes de agosto de 1974, se produjeron los hechos que dan pábulo a este relato. Repartían una hoja que hacía las veces de “informativo rebelde”, cuyo objetivo no era otro que mantener viva la comunicación con el pueblo trabajador, informando de detenciones arbitrarias y torturas, de enfrentamientos y allanamientos.

Un destartalado Peugeot 404 era el vehículo en el cual cargaban las hojas y se movilizaban por el populoso barrio de Franklin y San Diego evitando encontrarse con patrullas militares o con carabineros.

El toque de queda comenzaba a las 10 de la noche, y ese día Nancy y Óscar soslayaron aquello.

La noche les sorprendió ‘volanteando’ el informativo de marras cuando apareció de improviso una patrulla de soldados de la Fuerza Aérea. El Peugeot, conducido por un gordito cuyo nombre no recuerdo, huyó prestamente y se perdió en las calles aledañas.

 

Eran las 21 horas y cuarenta minutos. Óscar y Nancy corrieron desaladamente hacia el norte amparados por la oscuridad reinante en aquel barrio donde las luminarias públicas eran amarillentas y débiles.

La sirena de un coche policial les hizo temblar. Carabineros venían también desde el norte hacia ellos. A sus espaldas, los hombres de la Fuerza Aérea. Estaban encerrados y casi cazados como ratones.

Pero Óscar conocía viene ese barrio, pues había vivido varios años en el segundo piso de un viejo inmueble ubicado en la calle Chiloé. Tomó a Nancy del brazo y corrió hacia una oscura esquina donde alzaba su estructura una capilla católica que él -un agnóstico a todo dar- conocía sin embargo muy bien.

– Aquí, chica… aquí -le susurró a su prima. Sabía que el portón que protegía la entrada a la capilla era de fácil maniobrabilidad, por lo que empujó con fuerza -varias veces- una de las hojas de aquella puerta, hasta que esta finalmente cedió.

Él y la chica ingresaron a la total penumbra del interior de ese recinto. Nancy empujó una banca para mantener cerrado el portón desde dentro. El lugar parecía desierto.

Los hechos comenzaron a desarrollarse con cierta celeridad. Sintieron el ronroneo de un motor pasando frente a la capilla. A la distancia, en la lejanía, se escucharon algunos disparos y uno que otro tableteo de ametralladora. Después, el silencio… y el frío.

A medianoche estaban casi congelados, entumecidos por la baja temperatura y la humedad reinante en aquel sitio. Debían esperar hasta las seis de la mañana, hora en que se levantaba el toque de queda, para poder salir de allí. El frío aumentaba…

Óscar recordó que en el lado derecho de esa capilla había un viejo confesionario. Quizás en su interior podrían soportar los azotes del frío el resto de la noche.

Acurrucados en el interior del confesionario se abrazaron para capear la dureza del clima imperante. Así estuvieron largo rato, a la vez que se susurraban palabras de aliento que prontamente fueron transformándose en murmullos de algo más.

Llegó el momento en que ya no sintieron frío, sino un calorcillo que amenazaba quemarles la sangre. Del abrazo protector transitaron, primero tímidamente, a algunas caricias en el cabello, en los brazos, en las espaldas, en los cuellos…en las piernas. Se besaron apasionadamente, jurando ambos que siempre se habían querido, tal vez se amaban, pero los requiebros y normas rígidas de una sociedad de mierda les había impedido dar rienda suelta a sus cariños… hasta que la dictadura y las patrullas militares abrieron los cauces adecuados para dejar que su amor galopara libre y sin ataduras.

Se amaron, se besaron y follaron hasta las cinco de la madrugada. Una hora después se dirigieron a casa de Nancy, donde continuaron su apareamiento hasta la hora de almuerzo.

Nunca contaron a nadie estos hechos. Nancy me los relató veinticuatro años después, cuando Óscar, que se había exiliado en Inglaterra, había fallecido víctima de leucemia, y ella, casada en segundas nupcias y tempranamente viuda, a escasas semanas de su jubilación, confesó no haber amado nunca a nadie con tanta pasión, como amó a Óscar, pero que ese amor duró solamente las horas transcurridas en el refugio en la vieja capilla y luego durante la mañana en su propio hogar. –

“Tonteras que provocaba la calentura cuando una era joven y el peligro excitaba, nada más que eso” -me dijo como colofón a nuestra conversa.

Ahora sé que los confesionarios también pueden servir para “confesar” ser dignos prisioneros del amor o la pasión… lo que supongo y espero no sea considerado un hecho pecaminoso por iglesia alguna.

 

Por Arturo Alejandro Muñoz

 

 

 

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